Por si a alguien le apetece un poco de literatura y automóviles,
les regalo el capítulo XXIX del libro, lleno de erotismo y sensualidad.
Antonio Cabrera Cruz

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XXIX

El amor

Después de varios días acampados en aquel paraje idílico, Bour Siien y Marina se habían comido los víveres que tenían en la furgoneta desde su embarque en el Puerto de la Luz. Tenían suficiente agua, pero la comida se agotaba y el mandén se aprestó a mover la furgoneta. Durante las noches la chica había estado durmiendo dentro y el africano se echaba en un jergón que se había preparado al pie del alcornoque, bajo las noches del sur ibérico.

Tuvo mucho cuidado de que aquella pobre muchacha no se asustara todavía más. No hablaban mucho y Bour Siien se ocupaba de que comiera y descansara lo suficiente. Pero ahora llegaba el momento de irse de allí: no les quedaba prácticamente nada de comer y el mandén no quería alejarse demasiado para cazar conejos o pájaros.

La joven se echó a temblar cuando entendió que el hombre de ébano se aprestaba a irse. Pensó que la iba a abandonar en aquel bosque. Quiso Bour Siien tranquilizarla, pero cuando le tomó la mano con un gesto amistoso la chica se echó a llorar de terror, pensando que quería abusar de ella. Se retiró a buena distancia y le hizo saber que no debía temer nada de él.

Estuvo sentado frente a ella durante mucho tiempo, a la distancia de seguridad que tienen los animales, dejando que aquel cervatillo de ojos claros se tranquilizara con su presencia distante. Se sentían atraídos el uno por el otro pero no terminaban de acercarse lo suficiente.

Marina estuvo largo tiempo observándolo: le llamaba la atención el color negro como la noche del africano, la apostura masculina de su torso ancho, la poderosa musculatura y la blancura de sus dientes. También le fascinaba la gravedad de su voz y aquellas enormes manos que se mostraban delicadas con ella.

Bour Siien no dejaba de maravillarse por el contraste del pelo negro azabache con la blancura de la piel de la muchacha, su preciosa cara redonda y unos ojos azules como el cielo de África tras las lluvias. Además el africano se mostraba sorprendido por la estatura de aquella muchacha, casi tan alta como él.

Estaba tan absorto en sus pensamientos, con los ojos entrecerrados, idealizando a la chica, con la cabeza apoyada en el tronco del alcornoque, que no se había dado cuenta de que ella se había puesto en pie. Marina se le aproximó con pasos blandos sobre la hierba y le tocó levemente la cabeza calva, en un gesto de atrevimiento, como si quisiese comprobar el material del que estaba hecho.

El roce fue leve pero una corriente eléctrica saltó de la mano blanca a la cabeza de ébano. Sintió como aquel leve contacto provocó una corriente que le atravesó la piel y se dirigió hacia lo más profundo de su corazón.

La muchacha se retiró como si hubiese sentido una descarga. Trastabilló y casi se cayó de espaldas, retrocediendo asustada por lo impropio de su atrevimiento. La piel negra le pareció como la del tambor, curtida para mejor resonar, pero tenía vida, estaba caliente y pudo sentir la sangre fluyendo bajo las yemas de sus dedos.

El hombre se incorporó, sorprendido por lo que había ocurrido. Miró a la muchacha que se tambaleaba, todavía retrocediendo de espaldas. Se levantó con agilidad para llegar a donde estaba la chica, atolondrada. La tomó entre sus brazos y la miró en la profundidad de sus ojos.

Ambos se miraron, reconociéndose. La chica se dejó abrazar, apretándose contra aquel pecho ancho, en el que latía un corazón desbocado. Se les aceleró la respiración de forma sincrónica y se fundieron en un beso, suave al principio, labios sobre labios, profundo y húmedo en cuanto las lenguas empezaron con fruición a salivar dentro de la boca ajena.

Dejaron brevemente de besarse para que cada cual abrazara las mejillas del otro, volviendo a sellarse las bocas, bajando los brazos a los contornos de los costados, sobre los vestidos que todavía llevaban. Estuvieron reconociéndose con los ojos cerrados, como si quisieran recordar aquel primer contacto de memoria para el resto de sus días.

Sin dejar de besarse se dirigieron hacia la furgoneta. Bour Siien preparó la cama sobre los sillones traseros y se desnudaron antes de darse cuenta. Se tendieron en aquel camastro sin dejar de besarse; mirándose, midiéndose, comparándose, deseándose.

Aquella muchacha de aspecto delicado sintió que su piel ardía, que sus entrañas palpitaban, que se licuaba por dentro ante la presencia de aquel hombre. Su piel blanca se erizaba con el tacto de aquellos dedos fuertes que la exploraban: tentó el mandén los pequeños senos de aquel hada de los bosques de Siberia, libó los pezones enhiestos que señalaban el cielo, acarició aquel vientre palpitante de piel de luna, sintiendo su miembro erecto de anticipación.

