Foto de El Cotillo

José Luis Echevarría Navarro

Haciendo un enorme esfuerzo por vencer esa terrible somnolencia, consiguió abrir una angosta fisura en sus párpados. Entonces lo vio, frágil, exiguo, desnudo. Lo comprendió todo. Aquel insignificante objeto que antes fue depositario de sus más ocultos secretos lo había contado todo. Todo.

Veinticinco años atrás, Benjamín decidió que esa abigarrada figura en barro aún sin acabar de modelar sería el regalo perfecto para su padre. Era tan pequeño que ni se dio cuenta de que este, al ayudarle a finalizar su pequeña obra de arte, había insertado una minúscula cápsula con información de incalculable valor. No podía saberlo, pero su progenitor era el más reconocido agente de inteligencia, y aquel objeto era su pasaporte para iniciar una nueva y convencional vida.

Su atormentada vida anterior había quedado atrás, enterrada en ese insignificante y deforme cenicero de barro. Y ahora, precisamente esa vida acababa de resurgir, golpeándole con toda su dureza. Esa vida… iba a acabar con su propia existencia.

Intentó parpadear sin lograrlo. No era el final con que todos soñamos, pero allí estaba. Su colofón llegó acompañado de ese pequeño e insignificante cenicero, roto en decenas de pedazos, violado en su intimidad y arrastrando en su caída el último aliento de su mentor.

Foto de Víctor M. Muñoz  Arocha