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Sobre la Serenata para cuerdas Op. 48 de P. I. Chaikovsky, en forma de relato como homenaje al escritor ruso A. Chéjov

Se recomienda la escucha previa a la lectura de este relato de la citada Serenata para cuerdas Op. 48 de P. I. Chaikovsky que adjunto mediante vídeo en este artículo.

La antesala donde me encontraba no era ninguna estancia cuidada en decorativos detalles, más bien era todo lo contrario: un lugar sombrío destinado al paso y de un aire incómodo. En ella solo había un moderno ascensor y el espacio inerte entre el backstage y un almacén repleto de olvidos. Ahí estaba yo, en una esquina, esperando que el trabajo viese su luz; sin prisas, como se espera de todo un buen contrabajo. La prisa nunca fue mi compañera; supongo que debido a mi singular naturaleza y a una irremediable tendencia a digerir las cuestiones de la vida lentamente. Mis ondas son amplias y eso me hace gozar de más tiempo para reflexionar sobre los procesos.

La aventura de aquella noche no era otra que la Serenata para cuerdas, Op. 48 en do mayor de Tchaikovsky; y digo aventura porque en eso consiste cada encuentro con nuestro público: un viaje apasionante a la imaginación, al sueño que es nuestra realidad. Mi vida ha sido larga y he visto muchas cosas que no están escritas en los libros de historia; pero que, sin embargo, fueron la carne de ellos: las emociones que despertaron, las acciones vitales que los crearon… Todo lo que no se veía, lo que realmente accionaba los acontecimientos más relevantes de nuestra historia, eso mismo es lo que gritaba a los cuatro vientos; bueno,… más bien lo susurraba, lo gemía, lo lloraba, lo celebraba… entre las paredes de estilo clásico, romántico, modernista o cualquier otro estilo por los que me ha tocado viajar.

Los músicos paseaban con cierta impaciencia, pero sin llegar al estado nervioso que paraliza. No tenían miedo; más bien, estaban llenos de una energía indescriptible que define a las personas valientes. Intercambiaban charlas superfluas -algunas no tanto- sobre la situación actual, el desánimo y la esperanza, pero siempre sin perder el objetivo de la noche: una de las páginas más hermosas de la literatura musical universal y, en particular, de la música escrita para orquesta de cuerdas. Su primer movimiento era un impacto de bala al corazón, una Pezzo in forma di sonatina, como lo había bautizado su autor; y en la mente de sus intérpretes solo se escuchaba el recuerdo de la onda expansiva del ensayo general.

Se acercó mi dueño y me abrazó para elevarme, como quien levanta a un hermano impedido. Me llevó consigo al lugar de concentración colectiva, para ponernos a punto igualando nuestras afinaciones –la de los instrumentos y la de sus tocadores-, respirar el silencio previo y concienciarnos del paso épico que estábamos a punto de dar.

He mencionado el término «dueño» y parece que en estos tiempos no procede; aunque, visto lo visto, permítanme la duda, pues tiempo ha que la esclavitud está abolida… Mas no me refiero a la relación de poder que un individuo ejerce sobre otro para hacerlo insignificante, sino mas bien a todo lo contrario: he preferido utilizarlo por acercarme al diccionario humano que es tan suyo, es decir, tan posesivo. Sin embargo, me refiero a la relación de deseos encontrados que se colman al unirse dos almas: yo deseo que me toque y él desea tocarme; finalmente, somos más grandes en nuestra esclavitud buscada. Cuando se acerca y me pasa su mano abierta suavemente por mi espalda, sé enseguida que está sensible y que necesita cariño; si, por el contrario, se sienta a mi lado y pellizca solamente la cuerda sol de manera tímida, casi jugando con las yemas de sus dedos, lo siento pensativo o dubitativo; y si presiona con energía su arco sobre mi cuerda la, produciendo un desgarro que hace temblar los cristales de la habitación, intuyo que esa vez la rabia nos acompaña, y yo con él me alzo en tan dignas batallas.

