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Julio Pérez Tejera: Caleidoscopio (Mercurio Editorial, 2013)
Edición y preliminar: Victoriano Santana Sanjurjo.


, , , , 5ª, y parte


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Relato 12 (127-129): Juan Antonio

Otro texto con un nombre propio por título, pero, a diferencia de los anteriores, en este caso ni se habla de un hombre de la tierra cuya idiosincrasia traza una posición singular dentro del colectivo al que pertenece (“Juan Caballero” o “Domingo Cabrera”), ni de un niño de corta edad (“Cheo”), quien, a pesar de su edad («[…] cojo la punta de la manta con la que se tapan ella y Bernabé, y la voy chupando poco a poco […]»), es capaz de percibir que “algo” no va bien en su entorno más próximo.

Este “Juan Antonio” se sitúa en el lado, si no opuesto, sí, al menos, diferente, al que ocupan los personajes de los relatos expuestos. «Juan Antonio es “un chulo de playa” […]», así comienza el relato y, con él, la declaración explícita de que, probablemente, carecerá este personaje de la singular valía de los anteriores. Lo que se demuestra, de una manera implícita, en el desarrollo de la narración: es de tan poca sustancia el personaje que la propia historia en la que participa es de escaso fuste; o sea, que un personaje que “merezca la pena” (permíteme la expresión, por favor) requiere de una historia que “merezca la pena”, pero alguien que se perciba de segunda fila (en lo moral, en lo intelectual, en lo social…) no puede tener una historia, por muy trágica, intensa, hermosa… que pueda llegar a ser, que le permita adquirir una posición relevante con respecto al lector.

Cuando leí por primera vez el relato, sentí un particular disgusto con “Juan Antonio”, pues me pareció el más flojo con diferencia de todo el rosario de cuentas tan impresionantes que componen Tú no te acordarás…; mas, gracias a la relectura y edición de la obra, caí en la sutil “trampa” del autor, lo que ha encarecido más aún mi admiración por este Julio Pérez Tejera capaz de hacer un experimento literario como el expuesto. Hablo de experimento literario e insisto en la expresión, pues nuestro autor no se está posicionando a partir de su condición de ciudadano ni prejuzga a sus semejantes. La suya es una postura exclusivamente literaria. Él es un relator de ficciones y en su mina creativa ha dado con un filón que los críticos literarios recibirán, sin duda, con una gratificante sonrisa.

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Relato 13 (131-137): No pasa nada

Lo primero que llama la atención es la mención a un personaje de nuestra obra: Domingo Cabrera. Esto permite la concepción de un universo narrativo unitario similar al de los personajes galdosianos, que suelen aparecen en varias novelas con distinto grado de protagonismo.

Un anciano evoca su pasado y manifiesta con resignación su contrariedad con el presente que le ha tocado vivir y la gran diferencia que hay con ese pasado que tiene tan presente:

[…] También es que la tienda de Pancho Pérez cerró, como otras tantas, y ahora hay que ir a comprar el gofio a los supermercados donde nadie te conoce y donde te dan las buenas horas con una sonrisa como de plástico, y si te faltan cinco céntimos no te puedes llevar el gofio porque no hay manera de quitarle un poquito hasta cuadrarlo con el dinero que llevas, hasta ahí, ya… No, ni tampoco apuntarlo en la libreta hasta que vuelvas otro día. Ahora, sencillamente, te dicen que no, que hables con la encargada y la encargada te dice que son las normas y que las normas hay que cumplirlas y cuánto lo siento. Pero tú te das cuenta de que no siente nada porque la cara está dura como un palo y se sonríe enseñando los dientes blancos, blancos, como si te quisiera morder y la sonrisa sólo se afloja cuando tú te das por vencido y te vas sin el gofio o sin lo que sea, y es como de alivio cuando te vas, como diciendo: «¡Por fin, el pesado este!». Pero en la tienda de Pancho no era así porque tenía su libreta y te apuntaba y él sabía que tú, tarde o temprano, le ibas a pagar y tú sabías que se lo debías y tan pronto como juntabas unas pesetas lo primero era pagar las deudas. Además, pasando la cortina que dividía la tienda, te podías encontrar con Domingo o con cualquier otro echándose unas copas acompañadas de manises, tomates con sal, queso duro o sardinas de barrica… Ahora las copas se las toman en unos bares tristes donde todo está muy limpio, es la verdad, pero la gente bebe sin alegría. Parece que se sientan culpables de beber y tienen la cara amarga y no hacen sino sumar malos tragos a los de la vida. Unos güisquis que yo no sé de dónde los sacan y unos rones que ya no huelen a caña ni a cosa que se le parezca. Antes, me acuerdo, las cosas pasaban de verdad, tú hacías que pasaran y sabías que tenías que responder por ellas […]

