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I

En este punto de mi tramo vital en el que me hallo, envuelto en mis cuitas filológicas, escritoras y editoras, confieso que me gustaría disponer de la artillería suficiente para fijar en mi entendimiento y en el tramo de experiencia profesional que llevo recorrido los límites entre lo que podría verse, por un lado, como una situación azarosa, que, para el caso que me ocupa en estas páginas, debe traducirse en el encuentro con personas y textos con los que podía no haberme tropezado nunca; y, por el otro, lo que, tras un gigantesco signo matemático de «igual», puede concebirse como la probable solución a una ecuación de múltiples incógnitas construidas sobre el camino de mis lecturas, los pasos de mis escrituras y la confluencia de muchos nombres propios que, al día de hoy, conforman una sólida red de la que me siento muy honrado de formar parte, aunque me reconozca en ella, por mi natural insignificancia, como el elemento prescindible.

¿Casualidad o consecuencia? He aquí el dilema surgido a finales de junio de 2013 cuando, tras leer el epílogo y después de haber prolongado el final de la lectura más de lo normal por culpa de los mil quehaceres que adornan mis horas, concluía mi entrega lectora y escrutadora de la extraordinaria novela Kopi Luwak (querida) de Antonio Cabrera Cruz (Anroart Ediciones, 2011).

kopiluwak_cover¿Por qué esta incertidumbre? De entrada, un nombre de la citada red debe surgir en medio de estos inicios: Enrique Mateu. Gracias a él conocí al novelista y a la obra que nos ocupan; aunque, en honor a la verdad, gracias a él los conocí más y mejor, puesto que alguna pista sobre ellos ya me había dado Jorge A. Liria, el editor que tuvo la feliz idea de apostar por que viese la luz Kopi Luwak y que Cabrera Cruz nombra en el epílogo de su obra en términos que no puedo dejar de compartir: «valentía para publicar…» (un apunte suelto: creo que ya va siendo hora de que los bibliógrafos canarios comiencen a reconocer la enorme labor que Liria ha desarrollado, sobre todo en la última década, para que viesen la luz muchos títulos que, con el tiempo, han ido ubicándose en los altares de nuestra historia literaria, en particular, y bibliográfica, en general). Sigo: fue el referido Liria quien me dio una primera pista sobre Cabrera Cruz y fue Mateu quien me dio el empujón necesario para adentrarme en la magnífica tercera novela de este maestro y, quizás, convencido exsindicalista: «En aquellos días también había decidido abandonar definitivamente mi vida sindical y volver al aula, de donde nunca debí haber salido», apunta el narrador del epílogo, una voz en off que se mezcla con la del autor como narrador paratextual.

Mas donde Mateu veía una sugerencia de lectura que no dudé ni un instante en aceptar (en buena medida por la particular admiración que profeso a su enorme talento artístico), yo iba observando, con el transcurso de la lectura, que estaba brotando de las páginas una prueba más sobre la existencia de una generación literaria (voy a llamarla así, aunque sé que estoy pecando de inexacto) muy interesante y que mis andanzas editoriales (¿casualidad o consecuencia?) me han ido descubriendo en los últimos años. El cauce de este grupo de autores respondería a unos parámetros como estos:

1. Autores con muy pocas publicaciones o, en algunos casos, sin obras publicadas.

2. Autores que no aspiran a vivir de la literatura porque ya tienen un medio de subsistencia estable.

3. Autores con cierta edad; o, para ser más exactos, que se han alejado del patrón de «joven promesa».

4. Autores con una actitud muy modesta ante el entorno literario, ante el que jamás exteriorizan afán egocéntrico alguno. Lo que viene muy bien a esa humildad que Roal Dahl apunta como necesaria en su indispensable «Racha de suerte (cómo me hice escritor)», un relato tan grandioso como adecuado.

5. Autores que son, ante todo, destacados prosistas.

6. Autores vinculados de alguna manera con la docencia, la pedagogía, la enseñanza…

7. Autores con una conciencia social tan firme que está presente en sus textos hasta el punto de rozar los límites que determina el concepto de ejemplaridad en las novelas cervantinas: «Les he dado el nombre de «ejemplares» y, si bien lo miras, no hay ninguna de la que no se pueda sacar algún ejemplo provechoso; y si no fuera por no alargar este prólogo, quizá te mostrara el sabroso y honesto fruto que se podría sacar, ya sea de todas juntas como de cada una por separado», nos dice el autor del Quijote en el prólogo de las Novelas ejemplares.

