Vida sin tregua (1ªparte) – Un relato de Sergiodoshaches

Samuel recobró la consciencia por enésima vez en lo que parecía ser una eternidad. Aún así, no quiso abrir sus hinchados ojos. Quería abandonarse a la placentera sensación de paz que experimentaba. Allí, sintiendo el calor del sol sobre su piel, el suave murmullo del mar, con sus olas de nevadas crestas y el silencio respetuoso, que era su compañero de viaje desde hacía incontables días. Sin duda, había vuelto a dormirse, con un sueño preñado de recuerdos, de caras hermosas, de besos entregados, de crueles despedidas… Y ahora, de vuelta en el mundo, lejos de su reino onírico, no quería hacer otra cosa que descansar. No quería moverse, ya que anhelaba volver a perderse en la bruma del pasado, en ese carrusel de sueños vívidos en el que nos refugiamos cuando la mente y el corazón están huérfanos de vivencias.

Y así siguió, disfrutando de la sensación ingrávida de estar a medio camino entre el sueño y la vigilia. Sin ser totalmente dueño de su cuerpo. Con su pensamiento extraviado. Escuchó a lo lejos el graznido enloquecido del contubernio jocoso de las gaviotas, pero no le prestó demasiada atención. Sus sentidos jugueteaban con él y embriagaban a su cerebro con un torrente de sensaciones encontradas.

María. Su mente le traía su recuerdo una y otra vez. La conoció una calurosa tarde de julio, en la ciudad de “las siete colinas”. Así llamaban los lugareños, y el resto del continente, a aquel enjambre de barrios dispuestos por algún ingeniero enloquecido. Samuel se hallaba en el mercado intentando malvender algunos de sus trabajos como carpintero, cajas y cestas para colocar el género. Lo primero que vio de ella fue su cuello, entre los travesaños del puesto donde se encontraba charlando con el tendero. Salió de allí como pudo, febril, hipnotizado. Seguía el olor que ella desprendía, a flores y a divinidad. Cuando por puro azar se giró y sus ojos se encontraron, le sonrió. Y desde ese instante, la revolución. Samuel ya no volvió a ser el mismo hombre porque desde ese estallido, se reconcilió con él mismo, con sus complejos y sus batallas internas, y con el mundo. Descubrió que, cuando ella le miraba, se sentía como cuando jugaba de niño en el río, y la miseria y la desesperación estaban allí, acechando, pero las aplacaba con ese cálido y resistente manto que nos da la infancia. Inmune al dolor y socio de la alegría.

Su sonrisa. En el regazo llevaba un puñado de libros. Cuando se acercaron, alcanzó a ver algunos clásicos. El Principito de Saint-Exupéry, en español, Los Miserables de Víctor Hugo, Cien años de soledad de García Márquez y Romeo y Julieta de Shakespeare, todos en francés. Un golpe de suerte, pensó mientras sonreía. Se sintió seguro porque, a pesar de decidirse a seguir humildemente el oficio de carpintero de su padre, leía con fruición cualquier libro que llegaba a sus manos. La culpa de ello la tuvo un viejo profesor de secundaria, Andrés, un asturiano bohemio y misterioso que le enseñó a apreciar las letras, herramientas básicas para volar y sentir. Y ese amor por los libros, les unió, por primera vez, en aquel atestado y desvencijado mercado, un día de julio, siete años atrás.

Compartieron todo desde aquel día. Hablaban de libros, de música, de comida, del mundo, de la soledad, del amor, de las noticias, de los pájaros, del mar… Soñaban con grandes hazañas. Ella quería ser escritora. Quería pasear por París y asistir a una función en el teatro Châtelet. Viajar por Normandía y Bretaña y explorar el monte Saint-Michel. Samuel reía ante la idea.

  • Un carpintero y una escritora. Triste final para una adorable y creativa soñadora, atada a un hombre que hace de las medidas y la falta de sorpresas, su trabajo – recordaba haberle dicho en cierta ocasión.
  • Admiro tu trabajo, Samuel. Pero si hablamos de amor, lo que amo de ti es la pasión con la que lo haces – sus ojos, como ascuas en la noche fría, no le miraban, le envolvían.
  • Ojalá pudiera ofrecerte algo más.
  • ¿No entiendes que ya te amo aquí, en medio de la miseria?. Y a continuación, Samuel revivió el momento en que después de decirle esas palabras, con la oscuridad del crepúsculo cerniéndose sobre sus cabezas, ella se acercó. Y allí, muy lejos de la opulencia, se fundieron en un abrazo tierno, húmedo y vibrante.

Así quería recordarla, hermosa y paciente, juguetona, dulce y serena. Quería atesorar el timbre arrullador de su voz, suave cuando le leía algún pasaje que le entusiasmaba, o hablándole vehemente o apasionada, con sus ascuas color avellana, o adormilada los domingos por la mañana, cuando no tenían que levantarse temprano para ir a trabajar y desayunaban juntos, en lo que era, sin duda, el mejor momento de la semana; o su mirada tímida y audaz a la vez, justo antes de hacer el amor; o los graciosos gestos que hacía con su nariz cuando estaba preocupada. Y su sonrisa.

 

Vida sin tregua parte 1

Ilustración: Víctor Jaubert

 

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