El tono narrativo es nostálgico en su evocación de una remota edad dorada, similar en el ánimo a la que don Quijote rememora con los cabreros (cap. XI del Quijote de 1605). En estos recuerdos, se reproducen anécdotas que calan, por su hondura humana, en la conciencia más cálida del intelecto:

[…] Antes, me acuerdo, le llevabas el médico a cualquiera de Valsequillo y no siempre podías llevarlo en burro hasta la puerta porque no había camino. Y, andando detrás de él, le escuchabas decir por lo bajo: «Mira que esta gente es bruta. Van a buscar al médico teniendo la farmacia en la casa». Eso pasó cuando llevé a don Antonio para que le curara unas fiebres a Pepe Calderín.

-¿Y qué tiene el hombre? –preguntó don Antonio–.

-Una trancazón de pecho que no puede respirar y unas calenturas que no se mantenía derecho encima del burro, por eso no se lo traje.

Y don Antonio fue recogiendo por el camino unas matas de brujilla, unas ramas de eucalipto blanco y vinagrera, y yo pensaba que aquel hombre no estaba bien para ser médico. […] Cuando llegamos a la casa, le dijo a la mujer de Pepe:

-Tenga. Ponga a hervir la brujilla y, en otro caldero aparte, el eucalipto y la vinagrera.

Le alcancé el maletín a don Antonio y amarré el burro en el tronco de un almendrero.

Cuando entré, Pepe estaba en el catre, forrado con mantas hasta los ojos, tiritando de frío, que yo no sé cómo puede ser eso de que, cuando más caliente está uno, más frío tiene. Don Antonio tenía la jeringuilla ardiendo en alcohol y decía:

-Con que te llamas Calderín… Entre Telde y Valsequillo hay más Calderines que piedras en el barranco. ¿A que tú no sabes cuál fue el primer apellido del mundo?

-No sería Calderín –me entrometí–.

-No, hombre, no. El primero fue Gómez y el segundo Pérez, porque Dios le dijo a Adán en el paraíso: «Si te Gómez la manzana, Pérez serás» […]

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Relato 14 (139-142): El paraíso

La cita de Antonio de Viana que se reproduce al principio (“Sienten los dos un no sé qué del cielo”) sirve de preliminar para esta exquisita pieza donde se traspone la imagen del mundo de Viana, el de las Antigüedades de las Islas Afortunadas (1604), al del Edén bíblico («[…] Tronco arriba se enrosca una espléndida hiedra de hojas lustrosas.[5] Dácil y yo nos miramos sonriendo. Los dos estamos desnudos»), y todo desde el presente, desde ese hoy que se certifica al principio de este texto donde reinan las descripciones metafóricas:

[…] Cuando volví a la ciudad no reconocía sus calles porque su aspecto había cambiado, pero no con edificaciones recientes ni siquiera con la degradación que el tiempo provoca en las ya existentes, no. El nuevo aspecto de la ciudad era el que debió tener siglos antes de que yo naciera […]

Se regresa a a un pasado que en el presente se atisba desconcertante; a un paisaje de la Canarias precolombina que ya no es lo que era, pero donde se percibe que, en el fondo, nunca dejará de ser lo que fue.

