NUR La Luz_wide_color

Sevilla es luz, la luz que se cuela por las celosías, la que atraviesa los patios, la que se esconde en las callejuelas del antiguo barrio judío, la que se refleja en los naranjos, la que trepa por las enredaderas, la que se mece en las hojas de las palmeras canarias y la que riela en el Guadalquivir.

He concluido el año y empezado esa ilusión de otro nuevo, midiendo el tiempo con un reloj andaluz, con un astrolabio persa y un dios judío. El tránsito de Venus lo atestiguaron estatuas romanas y lo iluminaron lámparas hebreas.

He vuelto de un viaje iniciático a la ciudad que inspiró a la mía, de la imperial Sevilla al Real de Las Palmas de Gran Canaria, en un viaje de ida y vuelta que me causó el tremor volcánico de los ecos de la Historia.

En algún momento me sentí como un astronauta que volvía a su planeta después de andar orbitando el espacio exterior. Fui a Sevilla con mi amada para enamorarme de mis raíces, para sentirme unido a una tierra que sentí como propia, para sentirme tan mestizo como puro, tan andalusí como canario, tan africano como europeo, tan americano como judío, tan árabe como romano, tan tartesio como español.

Llegamos a Sevilla al atardecer, después de la lluvia, con las marismas llenas de agua y el río de barro alfarero, cantando por los jardines de naranjos repletos. El camino del hotel moderno hasta el centro histórico de la ciudad mientras caía la luz con lentitud fue el comienzo de la sorpresa: la ciudad era un jardín, lleno de naranjas orientales ficus americanos y palmeras canarias.

Entramos por la llamada Puerta de la Carne (donde más tarde supimos se encontraba el cementerio judío bajo el aparcamiento), buscando algún sitio donde comer.

Ahí empezó la conjura: unas campanas sonaban muy próximas, con unos tañidos musicales llamando a oración. Tardamos unos minutos en girarnos en la dirección correcta para ver desde dónde nos daban la bienvenida. Al otro lado de la calle destacaba una iglesia pequeña con un pórtico barroco flanqueado por columnas de mármol rojizo y coronada por un campanario triple.

Al entrar en el templo, nos dimos cuenta de que el piso estaba por debajo del nivel de la calle y todo el techo estaba lleno de yeserías barrocas, de una luminosidad nívea. La atmósfera que emanaba el recinto era de serenidad contenida y parecía retener algún misterio que se nos revelaría días más tarde.

Ese atardecer degustamos un plato de “pescaíto” frito, formado por longorones, salmonetes, calamares y algún pez desconocido para mí, pero que nos recordaron a los lagartos de los fondos arenosos de Canarias. Nos supo a manjar de pescadores del estuario, aguas abajo.

En esa primera exploración del barrio de Santa Cruz, nos perdimos en un dédalo de callejuelas retorcidas, donde nos atrajo un museo flamenco detrás de las ventanas enrejadas.

Al día siguiente nos dirigimos hacia la puerta de Carmona, con un mapa para perdernos y el tiempo para hacerlo. Nos metimos a ciegas en una calleja que más tarde sabríamos que se llamaba Verde, repleta de celosías y patios misteriosos. Una voz detrás de nosotros dejó paso a uno de los duendes de la ciudad, que se personificó en doña Encarnación Guillén León, quien volvía de la compra con su tesoro de verduras frescas y tenía el tiempo justo para guiarnos en el laberinto antes de que su hijo llegara de Flandes con la familia.

Doña Encarnación nos abrió los ojos a un patio lleno de enredaderas en los muros y hojas de acanto en los parterres, reflejando la sabiduría en sus ojos claros. Nos dijo donde secaba los cuadros Bartolomé Murillo, al calor de los patios sevillanos, en el Patio de los Cuadros.

Nos guió por la calle Verde, callándose que los judíos resistieron en esa última vía las matanzas de 1391, pero enseñándonos una obra actual, en cuyo sótano tenían lugar las abluciones  rituales de los judíos antes de entrar en la sinagoga cercana, hoy iglesia de San Bartolomé del Compás.

Nos ilustró doña Encarna con la vida y milagros de Miguel de Mañara, quien aparentemente inspiró el Don Juan Tenorio de Zorrilla. Visitamos el palacio renacentista de la calle Levíes, sede de la Consejería de Educación de Andalucía, que respira la historia y está habitado por funcionarios autómatas en el periodo navideño, remedando el movimiento de los ingeniosos mecanismos que posteriormente veríamos en la exposición Nur.