Los siete puntos expuestos los he hallado en un Julio Pérez Tejera, un Ángel Hernández Suárez o un Juan Quintana Rodríguez, autores estos con los que he contraído un compromiso editorial que, espero, en breve, sea una realidad palpable y que cito como los ejemplos más sobresalientes con los que me he tropezado gratamente en los últimos tiempos. De momento, quédate con el hecho de su mención, pues ello implica una reafirmación de mi voluntad por que tú, mi dilecto lector, llegues a conocerlos y, con la lectura de su obra, puedas acceder a la posibilidad de compartir conmigo su enorme valía. Los tres llegaron al cauce de mi trabajo editorial por caminos diferentes y, sin conocerse, ni tratarse, ni tener vínculo alguno, los tres comparten los puntos generacionales enumerados.

Si ya me causaba admiración la confluencia de tres realidades escritoras extraordinarias y con tanto en común, ¿cuál no sería mi sorpresa cuando descubrí en Cabrera Cruz la cuarta? Ha sido este cuarto descubrimiento el que definitivamente me ha llevado a tomar conciencia de mi incapacidad para dar forma a este curioso hecho que he sintetizado en el «ser o no ser» de una pregunta: ¿Contingencia o efecto?

II

Satisfecha la expresión de mi asombro, encauzo ahora la trayectoria de este sencillo por simple análisis de la obra que nos ocupa respondiendo a la pregunta que todo crítico literario, con o sin galones, debe atender cuando reseña un libro: si se recomienda o no su lectura. A esta cuestión respondo con un rotundo «sí», con un indesmayable «por supuesto que sí», con un muy firme «sin duda alguna»…

Si la fama, el reconocimiento del gremio literario o el principio de autoridad, juntos o por separado, colgaran en la pechera de mis méritos, estos «sí», «por supuesto que sí» y «sin duda alguna» serían suficientes para que tú, mi apreciado lector, corrieras raudo a comprar un ejemplar de Kopi Luwak, consciente en todo momento de que su coste sería un dinero muy bien invertido; mas como sé que nadie soy en la ciencia filológica, en la disciplina literaria y en el arte de la crítica más allá de mi condición de tapicero de textos, debo acompañar mi efusiva e inamovible afirmación con razones que superen las superficiales «porque me gustó» o «porque me entretuvo», las cuales, sin ser mentirosas, impiden situar a la obra de Cabrera Cruz en el lugar que se merece como novela digna de ser difundida, conocida y, por qué no, estudiada con mayor profundidad por parte de los especialistas.

Kopi Luwak es un libro muy entretenido, sí, pero, además, es un libro muy bien escrito, muy bien estructurado y muy coherente con el propósito del autor de ofrecer una obra que conmueva al lector para que se quede atrapado en la madeja de un relato hecho de la misma sustancia literaria de la que están fabricados los sueños, como puede leerse en la magnífica contracubierta, diseñada por Juan Santiago Cabrera Cruz.

La novela se construye a partir de las anotaciones que Cándida Lasalle, la protagonista principal, realiza en su diario y que abarca un periodo vital comprendido entre 1992, cuando se hallaba en los Países Bajos, y agosto de 2006, cuando concluyó la redacción de sus vivencias en Ende (Indonesia) y envió las notas manuscritas al autor-narrador de la novela, tal y como se nos cuenta en el epílogo.

Este periodo de quince años no transcurre de manera lineal, sino atendiendo a una muy interesante disposición estructural:

Relación de capítulos y periodos espacio-temporales dispuestos en la novela:

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Relación de capítulos y periodos espacio-temporales dispuestos en el diario de Cándida Lasalle:

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El punto de inflexión del diario ocurre en 2006, cuando Cándida Lasalle relata cómo llegaron a su vida los otros dos personajes esenciales del relato: la enigmática Sumba de Urdaneta o, como se verá más adelante, Chandana, cuya muerte permitirá el reencuentro con el otro indispensable personaje, el aerofóbico Rey de Sine, Bour Siien, quien opta por reunirse con ella en Amberes recorriendo por tierra parte de Andalucía, la cornisa atlántica… Mientras espera al africano, redacta nuestra protagonista la primera parte de su diario; cuando decide quedarse en Ende, la segunda, que, concluida, manda, como ya he apuntado, al autor-narrador que aparece en el epílogo de la novela.