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Relato 15 (145-148): Príncipe negro

Texto muy borgiano: el narrador sueña con Isabel; Isabel con el hermano… Y todo en un entorno donde la distancia y el tiempo no ha hecho mella en los afectos.

Es este un bello texto anecdótico cuya ausencia de trama e intensidad emocional nos conduce a concluir que puede ser una deuda del alma de Pérez Tejera.

[…] Hablamos de la telepatía, de la transmisión de pensamiento, de las casualidades, de sus oraciones; de cómo, a veces, somos instrumentos de la voluntad divina aunque no tengamos la conciencia ni la calidad necesaria para ello, de los milagros que también existen y, sobre todo, del cúmulo de coincidencias que se tuvieron que dar para que mi madre pudiese tener un ramo de rosas Príncipe Negro el primer domingo de mayo de ese año […]

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Relato 16 (149-155): La casa vacía

Texto muy poético que se funda sobre la oposición que marca la nostalgia frente a la ilusión, y que mantiene un vínculo connotativo con “El paraíso” y, en el universo de los personajes, con “Príncipe negro”, pues vuelve a aparecer el Sergio que sueña con Isabel:

[…] El ser humano mantiene inconscientemente la esperanza y continúa buscando el paraíso perdido. Por eso nunca abandona el casi, el quizás, el puede que… La ilusión es diferente, la ilusión lanza hacia el futuro incluso las cosas del pasado y nos hace creer que es posible vivir aún lo que está irremediablemente perdido […]

Surge el pasado como tema («la verdadera memoria es la que tenemos de nuestra estancia en el seno materno, sin otros códigos que los de la sangre. Las palabras de su viejo resonaron con toda la fuerza: la tierra guarda siempre la semilla»), pero un pasado con bifurcaciones: por un lado, un pasado inmediato y tangible, un pasado mesurable en forma de casa vieja, caminos transitados llenos de basura y un paisaje que amohína; por el otro, un pasado recreado, reescrito a través de los libros y que toma como punto de partida los años de la conquista para reivindicar una identidad perdida:

[…] Porque ahora adivinaba en los Estamentos de Poder, que sí tenían los conocimientos necesarios para realizar estudios exhaustivos que revalorizaran la memoria, el deseo de destruirla como medio de dominación: lo diverso, lo diferente, solo es respetable si se mantiene en los límites de lo folclórico, es decir, de lo anecdótico. La cultura de la dominación trae consigo la destrucción de lo genuino si no es posible banalizarlo o reconducirlo a través de sus propios modos. […] Sintió que algo se tronchaba en su interior cuando cayó en la cuenta de que era la lengua de los conquistadores la que le permitía pensar de aquel modo; al fin y al cabo, nuestro pensamiento toma forma a través de las palabras, y por un instante se sintió traidor a sí mismo: desconocía completamente la lengua de los aborígenes con los que se identificaba en aquel momento […]

Todo ello, para concluir con la llamada a una acción para rescatar la identidad.

[…] Todo imperfecto, inacabado; pero, de pronto, fue como si comprendiera: se trata de buscar camino allí donde no hay camino, pensó, de continuar la construcción de aquella casa, restaurarla si se está cayendo, de no renunciar al vuelo, al deseo. Todo avanza hacia su acabamiento. Lo imperfecto tiene siempre abierta la puerta hacia su conclusión, como las obras de aquellos artistas árabes a las que dejaban un pequeño defecto porque la perfección sólo correspondía al Altísimo. Y echó a andar, reconociéndose insignificante como paso previo para empezar a ser grande, con la profunda convicción de que nunca alcanzaría su meta. El horizonte siempre estará más allá, se dijo; el día que no lo crea así, habré muerto […]

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Relato 17 (159-162): El viento del sur

Este relato nos vincula con la aparcería y con el crecimiento del sureste grancanario, donde el viento es una marca identificativa y “condicionadora” del entorno:

