Attenya – Un relato de Isa Robayna

El grito de Attenya se oyó en todo el Macizo de Anaga hasta hacer estremecer al Roque de Chinobre. La cumbre quiso apiadarse de ella y lloró una llovizna que alivió el sudor que empapaba su cuerpo.

Ella sentía que moría con cada estertor producido en su agotado ser. Era incapaz de entender tanto dolor.

Estaba sola entre el verde follaje que le proporcionaba refugio seguro para lo desconocido, para lo que estaba por llegar.

El olor de la laurisilva le producía un extraño placer cada vez que su cuerpo le regalaba una tregua y le permitía inundar sus pulmones alimentando sus exhaustos ánimos mermados por tanto sufrimiento.

Algo iba mal. Cada vez estaba más segura de morir.

Las mayores del lugar ya le habían explicado en qué consistía el gestar una nueva vida. Le hablaron del proceso de la crianza y del cambio que tendría en su existencia. Pero Attenya se lamentaba al pensar que nada de esto se haría realidad, ya que su vástago moriría con ella.

Sentía perder el conocimiento con cada retuerzo de sus entrañas, pero aún se mantenía con vida.

Desesperada, su cuerpo le pidió buscar alguna raíz de la cual tirar para poder multiplicar sus esfuerzos y empujar. Sólo quería empujar.

Ahora lo entendía todo. Su rostro fatigado sonrió al darse cuenta de estar alumbrando a su hijo. No estaba muriendo… estaba pariendo.

En cada puja apagaba su grito enérgico con una carcajada propia de los dementes, pero no podía evitar desbordar su rostro y su garganta de la alegría de sentirse viva.

Unas retamas la ayudaron a ponerse de cuclillas. Ya tocaba la cabeza de la criatura. Con un pequeño gemido pudo sacar toda su cabeza de dentro de su propio vientre. Instintivamente, ladeo la cabeza del pequeño para que sus hombros pudieran salir libres al mundo que lo esperaba con ansias. En ese mismo momento sintió como su cuerpo se vaciaba de un golpe y un llanto agudo irrumpió en el nuevo mundo con sorpresa. Ya estaba aquí.

Lo tapó como pudo con una tela de cabra bien curtida que llevaba consigo y cuando pudo reunir un pequeño aliento de impulso, cortó el cordón umbilical que lo unía a ella con sus dientes.

Nunca imaginó que el dolor más intenso del cuerpo, el más cercano a la muerte, reconfortara tanto el alma.

El pequeño Attaxa buscó el pecho de Attenya y con toda la fuerza que le daba su recién estrenada mandíbula, se aferró a él hasta quedar dormido sobre el cálido cuerpo de su madre agotada y feliz.

Attenya peq

Ilustración: Leticia Zamora

 

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