Hasta que se produzca la reunión en Amberes (cap. XLII), Cándida irá relatando en su libreta lo que reconoce como «una fuente curativa de la memoria» (cap. X). En ese proceso de acondicionamiento del pasado, el lector descubrirá la principal clave de Kopi Luwak: que es, ante todo, una novela de descubrimientos articulados en torno a una fusión entre las coordenadas básicas de tiempo y espacio (los viajes geográficos por Canarias, África, Europa, Península Ibérica y Asia) y los trayectos personales en forma de acontecimientos que implican la apertura de nuevos mundos, entendidos estos como realidades que dejan atrás un pasado al que jamás se regresará: el mencionado viaje por tierra de Bour Siien (cap. XXXIX), que le ha de deparar el desbordante encuentro con Marina, llamado a prolongarse hasta el fin de sus existencias; el impresionante relato periodístico de un viaje en cayuco de unos inmigrantes hacia Gran Canaria (cap. VI) que dirige el propio Rey de Sine, tras enterarse de la muerte de Sumba, para cumplir con la necesidad de verse con Cándida; la huída a Rotterdam de nuestra protagonista dejando atrás la asfixiante capital grancanaria (el término no es baladí: «huída»), todo ello en el capítulo XI; la nueva vida de Sumba tras hallar a Cándida y que se refleja, entre otras cuestiones, en el cambio de nombre (cap. XXXII); el viaje por el Rin a través del cual nuestra protagonista conoce a Frans y descubre que algo está cambiando, y que no he podido evitar asociarlo con el de El amor en los tiempos del cólera de García Márquez por el río Magdalena (cap. XV); o, entre otros viajes geográficos y vitales presentes en la obra y que no enumero para no mostrarte aquello que te corresponde como lector, la estancia en la isla del monje de un solo ojo (cap. XIX), donde descubrirá Cándida la puerta sin retorno a su nueva vida, la que dará sentido al aforismo de Virgilio, «Trahit sua quemque voluptas» («Cada uno tiene una inclinación que le arrastra»), con el que arranca la novela y que se confirma con el «que uno se acaba convirtiendo en lo que es» (cap. XXXII) con el que Sumba determina la inevitabilidad de los cambios que está viviendo la protagonista.

Sin duda alguna, de todos los viajes, es el de Cándida, la narradora principal de la novela, el que mayor proyección atesora, pues se inicia desde la arenosa orilla de una anquilosada existencia bañada por las pantanosas aguas de una convencional sociedad palmense, donde era una «recatada y respetada señorita de la burguesía insular» (cap. XIV) y lo que otros querían que fuese («A cada uno de nosotros nos han marcado desde la infancia, queriendo que fuésemos lo que otros querían. Ahora tenemos la oportunidad de ser quienes queremos ser», le dice Sumba en el capítulo XXVIII) mientras hacía honor a la suerte de «inocencia» que su nombre representa y que se reafirmaba con el mote de «Lucecita», con el que era conocida entre sus compañeros universitarios porque la comparaban con la protagonista de una radionovela así llamada (cap. XV); y concluye en el muelle de una fortaleza vital en el que atraca el intenso amor, rozando a veces la devoción, que siente hacia Sumba y que Cabrera Cruz, en una suerte de genial maestría, logra ir perfilando sobre la base de uno de los aciertos más destacables de la novela: los fragmentos en los que el sexo preside el desarrollo narrativo. Pienso ahora en un sublime capítulo XXI, donde Cándida se inicia en el amor lésbico, o en la gratamente perturbadora exposición del deseo hacia el apetecible Frans: «Deseo ser amada, penetrada, follada. Mi cuerpo vibra y me voy hacia el placer que deseo. Mi sexo reclama todo el riego de la sangre vital. Me traspongo colorada y bermeja. Necesito oxígeno, el aire de la pasión, el desmayo del sexo que me corroe. Me pierdo entre estertores discretos y una visión inquietante ante mis ojos: ¡Sumba me mira con sus ojos verdes! Y me deshago» (cap. XVI). Todo un afortunado pasaje literario sobre el onanismo que supera con creces (así lo veo yo) a buena parte de esa literatura «kleenex» que ahora mismo está tan de moda y que consume sin calidad los bolsillos de los lectores (pienso en un E.L. James y sus vacuas sombras, por ejemplo) y, de paso, a esa buena parte de textos pretendidamente eróticos que aspiran a ser un aria cuando, en realidad, no llegan ni a la categoría de cuplé (repito: así lo veo yo).

