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En una sociedad donde atesorar bienes materiales no forma parte esencial del objetivo vital, el conocimiento es un activo de gran importancia. Los ancianos suelen ser depositarios de la experiencia y, por ende, del conocimiento. Esta afirmación, perogrullesca y evidente, se nos ha olvidado. En general, tratamos a los ancianos ignorándolos, rechazándolos o actuando con ellos con una paternal condescendencia, y nos afanamos por buscar eufemismos para que la palabra ‘viejo’ se cambie por otras ridiculeces como “tercera juventud”, en una época en la que la mocedad está sobredimensionada.

En Senegal, así como en varios países del África Occidental, existen los llamados Griots, también conocidos como Jeli o Guewel. Son contadores y cantadores de historias, depositarios del saber oral. Por decirlo de alguna manera, son bibliotecas biológicas.  Al igual que los antiguos bardos europeos, y a modo de cronistas, conocen la historia de sus localidades. Pero no sólo la que se cuenta en los anales oficiales, que se escribe con coronas, sangre y dinero. También conocen las pequeñas y grandes historias de sus vecinos, así como sus canciones, poemas, tradiciones… Y saben y transmiten lo que la naturaleza les ha enseñado a través de generaciones de contemplación y experimentación con el entorno del que son parte.

Pero el griot no es sólo un depositario pasivo de conocimientos. Según Paul Oliver -un estudioso de las influencias africanas en el blues-, estos personajes tienen que ser capaces de improvisar con habilidad poética sobre situaciones actuales de carácter social o político.

Personajes así todavía hay en Canarias, aunque no sepamos escucharlos. Más allá de una concepción neo-romántica, sin ánimo de una falsa gerontofilia de boba benevolencia, deberíamos recuperar el placer de escuchar, de respetar, de aprender de nuestros viejos. Cada uno de ellos que se va, es una biblioteca quemada por nuestra ignorancia.

 

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*Imagen: ‘El guitarrista ciego’ de Pablo Picasso. 1903