textura_34Confieso que he leído; y lo que es peor, sigo leyendo todo lo que cae en mis manos. Sea impreso en papel o trazado en pantallas de cristal líquido o de caro grafeno. Leo –como siempre he hecho- de todo y en todo lugar: desde los anuncios luminosos a los pasquines de las farolas, libros de todo pelo, sean usados o recién impresos, pasando por la prensa diaria o manuales de motores firmados por Dante Giacosa, pongamos por caso reciente.

A unos me los cruzo por la calle y a otros voy a buscarlos hasta el fondo del mar o a tenebrosas casas de subastas, si hiciera falta. He leído en las oscuridades de cuevas aborígenes y en la luminosidad de los aeropuertos, en la calma de la noche o a pleno sol.

Siempre leo, descifro caracteres, traduzco ensayos; y también –de paso- algo escribo; para contribuir con lo propio a una galaxia que empezó Gutemberg con una pequeña imprenta de roble en Maguncia. Escribo para que constancia quede de mis reflexiones, a modo de exorcismo, para que mi recuerdo quede en la memoria del aire, como quedan las trazas de los vuelos de gaviota en el cielo que surcan.

Recuerdo con particular agrado mis lecturas a bordo de los trenes durante mi estancia en Europa, mientras peregrinaba de ciudad en ciudad, buscando a mis alumnos en las tardes invernales entre las provincias neerlandesas de Brabante y Limburgia.

Los viajes en tren me daban el tiempo y el sosiego para leer, junto con la inspiración para escribir. De allí nació El anillo del pulpo y se quedó preñada la memoria para el comienzo de Kopi  Luwak.

Los viajes entre Venlo y Maastricht daban para leer el periódico, mitad a la ida y mitad a la vuelta. Los viajes hasta Eindhoven me permitían completar tres capítulos de alguna novela, los de Cuijk para trazar un bosquejo de pirata, aunque el colmo de la felicidad lo suponía algún viaje hasta Rótterdam, donde podía leer alguno de los interminables periódico-sábana alemanes durante el trayecto: medio “Frankfurter Allgemeine Zeitung” a la ida, medio “Die Welt” a la vuelta.

Cuando volví a Canarias, una de las cosas que más eché en falta fueron los trenes. No tanto por ellos mismos sino porque perdí la posibilidad de leer mientras viajaba, aunando dos placeres a la vez. Eso fue así hasta que descubrí el Jet-Foil.

Durante mi etapa sindical –casi estéril en lo creativo- me di cuenta de que el Jet-Foil me servía a modo de tren sobre las olas para leer durante los 80 minutos de travesía entre Gran Canaria y Tenerife, en aquellos viajes de ida y vuelta, donde cambié las ventanas a las praderas frisias por el salto de los delfines entre las crestas rizadas de la mar tendida del noreste.

Viví el declinar del navío a propulsión a chorro al mismo tiempo que los periódicos adelgazaban sus páginas y sus contenidos para concentrarse en ediciones digitales descafeinadas.

Empezaban a desaparecer periodistas con firma propia y la mayoría de las noticias se estandarizaban bajo la bandera de las agencias de prensa, que todo lo uniformaban; y mi lectura de la prensa en papel también entró en decadencia.

Cada vez había menos pasajeros en las travesías de aquel artilugio “ferromarítimo”, lastrado por su antigüedad y algún accidente, hasta que la Transmediterránea decidió un día aciago retirarlo del servicio, al mismo tiempo que la propia compañía naviera se disipaba en consorcios extraños, abandonando más de un siglo de vinculación con Canarias.

Quizás la retirada del jet-foil fuera uno de los elementos que también decidiera mi retirada de los servicios sindicales, que requerían el desplazamiento regular entre islas, donde vivía más tiempo que en las oscuras mesas de negociación o de intriga hacia donde me dirigía.

Me gusta mucho volar, pero nunca he considerado a los aviones como un buen sitio para la lectura, así que retirado el jet-foil –tren sobre las olas-, retirado el encanto de viajar para leer. Y volví al aula, al noble oficio de la enseñanza.

Esto meditaba cuando me encontré “La guerra de Jugurtha” del historiador romano C. Salustio Crispo, en una maravillosa edición de Joaquín García Álvarez para la Colección Gredos Bilingüe del año 1971, uno más de mis hallazgos veraniegos.