Mas no concluyas que la nuestra es una novela erótica, porque no es así. Tanto el erotismo como los desarrollos textuales adscritos a los géneros didáctico o narrativo, sobre los que más adelante te apuntaré algo, quedan supeditados, de una manera sutil, pero incuestionable, a cierta función ejemplarizante como la que reseñé en la relación de siete características generacionales hace ya unos cuantos párrafos. Esta función gira en torno a una conciencia social que el autor construye sobre la denuncia hacia todo aquello que oscurece la luz que nos ha de mostrar el camino hacia un mundo mejor: ya sea desde la visión localista de una perversión basada en las apariencias, como es el mundo de Luis María, el marido de Cándida (cap. I), o el pasado familiar de los progenitores de Cándida (cap. XXII), sobre todo de su padre, quien debió acabar sus días como Charles Foster Kane según Welles, con un «Rosebud» en sus labios (cap. XXVII); ya desde la escalofriante exposición de las mafias, que tan pronto especulan con el café (cap. XX) como trafican con drogas, armas, diamantes…, según se nos relata sobre los participantes en la subasta realizada en una estación invernal de las montañas Tatra (cap. XXXVI) o con mujeres, como se cuenta en el capítulo XL. Desde la percepción generalizada de que es la codicia (simbolizada en el extraordinario relato de los peces del capítulo XIII) el mal que todo lo vuelve negro, se sostiene una perturbadora conclusión que en la novela es puntual, pero que en la cosmovisión de quien lee adquiere una entidad particular de carácter simbólico: «En pleno siglo XX, Cándida de La Salle había sido brutalizada, esclavizada, vuelta a una situación que creía había sido abolida desde hacía más de cien años. Muerte o esclavitud era la disyuntiva. La misma a la que se habían enfrentado millones de personas durante siglos» (cap. XV).

Aunque estos puntos oscuros sean percibidos como externos al lector, por cuanto cabe presuponer que este ni vive como un hipócrita entre hipócritas ni al margen de la ley, en el fondo son un medio para que el relato consiga hacernos llegar los poco claros que nos envuelven y que pueden ir desde la somnolencia hacia cómo es lo que nos rodea (el despertar abruptamente de la inocencia que manifiesta Cándida en el capítulo XXVII) hasta la no aceptación de nuestra condición de guerreros en la vida por la vida: «Hay muchas maneras de luchar. Existen muchos tipos de guerreros. Encontrarás tu camino. Quizás seas una guerrera de letras y no de armas» (cap. XXXI).

En la conciencia de estos puntos oscuros o poco claros surge siempre una pregunta que es clave y que en Cándida es reveladora: «Sumba sostenía que el espíritu de cada cual se nutre tanto de sus actos como de sus experiencias. Uno se enriquece cada día con sus acciones, pero también con la contemplación de las nubes, las puestas de sol o el viento sobre la piel. Hice memoria sobre mis actuaciones personales, recordando mi ayuda a Elio y a su familia, mi tendencia innata a tender la mano a todos los desfavorecidos que se cruzaban en mi camino, mi gusto por las puestas de sol, mis querencias por los días de tormenta. ¿Habría estado yo contribuyendo al equilibrio del mundo con comportamientos solidarios o contemplativos, justamente los que mi padre criticaba más ferozmente?» (cap. XXXII).

III

La conciencia social riega las páginas de este Kopi Luwak al que no le faltan los ingredientes propios de todo relato compuesto para entretener: héroes (Cándida, Sumba y Bour Siien) y antihéroes (Ilievson, por ejemplo), contratiempos, alternancias emocionales en la lectura, coordenadas espacio-temporales que determinan el desarrollo narrativo, múltiples trayectorias de los personajes, secuencias de acción (carrera de coches, luchas…), etc., haciendo con ello buena la función narrativa; y para educar: orografía, topografía y geología canarias (cap. III), nociones de navegación marítima (capítulos VI y VII), corrientes marinas (cap. XII), características del café denominado Kopi Luwak (cap. XX), etc., cumpliendo así con creces con la labor didáctica. Todo esto envuelto en uno de los puntos más sólidos que tiene nuestro autor como escritor: su capacidad para elaborar descripciones con tanta precisión y detalle que no desmerece a las de cualquier novelista realista o naturalista decimonónico. En este sentido, me sorprende con agrado que el primer capítulo de la novela se titule «Copiando a Galdós».