Estuvieron tocándose, admirándose, jugándose, hasta que Marina tomó el pene del mandén con sus manos y lo guió a su lugar. Dentro de la vagina fluía el volga de las crecidas de primavera. El glande se ajustó hasta el fondo, tentando el útero de los vientos del ártico y derritió el hielo que la joven llevaba adentro, dejando un reguero ancho como el Gambia dentro de la joven rusa.

En medio del encinar mediterráneo aquellos nómadas de la vida desencadenaron la fiereza de los dos seres salvajes que eran. El mandén había hallado –por fin- una hembra digna de su hombría. Pensó que estaban hechos el uno para el otro.

Marina fluía por todos sus poros en una oleada de orgasmos que no tenían límite. Su vagina rebosaba de fluidos calientes. El africano que podía mantenerse erecto durante horas, mientras pudiera contener la eyaculación, se encontró con su pareja: una mujer que no cesaba de fluir mientras la pasión la arrebatara.

Estuvieron durante largas horas disfrutándose, jadeando a rachas como fieras, amándose suavemente para coger resuello, explorándose la piel y los rincones para mejor conocerse. Se miraban a los ojos para iluminarse, se palpaban para aprenderse, se besaban para reconocer los sabores comunes y se olían los sudores para quedar impregnados del otro.

El destino acababa de unirlos. En aquel encinar centenario, salpicado de pinos mediterráneos, se juraron amor eterno, mientras el viento soplaba entre las copas como si las olas del mar cercano pasaran sobre ellos empapándolos en salitre. La noche cayó sobre ellos rendidos mutuamente al sopor, epílogo del placer que habían compartido hasta el agotamiento.

Después de aquel día gozoso donde el amor fluyó por todos los poros y empapó el lecho improvisado en aquella antigua furgoneta, Bour Siien le contó a  Marina sus planes para llegar a la cita conmigo en Amberes; también le hizo un breve relato de su vida desde el Senegal hasta que conoció a Sumba en Ámsterdam, del compromiso con Mbake, a quien había adoptado en la travesía en su “gal” hasta Gran Canaria.

La muchacha lo escuchó con atención y asombro, diciéndole que no quería separarse nunca de él y le dijo que lo seguiría al fin del mundo, con todas sus circunstancias.

Habían perdido varios días en aquel lugar solitario y los planes iniciales de hacer un periplo por los puertos del Atlántico tendrían que esperar a mejor ocasión si querían llegar a tiempo a nuestra cita con los abogados amberinos.

Prácticamente no tenían comida y debían salir de aquel lugar solitario. Bour Siien estaba acostumbrado a eludir cualquier peligro; por eso sabía que no sólo debían buscar alimento sino que deberían deshacerse de la furgoneta si querían estar tranquilos, no fuera a ser que el esposo de Marina hubiera dado parte de su desaparición como un secuestro o algo peor.

Así que se dirigió a las playas del Atlántico, al norte del Cabo de San Vicente, con la intención de vender la furgona. Acostumbrado a los trueques, el mandén le puso un cartel en los cristales, diciendo que la cambiaría por un vehículo más moderno o por dinero. Sabía que mi T2 era codiciada por muchos nostálgicos de la era hippie californiana y que la podría mercar fácilmente.

Abandonaron los planes iniciales de acercarse a Sagres, cerca del Cabo de San Vicente. Ya tendría oportunidad de rendir homenaje a aquellos intrépidos marinos que surcaron los mares en busca de completar el mapa del mundo. Los dos enamorados emprendieron el viaje hacia el norte, celebrando su amor a la menor oportunidad, bordeando la costa del Atlántico del occidente andalusí, Al-Gharb, hasta llegar a la desembocadura del Tajo, cruzándola por el majestuoso puente colgante que salta el gran estuario. Tomaron la carretera que bordea el río en dirección a la Torre de Belén y a Estoril con el sol poniente cayendo en el mar frente a ellos.

Mientras estaban estacionados en un área de servicio cerca las playas frecuentadas por surferos de la punta de Guincho, se les acercó un alemán que frisaba los cuarenta. Había leído el cartel donde ofertaban la furgoneta a la venta y quería cambiárselas por un moderno e inocuo Passat, pelo a pelo; o le ofrecía diez mil euros a cambio.

El mandén aceptó el dinero en efectivo. Con él en la cartera, se volvieron a Lisboa para tomar el TALGO en dirección a Madrid, enlazando con el correspondiente a París, vía Hendaya. Las literas de primera clase supieron de las pasiones desatadas de los dos fugitivos.

 

Enlace de interés: Kopi Luwak, en KopiLuwak.es, de Antonio Cabrera Cruz