[…] Hoy sí tenemos viento del sur. Pero, sea de donde sea, aquí siempre sopla fuerte. Por eso, hasta la planta del millo de aquí crece pegada al suelo como cualquier hierba. Usted va por ese norte y verá crecer cualquier cosa que parece que quiere alcanzarle a usted las barbas, pero aquí no. […] Lo más grande que crece por aquí son los balos, las aulagas y las tuneras indias […] Ellas eran delgadas como si quisieran escurrirle el cuerpo al viento y, sólo al poco tiempo de ellos llegar, empezaban a dar muestras de lo que llevaban dentro. Nueve meses después, las veías cargando con la pañoleta y con el chico del año anterior prendido del vuelto de la falda, como un chirato. Y nunca sabías si era el chiquillo el que se colgaba de la falda para no quedarse atrás mientras la madre lo remolcaba, si era el vendaval que se lo quería llevar y él se resistía agarrado al vestido de la madre o eran las dos cosas a la vez. Y así crecían pegados a la tierra, pequeños y renegridos, con los ojos siempre a medio abrir y aquellas pestañas grandísimas que fueron criando para defenderse de las embestidas de los granos de arena y tierra que arrastra el viento por aquí. Después, tan pronto se desprendían de la falda de la madre, andaban dando tumbos de un lado para otro como las aulagas secas arañando el suelo. Nacían con el aire metido en los huesos y en la cabeza […]

Rafaelito, el personaje del relato, asume el rol de notario para dar pinceladas de situaciones vividas en el periodo de auge de la Mancomunidad del sureste grancanario.

Desde el punto de vista cronológico, esta historia se sitúa en el estadio siguiente al que viene determinado por el universo narrativo ya señalado con anterioridad a propósito de “Tú no te acordarás”, “Juan Caballero” o “Domingo Cabrera”: de las tierras que se labran se llega a las que son cosechadas.

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Relato 18 (163-165): Gloria

Se vuelve a la imagen de un atasco circulatorio presente en “Isla intestina” para que la protagonista evoque dos movimientos bien distintos entre sí: el mayo del 68 y los distintos 20 de noviembre que homenajeaban el fallecimiento del dictador Franco. Todo ello, con la música de Edit Piaf y su “Non Je ne regrette rien” de fondo, como una reafirmación propia de que no hay nada de lo que arrepentirse… Al lector le corresponde dirimir los cauces de esta exculpación.

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Relato 19 (167-171): Sangre de mi sangre

En esta narración se vuelve de nuevo al pasado de los tomateros, como en “Viento del sur”, para hacer hincapié en el tema de los caciques que abusaban de las mujeres ante el silencio, la impotencia, etc., de sus maridos y la presencia en los senos familiares de muchos hijos ilegítimos que sembraban la marca del deshonor en la conciencia colectiva de los aparceros.

A través de un magistral monólogo, el protagonista cuenta a alguien, se presupone que una autoridad, cómo supo por su abuela, de quien creía que era su madre hasta poco antes de morir, cómo fue concebido y cómo, ante el menoscabo de su hermanastro, hijo del progenitor que no le reconoció, se vio impelido a hacer “algo” que asume como ilícito: «[…] Llévenme preso si quieren, pero ¡ya está bien de pisotearme la sangre!».

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Relato 20 (173-177): La mujer

Como en “La cámara”, estamos ante un relato muy bien elaborado en su desarrollo narrativo; una historia que logra crear en el lector una suerte de expectativas que, con el desenlace, consigue el acceso a la esperada catarsis que todo lector busca y que, como entenderás, no voy a exponer más allá de estos sencillos apuntes que ahora te ofrezco. Me permitiré, eso sí, a modo de avance cinematográfico, este envite:

