Las hadas no regalan besos – Un relato de Andrés Novoa

Esta historia no es un cuento de hadas cualquiera. No comienza en un bosque entre flores y primavera. No tiene nada de artificios ni de efectos especiales.
Érase una vez un edificio de protección oficial gris, bajo un cielo gris y con un profundo olor a refrito.

Ella tenía las manos amarillas, la piel transparente y las arrugas jugando al ajedrez con los moratones.

Aquel piso era su torreón. Allí se había marchitado desde que la arrancaran de la fresca tierra de su juventud. Cada vez que la casa se quedaba en silencio y se podía sentar sola, cerraba los ojos, apuraba la calada y recorría los senderos de la infancia con la esperanza de no tener que regresar.

Pero el silencio resultaba un oasis en su infierno. Algo que solo aparecía milagrosamente en aquella vida prometéica: Levantarse a las seis, llevar a los niños al colegio, ir al supermercado, limpiar la casa, preparar la comida, poner la mesa, recoger a los niños, acompañarlos al parque, regresar a casa, lavar la ropa, planchar, disponer la cena, escuchar insultos y reproches, hacer de tabla amatoria de un oso sudoroso y recibir los golpes del alcohol. Cada noche, cuando volvía el silencio, atesoraba breves momentos para temblar y llorar.

Sin embargo, la esperanza nunca abandona a las hadas, aunque no sepan que lo son. Así comienza otro cuento dentro del mismo. Un profesor de literatura la escucha hablar de sus hijos. Ella disimula bien. Lleva toda la vida practicando. Él le regala un libro porque sabe mucho de mentiras. Ella hace años que no lee y esa noche no llora. Tiembla, sí, pero menos. Usa un mechero y los fragmentos recompuestos de unas gafas oxidadas.

La mañana siguiente dibuja el itinerario de siempre. Así es la esperanza, que lo vuelve todo distinto. Al recoger a los niños, éstos le traen otro libro. Ella los hace cómplices y ellos sonríen al descubrir una luna en el rostro de su mamá.

Madame Bovary, La señora Dalloway, Momo, Lisístrata, Las mil y una noches, Alicia en el País de las Maravillas, Casa de Muñecas,Fuenteovejuna, Orgullo y prejuicio, El maravilloso mago de OZ son la pomada, el antibiótico al daño y a las cadenas.

Falta algo y ella aún no lo intuye. Le duelen los hijos y, como animal indomable se enfrenta al ogro, le cruje los bajos y le arranca los pelos, le pinta la cara con las uñas y lo baña con el aceite del refrito. Tiene ganas de alzar los brazos y comer perdices. ¡Qué pena que en el mundo real las hadas prefieren la invisibilidad! Ellas no entienden de leyes.

Prepara las maletas, mira a los ojos de sus hijos y sale del torreón con el corazón en plena zarzuela. En la estación busca destinos y no aparece el fin del mundo. En el marcador se deletrea París y vuelve a ser mujer.

París bien vale una misa. Saborea esas palabras mientras lleva de las manos a sus retoños. Pasea al lado del Sena con los ojos tan abiertos como el alma. Pintores, músicos, sombras de cipreses que se desnudan del traje amarillo del otoño. Entra en Notre-Dame y saborea un silencio distinto. Los niños juegan con los ríos de colores que caen de las vidrieras. Por instante suspira por permanecer allí eternamente.

Al atardecer sube a Eiffel y contempla como los sueños besan la realidad. Sucede cuando deseas poquito pero con fuerza. La oscuridad se desnuda y aparecen, como en un cuento, miles de luciérnagas pintando la Saint-Chapelle, los campos Eliseos, laDefense, el Louvre. Ella ha dejado a los niños en un motel del Barrio Latino, abre una botella de Bourdeaux a los pies de la torre y re-estrena la vida. Ahora recuerda su nombre, se llama Marta. En árabe significa mujer.

No deja de leer ni un día. Entiende que es la principal responsabilidad de un hada. La regla dice: no perder la imaginación.

Los principios son difíciles. El suyo ya lo había sido mucho más. Nada la frena. Trabaja en lo que sea, limpia, plancha, friega y llena sus manos de cicatrices, pero éstas no parecen las de una víctima, sino las de una guerrera. Vive con poco pero poco le sienta.

No posee un palacio; habita un ático pequeño y gris. Desde la ventana se ve París. No come perdices pero duerme con un cuento a sus hijos. No tiene príncipe azul, tampoco miedo a la noche. Y hoy, cuando comienzan las vacaciones de Navidad y la ciudad tiembla bajo la nieve le da por estrenar una sonrisa.

A su diestra el pequeño, a la siniestra el grande; a sus espaldas dos juegos de patines y enfrente el Sena helado. Ellos dibujan enormes círculos sobre el hielo y ella recuerda unas palabras que le calientan el estómago. Era el profesor de Lengua con ojos de gato. Se mostraba impresionado por el buen juicio de Pablo.

El día anterior, en clase, se había ofendido con un cuento de hadas francés. Ella, ruborizada, iba a disculparse cuando escuchó al maestro recitar las palabras de su hijo: No bastan los finales con perdices; hay que escucharlas, valorarlas, mimarlas, ignorar las arrugas y los centímetros de cintura. ¡Estar a la altura de sus sueños! ¿Quién te ha dicho eso?, le preguntó el maestro que ahora miraba a los ojos de su madre. El pequeño mintió a medias. Una que pateo el culo de un ogro -, sostuvo un memorable segundo de silencio y sentenció: ¡Las hadas no regalan besos!

las hadas no regalan besosIlustración: Sonia Pérez 

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#CanariasNarrativa, Andrés Novoa @NarrativaNovoa, Sonia Pérez (correo electrónico: soniaperezgonzalez3@gmail.com)