Kopi Luwak , incidiendo en lo expuesto, es una novela que sirve de ejemplo para detectar cómo el tradicional «docere et delectare» se pone al servicio de una causa noble, la referida conciencia social, y bajo la consigna de que todo fluye en torno al término «descubrimiento» que, para este que ahora te escribe, aparece en esta novela desde una doble vertiente: como lector, la palabra esencial edifica las experiencias evolutivas de los personajes y de los hechos; como editor, el vocablo me conduce a expresar mi admiración particular por Cabrera Cruz ante los perfiles tan singulares que atesora quien lleva la voz de la narración, pues hay veces en las que la narradora (Cándida) se confunde con un narrador muy singular, que tan pronto advierte a los lectores de que no busquen el Edificio Bola porque no lo hallarán, ya que es un lugar bien conocido por Cándida [nota 18, cap. X] como, en su afán de precisión, nos da las traducciones al español de todas las intervenciones en lenguas extranjeras que Cándida reproduce en su diario, por no hablar de un segundo narrador presente en el epílogo y que nuestro autor deja caer con una mención explícita al Cide Hamete quijotesco, lo que permite fijar los juegos de la veracidad y la verosimilitud del relato, muy presentes, por cierto, en las funciones narrativas y didácticas del texto.

IV

Esta reseña podría acabar en el final del párrafo anterior. Cuanto añada a continuación no negará lo que he apuntado hasta ahora sobre las excelencias de la novela que nos ocupa, mas creo que no sería completamente honesto contigo si no apuntase un «pero», un punto débil en mi experiencia lectora de Kopi Luwak que no afecta a la calidad del texto, sino a una parte de su contenido. Insisto en lo de la «calidad del texto» porque, como sabes, hay en todo lector una conciencia escritora que se desarrolla a través de las fuentes de lectura de las que bebe y que se expresa en las vías de una escritura que, entre los mismos autores, no siempre confluyen (de ahí los estilos creativos). Con lo expuesto, deberías concluir que una misma historia, la que nos ocupa, por ejemplo, en manos de cinco escritores, acabaría convirtiéndose en cinco historias diferentes. Yo hubiese escrito Kopi Luwak de otra manera; mas viéndola, leyéndola y degustándola tal y como está, no dejo de reconocer que estamos, como apunté al principio, ante una obra digna de ser difundida, conocida y, por qué no, estudiada con mayor profundidad por parte de los especialistas.

¿Que cuál es ese punto débil que, desde mi experiencia lectora, afecta al contenido? Respuesta: mi atroz desconocimiento del mundo automovilístico, lo que me ha impedido disfrutar o implicarme desde la complicidad con el autor en la prolija relación de marcas de vehículos, características técnicas, circunstancias históricas… que han sido leídas por este bípedo que te escribe desde la misma toma de conciencia con la que, por curiosidad, hojea un manual de física cuántica. Por fortuna, el talento creador de Cabrera Cruz convirtió estas numerosas referencias a los coches de marca en un elemento externo al desarrollo de la trama; o lo que es lo mismo, que ninguna mención automovilística ha frenado el placer de una lectura que, de manera tosca, he procurado reflejar en este artículo y que, en honor a su autor y a la obra, debería ser ampliado y precisado bajo la protección de la ciencia filológica, la disciplina literaria y el arte de la crítica mentados, pues no poco es lo que mi natural incapacidad deja en el camino: el azar como antesala del cumplimiento de un destino (o cómo Cándida, por su instinto, se libra de la muerte [capítulo III]), las analogías geográficas como trasunto de realidades paralelas (o cómo en Indonesia percibió Cándida muchos elementos similares a Canarias [capítulos XLVII y XLVIII], etc.

En el capítulo XI se puede leer, por boca de Cándida, lo siguiente: «Aquí quiero narrar mi historia […] Todo empezó por mi desaforada afición al café, a los automóviles, a la curiosidad impenitente y a la morbidez que empezaba a nacer en mis aletargados sentidos». Todo está presente en Kopi Luwak y, por extensión, en Cabrera Cruz. Ya tengo una historia que difundir, una ignorancia que cubrir, una curiosidad que hacer mía… y una desaforada afición que compartir, pues, parafraseando a Quevedo, solo me resta por apuntar un: «Madre, yo al café me humillo / él es mi amante y mi amado…». ¿Adónde puedo ir para saborear otro Kopi Luwak?

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