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NUR, La luz’ (1ª parte)

 

La luz que impregna la ciudad nos debió llevar al puesto solitario de don Francisco Rodríguez Estévez. Detrás del mostrador me pareció un noble romano, de ojos luminosos, perfil latino y pelo cano, que vendía jamones, embutidos y carnes.

Según nos cortaba unos perniles del mejor jamón que habíamos probado, nos contó, nos relató y nos encantó con sus narraciones. Según hablaba se me antojó que un narrador medieval se manifestaba ante nosotros en el zoco, enlazaba las historias mientras cortaba el jamón o nos ofrecía el mejor solomillo de cerdo ibérico que hemos catado.

Nos explicó que los cerdos procedían de la Sierra Norte de Sevilla, que pacían entre bellotas donde alguna vez el emperador Trajano se había hecho construir una villa. Cada cerdo tenía una hectárea entre Alanís y el Pedroso.

Por aquellas tierras los cerdos hozaban entre las encinas desde tiempos inmemoriales mientras los romanos obtenían los proyectiles de piedra para  sus catapultas, lastrados por la alta densidad de la roca ferrosa.

De las piedras pasó don Francisco al cine, donde ha actuado en varias decenas de películas y más tarde nos habló de la puerta, de la puerta del mercado, se debe entender. Nos preguntó si habíamos encontrado la entrada; a lo que respondimos que habíamos entrado por un acceso sin marcas.

Nos dijo que había escrito más de seis mil cartas reclamando una puerta para el mercado. Nos enseñó artículos de prensa donde se le entrevistaba para que manifestara su descontento por la destrucción del antiguo mercado y las capas de restos arqueológicos subyacentes.

Nos indicó que el Antiquarium era un mero esqueleto de lo que hubo, que unos pelaron las cáscaras de la cebolla hasta dejar un hueco desnudo. Que los que se decían sabios, excavaron o saquearon para obtener beneficio, que no conocimiento; que se demoraron interminablemente, y no recuerdo qué más cosas terribles que hicieron humedecer los ojos del viejo placero.

Nos dio la dirección de su altar de lloros y lamentos, pidiendo una puerta para que el mercado no deje escapar a sus fantasmas, los conjure y atraiga clientes: www.laencarnaciondesevilla.blogspot.com.es

Desde entonces no dejo de leer al viejo Séneca de la Encarnación, a aquel maestro que he conocido ahora, maestro de la vida, narrador sublime, que empezó tres carreras y se decidió por la del último sabio de Sevilla, memoria de un mercado, defensor de los creyentes, mi amigo Francisco Rodríguez Estévez.

En algún otro momento del viaje nos encontramos con otro amigo del alma, el poeta onubense Antonio Núñez Torrescusa, que subió aguas arriba con su mujer, desde Sanlúcar de Barrameda, para traerme recuerdos comunes de Flandes, caldos de manzanilla y cantos “jondos” de su poesía medieval.

Fue Antonio mi primer lector, crítico y corrector. Leyó en las grises tardes de Eindhoven el manuscrito de “El anillo del pulpo” y en las luminosidades de La Jara de Sanlúcar, el correspondiente de “Kopi Luwak”. Sus doctas observaciones, sus eruditas correcciones me ayudaron a cribar el manuscrito y librarlo de gazapos e inconveniencias que se nos habían escapado a mi esposa y a mí.

Hacía casi diez años que no me encontraba con el poeta, que empieza a ser conocido y reconocido después de décadas de cultivar la poesía con un arte renacentista, más propio de Quevedo que de estos días. Me habló del premio recibido, de sus nanas, de la novela escrita en versos octosílabos, de su creatividad en la plena madurez de jubilado.

En Sevilla nos guió desde los jardines de Murillo, entre callejas, por el Callejón del Agua hasta una placa dedicada al poema en prosa Ocnos, de Luis Cernuda. No lo conocía y desde entonces ando a la búsqueda del Magnolio del poeta sevillano exiliado. Un poco más allá de la placa dedicada a Cernuda, tocaba la guitarra una muchacha de aspecto oriental, pensamos que japonesa, con acordes andaluces. Un sombrero en el suelo esperaba la donación de las hordas de turistas que seguían a guías provistos de un paraguas amarillo, a modo de estandarte.

