Planeta péndulo_wide_color

“El mundo se ajusta a sí mismo”, le decía don Juan, el brujo yaqui mexicano, a su incrédulo aprendiz californiano, Carlos Castañeda –antropólogo bajado al sur buscando, buscándose, las raíces- en una de las secuelas de «Las enseñanzas de don Juan».

Desde el escepticismo de quien esto escribe, la vida tiene episodios curiosos, aparentemente incomprensibles, que nos llevan a mediar sobre su significado profundo más allá de la mera casualidad o la anécdota.

Hace algunos años leí en alguna parte que un pescador británico había cruzado el mundo -en avión, supongo- en dirección a las antípodas de Nueva Zelanda. Llevaba consigo un mensaje encontrado en el mar, en una botella.

Lo curioso es que el mensaje había pasado más de ochenta años flotando a la deriva de los caprichos de las corrientes que separan los blancos acantilados de Dóver del continente europeo. Un soldado británico, mientras cruzaba el Canal de la Mancha para combatir en las trincheras de Francia durante la I Guerra Mundial, escribió un mensaje de amor a su esposa embarazada. Lo metió en una botella y lo arrojó al mar…

El soldado murió en combate y nadie sabe donde está enterrado, pero su mensaje estuvo a la deriva hasta que el pescador lo sacó del mar muchos años más tarde.

El marinero hizo gestiones para averiguar si su destinataria aún vivía. Supo que la mujer del soldado había muerto hacía años y la hija que llevaba en su vientre se había establecido en Nueva Zelanda; y hasta allá había viajado para entregar el mensaje. El destino tiene amarguras, tristezas, alegrías y hasta guiños de ironía, unas veces comprensibles a nuestra inteligencia, y otros insondables como el profundo espacio exterior.

Como decía en otro artículo, las aves han jugado un papel importante en mi vida. Siempre he tenido encuentros curiosos con pájaros de distinto plumaje y he aprendido a interpretar sus mensajes. Uno de los más curiosos nos ocurrió junto a mi esposa.

En los primeros tiempos de nuestra relación, volvíamos en un velero desde Fuerteventura a Gran Canaria. El barco se llama –como no podía ser de otra forma- “Patita” y es propiedad de un caro amigo.

Esa travesía habíamos partido desde Morro Jable antes del amanecer. Empezaban a pintarse los primeros claros de la aurora y el velero se deslizaba sobre el mar, paralelo a la costa de Jandía, navegando en un mar de color plomizo.

Estábamos sentados a popa, junto a la caña del timón. Ocurrió justo poco tiempo antes de que el disco solar se alzara sobre la línea del horizonte: una pardela cenicienta en vuelo rasante cayó en los brazos de Belén. Literalmente, una bola de plumas húmedas se precipitó sobre ella. Todos nos volvimos hacia mi asombrada mujer. Me pareció como si Poseidón la señalara con un mensajero alado.

Aparte del susto inicial, nadie parecía estar herido. Mi mujer sostuvo en su regazo al magnífico animal hasta que comprobamos que, aparte de un corazón que latía apresuradamente, aparentemente estaba bien; la tomamos en brazos y la lanzamos a sotavento, a favor del viento.

El ave voló como si no hubiera pasado nada, reemprendiendo su itinerario rasante sobre las olas. Por supuesto, no me he separado de Belén un solo día desde que fue señalada por aquel mensajero alado.

A todos nos suceden casualidades que no siempre sabemos o podemos interpretar. Los antiguos tenían todo tipo de oráculos sagrados para ello y hoy día abundan santeros, brujas, hechiceros y echadores de cartas de las más variopintas procedencias, que dicen saber interpretar el presente, el pasado y el futuro de cualquiera con métodos de lo más peregrino, pretendiendo la mayoría de las veces medrar a costa de las tribulaciones ajenas.

Como decía más arriba, he atestiguado varias casualidades a lo largo de mi vida. Algunas de ellas deben ser calladas, pero entre las que no, está una muy curiosa:

Hace varios años, en un partido de fútbol playero en la playa de Las Canteras uno de mis conocidos dio una patada al balón con tanta fuerza y puntería que acertó en delicada parte a uno de los jugadores del equipo contrario. A consecuencia del balonazo, el contrincante cayó fulminado al suelo, roto de dolor.

Casi había perdido la conciencia. El juego quedó parado y todos se acercaron donde estaba el caído. Lo rociaron con agua de mar, le hicieron respirar y lo acompañaron hasta que empezó a recuperar el sentido. Mi amigo se disculpó con la víctima de su acertado chut, mostrándose muy afectado por el incidente.

Mi amigo futbolista se fue pocos días más tarde hasta los Países Bajos, donde acababa de ser destinado en Comisión de Servicio. Semanas más tarde, una vez establecido en el país neerlandés en una pequeña ciudad al este de Ámsterdam, vio mi amigo un coche con la extraña matrícula de letras negras sobre fondo blanco que ponía GC- XXXXX.

La matrícula de fondo blanco de Gran Canaria destacaba en un país donde las placas de matrícula son de fondo amarillo. Mi amigo se extrañó, preguntándose a quién podría pertenecer aquel coche que procedía de su isla natal y se apostó junto a él un rato por si aparecía su propietario.

No tuvo que esperar mucho tiempo, pues al poco apareció su dueño, que no era otro que ¡el mismísimo jugador a quien había dejado KO de un balonazo semanas antes!

Al parecer, también había emprendido viaje a Europa pocos días después del partido de fútbol, llegando en coche desde Cádiz hasta los Países Bajos para visitar a algunos conocidos. Ambos se asombraron de la coincidencia y compartieron delante de un par de jarras de cerveza sus paralelismos.

Abundan coincidencias increíbles en las vidas de los seres humanos, señales, casualidades y advertencias. Pareciera que los hados aparecen y desaparecen ante nuestros ojos de formas impredecibles y, por supuesto, no es fácil interpretar sus señales y designios.

Hay momentos en los que creo firmemente en la existencia de algún tipo de plan divino detrás de todo: en las señales de las pardelas, de los balones y los atardeceres; y otros momentos en los que dudo.

Quizás sólo sea que el mundo se ajusta a sí mismo.