Hacía decenios que no tenía entre mis manos un texto en su original latino y reconozco mi impotencia para recuperar rápidamente mis conocimientos de latín, sepultados por la impericia, el peso de los años y la falta de práctica.

Afortunadamente, el profesor García Álvarez, no sólo se preocupó de traducir el texto de forma literal sino que ofrece también una maravillosa versión literaria en castellano del original latino. Como quiera que este humilde admirador de Salustio y de García Álvarez no está a su altura les ofrezco su versión, que trasciende a los siglos.

Jugurta (García Álvarez, curiosamente no lo transcribe como Yugurta, que sería más próximo a la pronunciación latina) fue rey de Numidia, un reino norteafricano que coincidiría con lo que hoy llamamos Argelia, vecino de Cartago, actual Túnez.

Jugurta era un guerrero inteligente, que se enfrentó a los ejércitos romanos del norte de África, pocos años después de las guerras con Aníbal.

Jugurta accedió al trono de Numidia, después de acabar con sus hermanos y otros rivales al trono. Pronto destacó en los campos de batalla y en las guerras comerciales con Roma y Cartago.

En esas lides supo vencer a sus enemigos por su habilidad de estratega, unas veces venciendo por la fuerza y otras por la astucia. Jugurta aprendió pronto que el soborno de los generales y patricios romanos era tan bueno o mejor que los ejércitos bien armados y entrenados.

Tuvo Jugurta en jaque al Imperio Romano durante decenios, poniendo a la República en entredicho e iniciando la decadencia de Roma como potencia mediterránea.

Salustio Crispo reflejó en su monumental “Bellum Iughurtinum” los azares de aquellos tiempos, los dilemas éticos y morales de la sociedad romana, la crisis de principios y la valía de los políticos.

Lo curioso es que sus palabras resuenan a través de los siglos con una claridad meridiana y algunos podríamos encontrar sorprendentes paralelismos de actualidad en ellas. Pasen y lean sus capítulos iniciales:

 

Bellum Iugurthinum

 

(La guerra de Yugurta)

 