Llegamos a la vista de la Catedral y la Giralda, desde la sombra de un pasadizo de bóveda alambicada, altiva la torre, resplandeciente al último sol de diciembre, marcando como faro las alturas celestiales, con su acceso sin escaleras, en pendiente helicoidal hasta los 98 metros y medio de altura, por donde la reina Isabel II ascendió a caballo y los mortales suben a pie hasta la cumbre de Sevilla.

Las horas volaron en compañía de los amigos, que nos llevaron a La Bodega, un típico bar sevillano, abarrotado de turistas y de andaluces conocedores de la excelencia de la comida. Nos despedimos en la certidumbre de seguir unidos por la amistad, sabiendo que desde Sanlúcar de Barrameda hasta el puerto de las Isletas sólo hay una travesía de tres días en carabela.

Teníamos ya el mal de Stendhal, sin duda, cuando entramos en la basílica catedralicia de Sevilla. Los días anteriores nos habían impresionado mucho más que si hubiésemos andado por Florencia, Venecia y Roma sucesivamente. Casi siempre a pie, volamos desde las alfarerías de Triana –la aberante torre Pelli en lontananza- hasta las riberas del Guadalquivir, llenas de palmeras canarias. Por allí anduvimos, unas veces sin rumbo, otras dirigidos hacia el Museo Arqueológico o a una iglesia determinada. Vimos las cistas de los tartesios y la cerámica pintada con almagra –tan parecidas a las canarias que me hicieron temblar; admiramos las estatuas romanas, testigos de la importancia de la Hispania romana.

Al entrar en el templo principal de la ciudad, la sensación fue de vértigo ante la inmensidad. Era difícil buscar un único punto donde centrar nuestro interés, desde la altura de las naves, la luz que entraba por las vidrieras, el órgano central, los cuadros, las tumbas, las capillas o, incluso el soberbio patio poblado por naranjos con los dorados frutos adornando la vista.

Nos perdimos por la esférica sala cabildicia, con la sensación de entrar en el lugar donde se tomaron las decisiones de la iglesia española durante muchos siglos y, previamente, las de otras creencias, alumbradas por la luz de Sevilla.

El culmen de nuestro viaje nos encontró en nuestra visita al Museo del Hospital de los Venerables. Allí, en un antiguo edificio del siglo XVII, que pertenece hoy día a la Fundación Focus-Abengoa,  http://www.focus.abengoa.es/web/es/index.html

se encuentran, un museo, una pinacoteca, una biblioteca del barroco, un órgano y salas para conciertos y exposiciones varias. Después de haber visto los cuadros de Velázquez, Murillo y Zurbarán, admiramos los frescos de la antigua iglesia, obra del maestro Valdés Leal.

Lo que realmente nos impactó fue la exposición “Luz Nur”, La luz en el arte y la ciencia del mundo islámico. La exposición ha sido recopilada por la erudita Sabiha Al Khemir y estará en Sevilla hasta el día 9 de febrero; después cruzará el Atlántico para ir a Texas, al Dallas Museum of Arts.

Es una exposición única y por primera vez en la historia se han recopilado objetos, libros, tapices, piezas de madera, de cerámica y de otros materiales donde se refleja el interés islámico por la luz, el tiempo y el espacio; desde los tratados de anatomía y cirugía a los astrolabios; desde los fabricantes de autómatas a los de vidrieras y celosías.

El compendio de artes, artesanías y ciencias islámicas son el reflejo del pasado cultural islámico en el Mediterráneo, desde ambas orillas del Estrecho de Gibraltar hasta las fronteras del río Indo. La exposición en sí merecería una dedicación mucho más extensa de lo que es el propósito de este artículo y recomiendo la visita antes de que sus tesoros vuelvan a sus lugares de origen.

Hemos regresado del viaje a Sevilla impregnados por la luz y el interés humano en comprenderla, por entender el mundo que nos rodea, sea de la cultura, etnia o religión que seamos. Hemos tenido contacto con varias personas singulares que se cruzaron en nuestro camino para iluminarnos y apreciar su Sevilla universal. Ante ello sólo podemos musitar, con el oleaje batiendo las playas de Gran Canaria, muchas gracias: “Civis hispalensis sumus”

 

Enlace al folleto digital de la exposición ‘Luz, Nur’, La luz en el arte y  la ciencia del mundo islámico. Fundación Focus-Abengoa, Sevilla, España. Del 26 de octubre de 2013 – 9 de febrero de 2014.

*Imagen superior: Fragmento de la segunda página de dicho folleto.