Los Cuentos de Bob_wide_color

Martes, 17 de diciembre 2013

 

Sueño Nr. 2 (5:40 – 6:00 h.)

Santa Cruz de Tenerife:

Como se estaba acercando la Navidad, me entraron ganas de hacer alguna obra social o trabajo comunitario, y se me ocurrió limpiar la fachada de la Torre 1 de Cabo-Llanos. La verdad, es que no recuerdo bien porqué precisamente ese edificio, y no cualquier otro que tuviese mucha más falta de un buen acicalado, como por ejemplo, alguna de las edificaciones en estado semiruinoso del barrio de El Toscal.

Me acerco al rascacielos y mirando al cielo, contemplo el inmenso trabajo que me esperaba. Con paso decidido, entro en la portería y en una especie de cuarto de aperos, encuentro una manguera lo suficientemente larga como para llegar hasta la última planta del edificio. Era una de esas típicas mangueras amarillas para regar el jardín, cuya presión se regulaba habitualmente poniendo el dedo en la salida de la boquilla.

Sin pensármelo dos veces, cojo la inmensa bobina flexible y la arrastro hacia fuera, desenrollándola en la calle. Vuelvo a entrar al portal y abro a tope el grifo al que estaba enchufada. Tras una serie de espasmos, como una serpiente con Parkinson, la manguera estaba lista. Agarro la boquilla fuertemente en la mano y cojo la carrerilla necesaria para obtener un impulso que me permita saltar los más de cien metros de altura que me separan de su cornisa. Tras lograr dar el tremendo brinco, tengo que seguir manteniéndome estable en el aire mientras empiezo a regar desde arriba hacia abajo la primera de las cuatro caras del edificio.

Efectivamente, la Torre estaba muy sucia. El humo y la contaminación procedente de su vecina, la refinería, se había asentado sobre su exterior, formando una capa pegajosa de una especie de piche aéreo que era muy difícil de eliminar. Tanto, que empezaba a costarme demasiado esfuerzo el mantenerme flotando en el aire a esa altura. Era como levantar una pesa, llega un punto en el que no puedes más y la tienes que dejar caer al suelo.

Decidí bajar y probar con una nueva estrategia. Las paredes del cuarto apero estaban repletas de tuberías, válvulas e interruptores que controlaban la mayor parte de las instalaciones del edificio. Allí encontré una palanca que regulaba el sistema hidráulico para inclinar el edificio. Se trataba de un mecanismo que estaba diseñado para volver a enderezar el rascacielos en caso de que un terremoto u otra catástrofe hiciesen que la construcción se tuerza respecto a su eje vertical. El edificio entero se podía inclinar de esta forma hasta 90 grados, lo que me permitiría tumbarlo hasta el suelo para poder limpiarlo cómodamente mientras iba caminando sobre él.

Dicho y hecho, bajé la palanca hasta su tope. Sobre mí, unos intensos chirridos confirmaban la puesta en funcionamiento de las enormes válvulas hidráulicas que empezaban a inclinar el edificio en dirección hacia el norte. Al mismo tiempo se oían además los sonidos causados por el deslizamiento de los muebles y otros objetos que se encontraban sin fijar al suelo. Se me había olvidado que al girar el rascacielos, las fuerzas gravitatorias empujarían todo lo que se encontrase dentro, hacia el lado del giro. Era algo elemental, supongo. Pero por desgracia, ya era demasiado tarde.

Impotente, contemplaba el elegante vuelo de un piano de cola desde el balcón del vigésimo octavo piso. Una lluvia de documentos oficiales salidos de las ventanas de los despachos situadas en la plantas más bajas, le acompañaban en el trayecto final de su caída. Detrás, una ruidosa cascada multicolor proveniente de cada apertura en sus más de 30 plantas confirmaba todas y cada una de las leyes newtonianas.

Pero había otra pequeña molestia en su camino hacia el suelo, de la cual también me había olvidado: el Espacio Cultural El Tanque. El antiguo contenedor de petróleo se encontraba justo en su ángulo de caída e inexorablemente las dos edificaciones se iban a dar un fatídico beso. El hierro del monumento declarado BIC crujía de una forma terrorífica al ser aplastado en cámara lenta.

Por si fuese poco, las recientemente caídas lluvias torrenciales habían convertido los solares colindantes en auténticos barrizales, haciendo que el impacto final terminase para el edificio en un chapuzón de lodo.

Cuando todo acabó, tenía ante mí un paisaje de destrucción y caos como pocas veces en otros sueños había visto: la más joven de las torres gemelas volcada en el suelo, haciendo un sandwich con El Tanque, mientras todas sus interioridades estaban esparcidas por el barro.

– «¡Qué se le va a hacer!», pensé suspirando, y cogí de nuevo la manguera. Me subí encima del edificio y proseguí con mi labor benéfica y solidaria de quitarle la capa de piche que tenía pegada. Pronto comenzaron a venir los vecinos y los habitantes de la torre, incrédulos al ver lo que estaba pasando. Nerviosos, se arremolinaban alrededor de la zona en la que yo estaba trabajando. Me gritaban enfurecidos cosas como ¡Gamberro!, ¡Vamos a llamar a la policía!… Viendo que no iba a poder terminar mi faena, ya que las cosas empezaban a pintar de una manera muy fea, opté por una rápida retirada. Dejé la manguera en el suelo y emprendí cabizbajo, entre los insultos del gentío que me rodeaba, el camino de retorno a mi casa. Había fracasado. Con el saber de la imposibilidad de ser hoy un buen samaritano, se acaba este sueño.

 

Oliver Behrmann

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