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FRESCOS

Un relato de José Carlos Bonilla Pérez @jcbonillaperez

Según dicen las malas ella nunca llevaba bragas. Según dicen las lenguas era porque le gustaban demasiado los juegos del aquí te pillo aquí te mato.

Según dicen las malas él tenía la costumbre de olvidarse los gayumbos. Según dicen las lenguas era porque su libertad no tenía precio ni en los confines de esta ciudad tan canalla.

Él alto, ella bajita; él cachetudo, ella finita; él de brazos fuertes, ella linda, frágil, aterciopeladita.

Uno caminaba con la mirada caída, ya saben, esa clase de gente que va buscando los pasos de otros y que, en todo momento, tienen los ojos perdidos en el asfalto caliente. Esa gente que posee la facultad de volar en primera en una imaginación con alas a propulsión. Esos tipos peculiares con la cara llena de legañas y el pelo a rebosar de remolinos: personas que parecen ser que no encajan, que se salen de los cánones de la sociedad; personas arrinconadas en los rincones puestas ahí solo para coger la polvareda que suelta el resto.

Al otro la prisa casi siempre le comía los talones. Levantaba polvo por pasos y pisaba mierdas, que no llegaban ni a frescas, a la velocidad de la luz. Inhalaba adrenalina y sulfatos de temperamento. Inquieto el culo por inquietas las hormigas que parecían que habitan allí y por las infatigables ganas de hacer aquello y aquello otro.

Uno de ellos de sal más que hipertenso, él otro de los dulces atiborrado a diabético; uno joven y tierno, la otra pasada de punto solo para poner las comas.

Eran seres contrarios: de voces agudas o graves, de leches dulces o agrias, de nochedías, de llantorisas, de florisecas, las bocas empachadas a tacos contra el palabrerío de los buenos modales, lunático contra solera, chabacano frente a culto, una risa a un lado y en la otra orilla un lloro, una llegada y una partida a lo lejos.

Así eran: más distintos que la una, más predestinados que la muerte.

No cuadra en este universo pero resulta que tropiezan en un bar. Es un mediodía en pleno centro, en una hora que no era, en un minuto que iba aventajado, en un segundo que se adelantó un segundo. Uno con la idea de hartarse a comer y el otro a por una copa que le avivase la sangre. Y se atraen porque no puede ser de otra manera. Así son los planetas que giran en órbitas pequeñas. Hablo de elipses estrechas para bailar pegadas la una con la otra.

Como quien no quiere la cosa el contacto visual llega. Se aceleran en el aire las hormonas. Uno es un capullo, la otra una obscena dispuesta a mostrar sus pétalos. Él, cortado y perezoso, acarició sus curvas con la mirada. Ella, desenvuelta y hacendosa, dirigió sus ojos hacia donde en la entrepierna se disimula su recta.

Imagen Frecos_Bonilla

Ilustración de Samuel Hernandez

Estallan los decibelios de la lujuria y enseguida rompen la mesa de tirarse encima, y de las sillas brotan las astillas de madera de romperlo todo por no echarlo a arder en medio de la hoguera de esos cuerpos.

No tarda el estallido del boca contra boca, del lengua contra lengua, del beso contra beso; y ruedan juntos y desinhibidos por el local.

Nadie avisó al resto de esta escena gratuita, no aptos para los prudentes del día a día. Hasta los cortados se quedan cortados, pintados de negros en sus tazas pequeñas. Suenan los ohhhhhh. Gruñen los argggggg. Pero nadie ni se levanta, ni evita, sólo pueden restregarse los ojos y pellizcarse los cachetes, mientras se ponen cachondos de la sorpresa y el polvo que allí se cuece a dos palmos. Piensan sin rubor quien fuera él. O quien tuviera la figura de formas de ella. O desean quizás tener los bemoles de meterse en medio y gratificar el cuerpo con un revolcón instantáneo.

Se sube la falda de tubo. Se rompe la camisa de Superman. Bajan los calzones hasta trabarse en los tobillos. Se restriegan. No hay dónde no se toquen. Ni el más remoto, ni el más oculto. Un culo cubierto y el otro blanco a la vista de todos para el baile del entra y saca, donde ellos a lo suyo, sólo salpican, irradian y emanan.

Él toca dulce las olas de su cuerpo; ella le abofetea, no por ofendida, sino del gusto que se le sale de madres. Se dejan chupetones. Se derraman mordidas en el cuello y en los pezones. Se lamen a lametones.

No tarda en regularse la hora que no era, el minuto que se pasó de listo y el segundo que ahora agotado vuelve a su sitio; pero, antes de que todo eso pase, el orgasmo suena talludo y a la gente, qué disparate, le da por aplaudir, y levantarse, y gritar envalentonados “otro, otro, otro” por si finalmente surge otra vez la chispa y se rueda otra escena de éstas tan calentonas que tampoco vienen a cuento en nuestra rutina tan rutilante.

Pero la elipse ahora se hace barrigona y los planetas que estuvieron tan cerca, en el beso de un eclipse, se desprenden para ir otra vez calle arriba y calle abajo, felices y tristes, opacos y traslúcidos.

Por los destrozos dejaron algunos billetes de propina, antes de salir uno por cada puerta, antes de volver a ser nochedías mientras uno coge la calle principal y el otro una callejuela destapada de sombras. Nunca hay espacio para lo previsto en las gavetas de lo imprevisto y de esta manera se dicen, ciao ciao, y finito en el barrio del fin.

Según dicen las malas cada cierto tiempo coinciden por la ciudad.

Según dicen las lenguas nunca pasa de ser algo aleatorio, superficial y desastroso.

Yo soy uno de ellos. Ahora estamos buscando a alguien que nos equilibre.

¿Te apuntas para un trío?

 

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