En do mayor rezaba el programa de mano, que significa que toda la obra se organiza en torno a un sonido que nosotros, los occidentales, hicimos llamar Ut hasta que, posiblemente, el musicólogo Giovanni Batista Doni lo rebautizara con do, haciendo con ello un pequeño homenaje personal a su apellido o alzando, quizás, una plegaria eterna al señor, Dominus, pues resultaba más fácil su pronunciación. Aclaraciones aparte sobre el origen de la nota, lo que ahora nos interesa es la importancia de esta información, de su ambiguo reflejo y del conflicto plasmado en la partitura nada más comenzar el primer acorde.

Me sentía responsable de tal coyuntura; pues, aunque es cierto que compartía con mis colegas violonchelos el mismo desconcierto, la armonía tiene verticalidad inevitable en el espacio-tiempo y una dirección constructora ascendente que va del sonido más grave al más agudo. Siendo yo el instrumento más grave, yo era quien establecía la base de esa organización armónica. Se supone que estando en do mayor debería ser esa la nota que primeramente tocase; pero he aquí el conflicto servido en bandeja de plata: una obra pensada en su totalidad bajo el eje de do y en modo mayor, y que comienza en la menor. ¿Podría decirse tanto en solo un primer acorde? Me lo preguntaba cada vez que Andro, mi tañedor, hacía sonar en mi cuerda prima ese la, ni una sola vez he dejado de sentir escalofríos en ese inicio de la Serenata.

No crean que Tchaikovsky fue el primero en confundir a su público con inicios ambiguos o de complejas interpretaciones; sin ir más lejos, recuerdo el estreno de la primera sinfonía en do mayor del genio de Bonn, L. V. Beethoven, en Viena, el 2 de abril de 1800 (ya les había adelantado que tengo mis años) y la desazón que sembró entre los asistentes cuando su primer movimiento comenzó con un acorde de séptima sobre do y con un sib desconcertante repartido por toda la orquesta, que situaba a la obra con una sensación tonal de otra región, que era fa mayor. Por supuesto, recibió críticas, aunque lo único que consiguieron fue hacerlo mas fuerte y revolucionario.

Las luces del escenario y, sobre todo, la oscuridad que ellas provocaban en el patio de butacas nos cegaban ligeramente y, a la vez, iluminaban nuestro camino certero. El aplauso se hizo silencio, un silencio que era el pensamiento vivo del creador en su estancia, que era frío ardiente, hiriente y aguerrido. La mano se alzó y en su levar nos introdujo en un solo sonido que funcionaba como presentación del tremendo acontecimiento que es la vida con sus avatares, lo mayor y lo menor lidiaban y planteaban la primera cuestión: ¿para qué? Era incisiva, desgarrada… ¿Para qué?… Era una pregunta abierta en menor que flirteaba con lo mayor, de una alegría que duele, como el nacimiento. El inicio era un parto que, como tal, era sufrido y que, además, Piotr Ilich estaba dispuesto a recordárnoslo no solo en el final de aquel primer movimiento que despertaba, sino al acabar los cuatro movimientos que formaban la totalidad de la Serenata.

La vida es eso, un ciclo que se repite como una serenata romántica de estructura cíclica; como decía un arquitecto catalán llamado Gaudí, al que recuerdo gracias a las conversaciones que mantenía un antiguo dueño mío, que tocaba en la Orquestra Sinfónica de Barcelona a principios del siglo XX: “la originalidad es la vuelta a los orígenes”; y vaya que Tchaikovsky era original. «Sempre marcatissimo», aclaró el maestro en ese inicio, porque siempre nos marcan las raíces y porque aquello que es lo importante se enfatiza para que quede grabado en el tiempo exiguo de nuestra existencia. Cada acorde era una flagelación a cada inmundicia humana recibida, a cada intolerancia, a cada ignominia sufrida por el autor y por cada individuo de su planeta conocido.

Una vez expuesta la primera pregunta, que sería una constante, inició su andadura en esta la Sonatina, que es el trayecto mismo de una vida hecha sonido. Quizá una vida a contratiempo, como parte de su andar en el tema primero del trayecto, a contratiempo o en anacrusa, ya en mayor y haciendo justo recibo a la tonalidad que decía ser representativa de la obra. Todos a una, de una manera corporativista, alzábamos el vuelo en un discurso que generaba debate: los violines argumentaban y las violas y violonchelos replicaban, mientras yo decoraba con pequeñas palabras picadas, insertas en mi rol de moderador.