Mientras andábamos leguas entre las callejas, descubrimos rincones insospechados: en una dirección la callejuela era oscura y en la opuesta luminosa, alumbrada por el reflejo solar; aquí una columna de mármol cubría una esquina, en la otra un capitel visigodo asomaba entre el encalado.

Otra noche entramos en el Museo de la Judería de Sevilla, donde nos atendió un joven de perfil moruno, nombre judío y apellido canario: Jaime Moreno Tamarán, licenciado en Historia y guía.

Nos convenció para hacer una visita nocturna guiada por el barrio de Santa Cruz, la antigua judería, mientras nos preguntábamos mutuamente por el Tamarán que adornaba su apellido.

Nos dijo que, según el censo del Gobierno Andaluz, sólo existen unas 40 personas en toda España con ese apellido, todas de su familia, originaria de Los Molares, población de la Campiña, muy conocida por haber contado con el mercado de la seda más importante del país.

Quedamos en hacer averiguaciones para saber si, como intuimos, el apellido es originario de Gran Canaria, donde Tamarán es uno de los supuestos nombres prehispánicos de la isla. Lo que es evidente es que tamarán, significa palmera y también  su fruto, el dátil. Quizás algún indígena grancanario fuera llevado como esclavo hasta la Sevilla colonial, dejando su estirpe a la orilla del Al-Wad-al-Kebir, lejos del Guini –al-wada.

Le contamos acerca de Tamaraceite, la antigua Atamaraseid; sus relaciones etimológicas con el enclave de Tamanrasset en el desierto argelino, con las ciudades de Tamra en el norte de Israel o su homónima en Túnez. Nos entretuvimos hablando de las similitudes profundas entre Canarias y Sevilla, yéndonos hasta más allá, a las costas orientales del Mediterráneo en una conversación llena de palmeras y dátiles.

Nos guió Tamarán por los límites de la Judería, entre las masas de turistas, presente bajo los niveles del asfalto, en los sótanos llenos de arcos, tinajas y misterios. Nos habló del fatídico año de 1391, de las matanzas, del fanatismo de Ferrán Martínez; de Susona, la traidora. Nos confirmó los datos sabios de Encarnación León y nos descubrió las columnas tardo-romanas de la puerta lateral de Santa María la Blanca, templo sagrado sucesivamente para romanos, visigodos, judíos y cristianos; un compendio de la ciudad espiritual, que nos dio la bienvenida el primer día.

Al tercer día cruzamos el Guadalquivir en dirección a Triana, buscando el mercado. Entramos en él para sorprendernos de los aceites, los jamones y las excelentes tapas de tortillas de camarones, rabo de toro y aceitunas jugosas. Bajo el mercado encontramos las tétricas ruinas del  Castillo de San Jorge, sede del Tribunal de la Santa Inquisición, después de haber sido el último bastión musulmán antes de la rendición de la ciudad a las tropas castellanas en 1248.

Volvimos a cruzar el Guadalquivir sobre un puente pétreo en dirección al centro, buscando la luz. Esa luz se nos manifestó en otro mercado, que no lo parecía, en un sitio extraño, cubierto por unas raras y gigantescas formas de madera, donde conocimos a un hidalgo sevillano singular.

Sobre el antiguo mercado de la Encarnación, en el barrio Alfalfa, alguien había decidido construir uno nuevo, tirando la edificación existente. El concurso público lo ganó el arquitecto berlinés Jürgen Mayer, con un proyecto futurista denominado Metropol Parasol.  Sobre el centro norte de Sevilla se levantaron seis exóticas construcciones, similares a grandes hongos para dar techo al nuevo mercado, más centro comercial futurista que otra cosa. Los sevillanos las bautizaron rápidamente como Las Setas de la Encarnación mientras la construcción se demoraba durante años, el costo se multiplicaba hasta cifras desmesuradas que no permitieron acabar bien la obra y, hasta hoy, el mercado sigue sin puerta principal ni señal que indique su situación.

Excavando el suelo encontraron el pasado y nosotros nos encontramos a Séneca redivivo cuando buscábamos un poco de jamón entre los puestos llenos de pescados de la desembocadura del río, olivas árabes, quesos de cabras moriscas y carnes de liebre o faisán.

 

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