  1. I.              -Sin razón alguna se quejan los hombres a propósito de su naturaleza de que ésta, débil y de corta duración, es gobernada más por el azar que por el mérito. En efecto, si bien se mira, se encontrará, por el contrario, que no hay en el mundo nada mayor ni más excelente que el hombre y que no le falta vigor ni tiempo y sí, en cambio, aplicación y actividad. Es pues, la que rige y gobierna los destinos del hombre y del alma. Y si ésta se encamina a la gloria por la senda de la virtud, harto eficaz, poderosa e ilustre es por sí y no necesita de la fortuna, ya que ésta no puede dar ni quitar a nadie la bondad, la energía ni otras cualidades morales. Sí, por el contrario, esclava de sus pasiones, se abandona a la ociosidad y a los placeres de los sentidos, al poco tiempo de engolfarse en ellos, cuando por su entorpecimiento se disipan las fuerzas, su tiempo y su inteligencia, entonces el hombre acusa la debilidad de su naturaleza: cada uno atribuye a sus ocupaciones la culpa que él mismo tiene. Y si los hombres se preocupasen de las cosas útiles con el mismo empeño que ponen para procurarse las que no les tocan ni pueden serles provechosas, y aun aquellas que les son peligrosas y perjudiciales, lejos de ser gobernados por las circunstancias, serían los hombres las que las gobernasen y llegarían a tal punto de grandeza que en vez de mortales que son, se harían inmortales por su gloria.
  2. II.            En efecto, del mismo modo que el hombre está compuesto de cuerpo y alma, así también todas nuestras actividades e inclinaciones siguen unas la naturaleza del cuerpo, otras las del alma. La hermosura, pues, la riqueza, la fuerza física y todas las demás dotes del cuerpo pasan brevemente; en cambio, las producciones del espíritu son, como el alma, inmortales. En una palabra, los bienes de cuerpo y de fortuna, como tuvieron su principio, tienen su término; todo lo que nace perece y las cosas lozanas envejecen: el alma es incorruptible, eterna, lo que lo mueve todo sin estar sujeta a nada. Por eso es de admirar la depravación de aquellos hombres que, entregados a los placeres de los sentidos, pasan su vida en la molicie y en la pereza, dejando en cambio, que el talento, la parte mejor y más noble de nuestra naturaleza, se entorpezca en la ignorancia y la desidia; máxime habiendo, como hay, tantas y tan variadas ocupaciones propias del espíritu con las que puede adquirirse la gloria más alta.
  3. III.         Pero entre éstas, las magistraturas y los mandos militares, en una palabra, todos los cargos de la República son, a mi juicio, muy poco apetecibles en esta época, porque ni los honores son conferidos a los hombres honrados ni los que los obtienen valiéndose de la intriga son por eso mejores o viven más seguros. Por otra parte, gobernar la patria o a sus familiares por la violencia, aun cuando se llegue a conseguir y se corrijan los abusos, sin embargo resulta odioso, sobre todo porque todos los cambios políticos traen consigo el asesinato, el destierro y otras violencias. Y, por el contrario, agotarse  en vanos esfuerzos y no conseguir a cambio de sus fatigas más que el odio público, es el colmo de la locura; a menos que haya alguno que, poseído de un infame y perniciosos capricho, ambicione el mando para sacrificar su honor y libertad en provecho de unos cuantos poderosos.
  4. IV.           Por lo demás, entre las ocupaciones propias del espíritu, una de las que reportan mayor utilidad es el escribir historia; considero innecesario hablar de sus excelencias, porque muchos lo hicieron ya y, además, porque temo que alguno crea que, al elogiar yo un estudio de mi profesión, quiero alabarme descaradamente. Con todo, estoy convencido de que habrá incluso quienes, por haber yo decidido mantenerme aislado de la política, llamen pasatiempo a este tan importante y tan útil trabajo mío, y serán sin duda aquéllos para quienes la mayor actividad consiste en invitar a la plebe y captar su benevolencia a base de banquetes. Mas, si estos tales se parasen a pensar no sólo en qué momentos obtuve yo cargos públicos, sino también qué ciudadanos de valía no pudieron alcanzar esos mismos honores y qué clase de gentes invadieron después el Senado, se convencerían, sin duda, de que si yo modifiqué mi punto de vista, fue obedeciendo justas razones y no por pereza; y reconocerían también que mi inacción sería más útil a la República que las ocupaciones de los demás. Más una vez oí decir a Quinto Máximo, Publio Escipión y otras ilustres figuras de nuestra república solían manifestar que, al contemplar los retratos de sus antepasados, su corazón se inflamaba de un ardiente amor a la virtud. Naturalmente, no es que aquella cera ni figura encerrasen en sí tan gran fuerza para ello, sino que con el recuerdo de sus gestas se encendía en el corazón de aquellos grandes hombres una llama que no se apagaba hasta igualar con la propia virtud su reputación y su gloria. En estos tiempos de corrupción, por el contrario, todos rivalizan con sus antepasados en riquezas y gastos, pero no así en honradez y trabajo. Incluso los nobles advenedizos, que antes solían aventajar a la aristocracia por su valor, se esfuerzan hoy por conseguir cargos militares y civiles, no por sus méritos, sino por vías ocultas y valiéndose del latrocinio: como si la pretura, el consulado y todos los demás cargos fuesen ilustres y magníficos de por sí y no debiesen más bien ser apreciados en proporción del mérito del que los ostenta. Pero me extendí demasiado y me detuve en estas consideraciones más de lo que debiera, movido por el dolor y el hastío que me inspiran las costumbres políticas de mi patria. Ahora vuelvo a mi argumento.
  5. V.             Me dispongo a escribir la guerra que el pueblo Romano sostuvo con Yugurta, rey de los Númidas; en primer lugar, porque fue grande, sangrienta  y de victoria alternativamente indecisa; en segundo lugar, porque entonces por primera vez la plebe se opuso abiertamente al poder de los nobles; contienda ésta que confundió todas las leyes divinas y humanas y alcanzó tal grado de locura que sólo la guerra y la desolación de Italia pusieron término a las discordias entre los ciudadanos. Más, antes de comenzar la narración de estos sucesos, me remontaré a épocas anteriores, a fin de que se entienda con más claridad todo lo que voy a referir. […]

 Creo que sobra cualquier comentario. ¿Leen nuestros políticos a los clásicos? ¿Leen algo siquiera?