Recuerdo la cara de tensión contenida sobre un diseño de semicorcheas de los cellos, mientras las demás voces seguían repitiendo el discurso inicial casi como un recuerdo; así hasta que llegamos a un desarrollo dialéctico en el que la idea principal se mezclaba con elementos secundarios que habían surgido durante el debate, quizá no tan importantes, pero necesarios para entender precisamente eso, lo relevante. Parecía que el tema se iba fragmentando y perdía fuerza paulatinamente hasta extinguirse en la nada cuando surgió otro nuevo elemento en el tono de la dominante, en sol mayor, la tonalidad de la luz, que nos invitaba a la distensión, al juego y a la repetición de elementos rítmico melódicos de cierta elegancia y un halo de banalidad, como si de niños divirtiéndose en el parque se tratase, ticatacataca tiquitiquitiqui… ¡Qué recuerdos! Todos los músicos sonreían y se miraban unos a otros con expresión de celebración. Así fue hasta que volvieron a aparecer las diferencias y se mezclaban en un desarrollo caleidoscópico las dos temáticas, una danza perfecta de ideas con discrepancias y aciertos.

Y todo volvió a repetirse, pero nunca igual, pues como diría Heráclito, «no te bañarás dos veces en el mismo río». Se repetían situaciones con nuevos decorados, se volvieron a desarrollar sus motivos hasta llegar nuevamente al tema dramático de la introducción. El acorde de do mayor en las cuatro cuerdas de cada instrumento concluía este primer movimiento, todos menos yo, que tenía un solo do, seco y altivo.

Los corazones de los músicos palpitaban rápidamente y el sonido que quedaba en la sala después de este acorde, se hacía eco de esta vitalidad. Pedí a Andro que me reafinara, pues mi cuerda sol se había sentido después de todo el entusiasmo derramado en el primer movimiento. A punto estuvo el director de dar la entrada del Valse cuando observó con su brazo, a media asta, que alguien calibraba su instrumento. Bajó nuevamente la mano y, bajo el reposo de la espera, ajusté mi sol y relamí un cierto orgullo sobre ese momento de atención centrada en mi imagen. Sol era, además, el eje tonal del segundo movimiento, un sol mayor que invitaba a la ternura y, por qué no, al ensueño. El maestro ruso se hacía claro heredero de la tradición de los valses austríacos y de su familia más representativa, los Strauss. Un motivo dolce e molto grazioso que ascendía por una escalera de sonidos sucesivos, nota tras nota, hasta completar una escala de ocho sobre la nota si, formando de esta manera un si menor horizontal que se armaba sobre la tonalidad mayor de sol. Una vez más, la dualidad manifiesta a la que el compositor se había visto obligado mantener afloraba en el inicio de este segundo movimiento. Todo era dulzura con reposadas cadencias y pequeños guiños de duetos de amor entre los primeros y segundos violines, posiblemente era el vivo reflejo de un amor idealizado y frustrado agónicamente por una sociedad que, como la de nuestros días, no aceptaba la diferencia. Incluso aparecieron ciertas escenas de carácter bucólico con sus trinos sobre un atardecer de verdes aromas; se podía oler la humedad de la hierba mojada. En esta ocasión, los diálogos eran menos densos, casi de sobremesa primaveral. Los contrapuntos hablaban de proyectos ideales para el futuro de particulares y de la colectividad. Todo era relajado y se resolvía con unas cuerdas en pizzicato sobre una dinámica muy suave, pianísimo.

Pero llegó la muerte, que siempre acecha y nos acompaña en cada segundo y en cada partícula. La Elegía era, si cabe, la máxima referencia de la ambivalencia en la obra, la vida y la muerte van siempre de la mano. La sensación tonal y real de un re mayor se yuxtapone con un mi menor de estructura melódica. Cuatro veces repite el periodo principal de cuatro compases, pero con diferentes reposos, hasta que reafirma la tonalidad principal de este movimiento: re mayor. Qué emociones despertaba en mí esta sección de la gran obra. Pasaron por mi memoria todos mis dueños, compañeros de viaje que ahora conviven en mi pensamiento con un amor renovado. Cada uno de sus ataques y de sus caricias quedaron grababas en las vetas mi cuerpo, y algún que otro golpe, producto de la frustración o de la impotencia.