[…] Después de que murió el marido, según le oí contar a mi padre, un cuñado suyo trató de forzarla cuando se ocupaba en podar una parra, y ella, de un tijeretazo, le seccionó el pene con tal perfección que los cirujanos no tuvieron ningún problema a la hora de reimplantárselo. Y, en el juicio, el hecho de poder reparar el daño sin mayores dificultades se consideró un atenuante que la libró de la cárcel. No sé por qué se me ocurre ahora todo esto. Si Juan Antonio se hubiera dado cuenta aquella noche de que la muchacha era la hija de esta mujer, no estaríamos aquí asfixiándonos vivos y posiblemente se me ocurrirían otras cosas. Él dice que la confundió con una de afuera porque hacía tiempo que no la veía, pero me da que eso no nos va a servir de nada […]

¡Hum! ¿Qué Juan Antonio? ¿El chulo de playa…?

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Relato 21 (179-180): La chica del yogur

La realidad mágica que he apuntado como elemento no infrecuente en la narrativa de Pérez Tejera se ve complementada por pasajes deudores del mejor realismo mágico. En “La chica del yogur”, este realismo llega a su cénit de una manera magistral.

En este abrumador por bello relato, que me hace recordar los articuentos de Juan José Millás, la protagonista, por mor de sus atenciones hacia la flora intestinal con el consumo masivo de yogures con bífidus bioactivos, se convierte en una primavera con piernas y olor a campo.

[…] Cuidaba tanto de su flora intestinal que, como dormía con la boca abierta, desde mediados de marzo hasta bien entrado el verano, la ventana de su alcoba era un constante ir y venir de mariposas, abejas, abejorros, libélulas rojas y azules, y algún que otro colibrí. A principios de agosto un tibio olor a heno invitaba a revolcarse con ella en cualquier parte […]

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Relato 22 (181-184): La piedrita blanca

Este relato es una evolución de “Cheo” en la medida que logra retomar Pérez Tejera su habilidad para elaborar cuentos infantiles. El comienzo ya es toda una declaración de adhesión a la cuentística tradicional: «En un lugar muy lejano del que no recuerdo el nombre […]».

“La piedrita blanca” es un texto muy didáctico en el que, con asequible y ágil prosa, la metáfora de la piedra se convierte en el elemento esencial para fijar los trazos de una narración cuya moraleja se halla en la generosidad (así, en general, sin que haya aureolas crematísticas de por medio) como pilar básico para una limpieza física y espiritual.

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Relato 23 (185-188): Vuelvo aquí

El último texto de nuestra obra es un relato profundamente poético que comienza con una arrasadora declaración de incertidumbre:

Estoy aquí… De pronto, la frase me ha sonado sin sentido y me parece que el único lugar posible soy yo. Porque no puede ser que ocupe un espacio mayor que este que soy. Y me asalta la pregunta: ¿quién soy? O mejor: ¿qué soy? […]

A partir de aquí, los pensamientos del narrador exponen su posición ante un mundo que, en sus fundamentos, es concebido desde una clave social («interpreto y me interpretan»). Dentro de esta visión de las circunstancias, quisiera destacar el extraordinario juego polisémico que realiza Pérez Tejera con las manos, que acarician, ayudan y agreden; y con los pies, que sirven para la llegada y también para la salida, y que logran fijar esa “distancia entre tú y yo”.

Aunque en una lectura superficial podríamos concluir que se trata de un mal de amores del que ha logrado liberarse el narrador, no podemos dejar de considerar que todo encierra una suerte de simbolismo que, sin duda, enriquece muchísimo la percepción del texto. Uno se aleja de lo que es para intentar ser otra persona sin dejar por ello, en el fondo, de ser lo que es.

Todo aquello que, insisto, en una primera lectura cabe ver como la exposición de los estertores de una historia de amor finiquitada, merece ser transpuesto a otro nivel para que podamos detectar que lo que es una despedida no es más que la consolidación de un cambio de identidad o de percepción de nuestra realidad. Estas mutaciones vitales son despedidas del pasado frente al presente.

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Y así concluí mi penúltima anotación sobre la obra antes de su presentación, con este «son despedidas del pasado frente al presente» seguido de otra intensa sacudida sísmica.