Ando estos días entre los comienzos del curso, enseñando a leer a un grupo de “hambrientos” niños de seis años y trazando las primeras letras de una nueva novela, combinando el noble arte de la escritura con el no menos noble de la enseñanza. Las palabras silban en la mente mientras las escribo, al mismo tiempo que dibujo en el aire de la clase la ele y la eme, recitando sílabas y palabras elementales para mis alumnos y para mí mismo.
“Mientras enhebraba las palabras en el sedal que corría en la estela del velero, iba dejando atrás el faro de La Isleta, dejando caer las letras al fondo, una tras otra, intentando pescar un bonito para la cena, tentando la liña y oliendo el salitre.
Cipriano Delgado pensaba en lo que había dejado mucho más allá del horizonte, detrás de sí, hacia el lejano occidente, de donde había huido antes de que la ballena de la Universidad de Berkeley acabara por engullirlo del todo.
Bryan le había prometido la cátedra de Semiótica en el último intento de retenerlo cerca de la bahía californiana, asegurándole que Moby Dick resoplaría frente a Alcatraz antes del final del semestre y vería al mismísimo Achab sucumbir altivo con ella…”
Dibujar un nuevo personaje incluye su bautizo: “Al principio era el verbo”. Acabo de elegir el de Cipriano Delgado para uno de los personajes principales de este embrión de novela que estoy gestando. Tiene el nombre de Cipriano ese componente de las dinastías familiares del que tanto gustaban las generaciones anteriores.
Un antecesor destacado tenía un nombre característico -muchas veces obtenido por las casualidades onomásticas del santoral- que heredaban los primogénitos hasta que las modas modernas los han hecho sustituir por otras alternativas, la mayoría de ellas nombres de actores, cantantes u otros personajes de efímera fama.
Así que yo, que no tengo hijos propios, he decidido que este último hijo literario se llame Cipriano Delgado, por razones que callaré, ya que no es conveniente que todo se sepa indiscriminadamente.
Yo me llamo Antonio por mi abuelo paterno y Ramón porque nací el día del santoral en que nací. Pocos saben eso. No uso mi segundo nombre, quizás por comodidad o quizás porque alguna vez leí que Ramón Cabrera, el Tigre del Maestrazgo, fue un sanguinario general carlista, tan audaz en las batallas como implacable con los prisioneros. Y no quería compartir nombre y primer apellido con tal despiadado personaje. He sabido muchos años más tardes que Ramón Cabrera era tan sanguinario con los prisioneros, a quienes fusilaban sin remordimientos, porque las tropas isabelinas habían fusilado a su madre previamente.
Eso de estar marcado por el nombre que uno lleva formaba parte de los mitos de muchos pueblos. Desde tiempos inmemoriales se ha bautizado a los niños con apelativos procedentes de sus padres, de los santos o héroes del lugar, buscando que su destino fuera propicio desde el nacimiento, con un buen nombre.
Hoy día esas costumbres han ido dando lugar a otras más curiosas: durante los años ochenta y noventa del pasado siglo XX en Canarias se puso de moda bautizar a los niños con nombres de procedencia prehispánica, que se disputaban el honor de ser los nombres más usados con otros tomados de actores, actrices y otros famosos.
Cuando se bautizaban a los niños con los nombres de los abuelos o padres, se esperaban que los niños continuaran con la reputación de sus antecesores: eran comunes los Francisco, Pedro, Juan, Santiago, María, Carmen y un largo etcétera de nombres de tradición cristiana, incluyendo algunos otros menos comunes como Nicanor, Paulino o Eufemiano, convertidos en dinastías patronímicas.
La costumbre de usar nombres de famosos procedentes de la canción, la cinematografía o el deporte, muchas veces cristianizada con un complemento del santoral, se ha ido imponiendo cada vez más, sustituyendo a las costumbres previas. Recuerdo una Alaska del Carmen o un Kevin Costner del Pino, destacando entre la pléyade de nombres procedentes de personajes de culebrones venezolanos, tertulianas de programas vespertinos y futbolistas sudamericanos.
No sé si todos los padres que bautizan así a su progenie son conscientes de lo que proyectan sobre ellos, marcándolos con el pesado estigma de compartir apelativo con determinado actor o actriz. Probablemente no mucho más que aquellos que anteriormente querían que su hija se pareciera a la abuela, ignorando que los antiguos judíos y griegos -por ejemplo- pensaban que el nombre llevaba el destino insertado en sí mismo.
En fin, yo acabo de bautizar al protagonista de mi nueva novela como Cipriano Delgado, a él le deseo larga vida literaria, pues lleva la vida novelesca marcada en los genes del nombre.
En el infinito de un folio blanco, una semilla plantada ha dado su fruto: un personaje literario, alguien llamado a construir una realidad alternativa donde refugiarnos y que nos permitirá sopesar en la balanza de nuestra cosmovisión si la nuestra es merecedora de una segunda oportunidad, pues sé de antemano que la de Cipriano Delgado no me será ya indiferente. Sé quién es su padre y sé de la precisión con la que traza los edenes ese extraordinario orfebre de las palabras que es mi admirado Antonio Cabrera Cruz. A él le han de ser dadas las gracias por la generosidad con la que se entregará a sembrar y a mostrarnos cómo germinan las semillas de su creación literaria. Y al lector habrá que pedirle que siga la estela que dejará el bello camino de baldosas en forma de palabras con el que se empedrará el, de un folio blanco, infinito.
Antonio, amigo, un Nuevo Mundo emerge ahora frente a ti. Sé el almirante que sé que eres, pues para mí es y será un honor ser el último de los grumetes de tu barco. Adelante, amigo: frente a ti, un nuevo paso hacia la eternidad y el reconocimiento que te mereces. Abrazos llenos de admiración.