Los temas de notoria nostalgia y hasta melancolía se sucedían uno detrás de otro, la tristeza se unía a un profundo sufrimiento. Los tiempos se calmaban, se cansaban y se caían, para agitarse momentáneamente e intentar resurgir de la depresión, pero todo era en vano. El violín primero nos ofreció un panegírico de profunda emoción antes de recordar nuevamente la pérdida, una pérdida que da sus últimos llantos lastimeros en la coda, después de que yo mismo iniciara un motivo rítmico en grupos de tres notas, de marcado carácter, tresillos, y se dijesen las últimas penas, las más dolosas, a través de un salto de novena menor por parte de los violines; para acabar sempre pianísimo, diminuendo, más piano, pianisísimo, hasta llegar a cuatro p con la extinción de la materia. Un nítido sonido sobre los armónicos cristalinos de las cuerdas ofrecía su despedida y, a su vez, después de un silencio, dieron paso al movimiento final.

Exhaustos por tanta energía invertida, aún nos quedaba la suficiente como para volcarnos en un último movimiento. Después de una reflexión existencial, dimos comienzo a la cuarta sección. Como Tchaikovsky sabía de esa vuelta a los orígenes que es la existencia, recurrió a un tema popular como imagen de nuestros más tiernos inicios. Comenzaron los violines con un re en octava, al que se sumaron las violas. Al poco tiempo, en el quinto compás, comenzó a sonar el tema de origen ruso anteriormente mencionado en un tiempo andante, que es el paso amable del que no alberga prisas en su corazón. Esta introducción fue medida, escueta en proporciones y simple en elementos dramáticos, solo se trataba de una presentación diplomática y amable del tema. Hasta que, por fin, dio comienzo el juguetón y frenético tema final en un Allegro con spirito, en el que debíamos desprendernos de todo, del espíritu o del alma.

Las miradas volvieron a ser extremadamente cómplices, como si se hubiese desencadenado una liberación que permitiese decir lo callado o simplemente gritar lo susurrado en campañas anteriores. Solo faltaban los bailarines en la fiesta. Todo era una gran orgía de emociones positivas. El tema lo coreaban todos: primero, las voces agudas y, después, nos pasaban el relevo a las graves. Todo era tremendamente festivo. A esto le sucedió un tema de tiempos largos de gran lirismo que parecía conceder al final una reflexión sobre el tiempo vivido y lo hermoso de la existencia. Y fueron estos los motivos que se conjugaron, se entrelazaron y se confundieron en el desarrollo de este jocoso movimiento hasta que, después de escalas ascendentes y descendentes de do mayor como torbellinos de aire fresco y las recapitulaciones oportunas necesarias para el gozo y el entendimiento, se llegó nuevamente al tema principal de toda la obra y, con él, al recordatorio de la crudeza de la vida, la otra cara de la moneda. Esta vez, con diferente métrica, pero con similar esencia, solo de manera escueta, sin extenderse, pues de recordar se trataba y no de exponer lo ya dicho anteriormente; para finalmente retomar el tema nervioso en un rapidísimo ascenso rítmico, piú mosso, que acabaría pletóricamente en tres acordes de do mayor, sin complejidades ni segundas interpretaciones más allá que la constatación de el fin ha llegado a su fin.

Fue su final el inicio, como su inicio fue el final, porque tan indefensos como nacemos morimos. El silencio nos regaló su sonido durante unos segundos, antes de producirse una explosión de celebraciones de palmas con palmas chocantes, enérgicas, excitadas, que se unían al placer de nuestra interpretación y a la gloria del efímero momento. Hoy todavía resuena en mi memoria ese do mayor perenne que es en sí mismo un ejercicio de alzamiento a la injusticia humana y un acto de rebeldía universal.