La hija de abril – Muchos años atrás – Texto de Isabel Medina

Capítulo segundo de la novela LA HIJA DE ABRIL publicada por la editorial Algaida en 2003 de Isabel Medina

Ya casi estaba la noche y ella, la niña, no lo había notado. Sigilosamente se acurrucaba allí, en el patio de tierra que aún respiraba el calor del día, la canícula de un verano adusto y sin concesiones. Y eso que una ligera brisa había dado una rotundidad nueva al atardecer que se había teñido de deshilachados rotos de sol rojo y anaranjado. Sin sospecharlo, la noche la sorprendió a ella, que se asombraba de la claridad nueva que le regalaban las estrellas. Nunca se había fijado, pero estaban allí como lejanos puntitos de luz tenue que alumbraban la tibieza del patio, los claroscuros de sus plantas y el vallado discreto de su muro. Levantó la cabeza y vio que desde la cabellera del cielo salían luces y flores de extraños dibujos: Caballos blancos y alados que sobrevolaban el techo de la noche nada más que por mostrar su grandeza, su nacimiento allí mismo donde creyó que era sólo noche oscura, miedo y terrores de la infancia.

Aquellas luces, lejanas y sonrientes parecían llamarla por su propio nombre y sonreírle a ella, bultito en la tierra del patio. Maribel no lo había pensado. No se había dado cuenta y seguía observando la infinitud que se abría como una cápsula y que la transportaba a siderales distancias donde ella ‑motita de polvo interestelar- era también parte de la inmensidad de lo inmenso, de lo que no se puede medir. Una emoción nueva y diferente, hermosa y aterradora pareció envolverla. Instintivamente sus pequeños dedos escribieron la tierra, apalabraron la tierra y sus raíces y conexiones con cielos y con soles. 1.953 caligrafió en el suelo aún caliente y se sintió «alguien».

“Maribel, ¿qué haces ahí?, ¿no ves que ya es de noche?” La voz de su madre la hizo volver de golpe a una realidad que nada tenía de grandiosa: Sólo esfuerzos, cotidianas tareas que le llovían siempre por ser la mayor, la más vieja de cuatro hijos, aunque esa mayoría de edad no hubiese sobrepasado el increíble listón de los diez años. Odió hasta lo indecible su primogenitura que la convertía en ama de casa y madre putativa de sus tres hermanos. Cuando supo leer y los cuentos le contaron que el hijo mayor era el más beneficiado en la herencia familiar sintió una rabia inmensa. Claro que eso solo pasaba en los cuentos donde no importaba que Cenicienta fuese una fregona, al final se casaba con un príncipe rico y guapo. Y con un castillo

(Seguramente no se habían fabricado aún las varitas mágicas capaces de transformar su humildísima vivienda)

Tamaño prodigio no debía estar al alcance de ningún hada.

Enormes habitaciones con hermosos cortinajes, salones y biblioteca. (Sobre todo una biblioteca) Para ella, leer en un rinconcito donde podía, donde robaba horas al sueño para soñar de verdad en lo que decían los libros. Las letras aquellas que iban de un lugar a otro del planeta como alfombras mágicas repartidas en los puntos cardinales de la vida. Al final, siempre ganaban los buenos. De nada servían los dragones, ni los espíritus malignos, ni las hadas envidiosas, ni las princesas estúpidas. Nada. Al final el triunfo de la justicia y la bondad. Y eran felices. Y ya no se sabía nada más porque de la felicidad se escribe poco.

Era un hermoso y antiguo caserón venido a menos. Los inquilinos

(Era un decir porque ninguno pagaba)

Se lo habían repartido según el orden de llegada. A la familia de Maribel le había tocado una habitación grande, rectangular que hacía de salón-dormitorio y una vieja y amplia cocina rescatada milagrosamente, improvisada y oscura, donde la única luz se colaba por la puerta, irremediablemente abierta. La entrada era un zaguán ancho con dos habitaciones a cada lado, adosados chalecitos, época de infamia y otras cosas que permitía vivir a dos familias y que en el entretiempo de sus distancias se podía jugar al tejo o esconderse detrás de la puerta. Como aquella vez que los Reyes Magos, que siempre iban primero a las casas de los niños ricos, le trajeron un pequeño muñeco de loza. Lo acunó con ternura. Retales de cariño mitigaban su frío. El frío de enero que, ya se sabe, es frío. El muñeco-niño-bebé en miniatura, se escapó de sus caricias y fue a dar al centro mismo de una rectangular loseta.   Rectangular y dura. Dura y asesina. Capaz de asesinar, ante el asombro de sus propios ojos. Contempló horrorizada un añico de cadáver que nada tenía que ver con las mejillas sonrosadas y las manos regordetas. Los fragmentos de su propio dolor se convirtieron en lágrimas. Borbotones calientes que aumentaban su caudal ante la risa de todos.

Aquella escultura de mujer. Tamaño de mujer y forma de mujer, que parecía guardar los secretos de la casa, la observaba desde sus cuencas blancas, vacías y blancas, de diosa de otra época, de otros mundos que ella no había vivido, ni imaginado siquiera. Superviviente del expolio sistematizado y de la rapiña colectiva. Aquella estatua de mujer-diosa alzaba gallardamente su cuerpo con el inocente impudor de la belleza. La habían colocado allí, al principio del corredor que daba a un patio interior de forma cuadrangular que se abría a otras habitaciones de la casa, en connivencia tal vez, con la fuente de cabeza de león por donde salía el agua. O debía salir en otros tiempos cuando el vendaval de la depauperación no había instalado aún su real culo en aquella mansión donde una diosa-mujer ofrecía ostentosamente su insólita hermosura. Aquella estatua de blancas redondeces fue amada por la niña que acariciaba su torso desnudo y los pliegues tridimensionales de su falda, ocultadora ella de arcanos insondables. Siguió amándola, incluso, hasta después de que sus senos apareciesen terriblemente mutilados de negro.

En la primera esquina del pasillo había otra habitación grande donde vivía Cristi, amiga de su hermana, de tirabuzones rubios que caían graciosamente sobre la teta de su madre. Mamaba con la ferocidad de sus seis años. Iba de la soga a la teta con una naturalidad envidiable. Le asombraba que pudiendo comer cualquier cosa, se aferrara a su original termo-biberón. Ni le importaba la risa de los otros niños que jamás hubiesen soñado semejante mesa y mantel.

Al lado, en una habitación grande, como casi todas las de aquel palacio-caserón que le parecía a ella, estaba la que había sido consulta de un médico que vivió allí y del que se decía que era el padre de aquel niño tontito que andaba todo el día calle abajo y calle arriba y que era extraño porque los médicos no deben tener hijos tontos. Pero la gente lo decía y como nunca vio ninguna foto o cuadro que le indicara su fisonomía, jamás pudo sopesar qué había de cierto en las habladurías aquellas.

Había libros. Sólo libros.

Y aquel extraño dedo. Un solitario dedo, solo, que no sirve para nada, y que estaba en una probeta bañado en un líquido de olor fuerte y tonos macilentos que estuvo a punto de acercar a los labios. La escalera que llevaba a la planta superior era ancha, de madera y cubierta por una vieja y desgastada alfombra. Rojo oscuro de tonos. Deshilachados trozos que conservaban vestigios de su primitiva belleza, de su antiguo esplendor. Y el cuadro. Inmenso en el rellano, abriéndose al aire de otra época de cuando las mujeres usaban miriñaques y los caballeros eran almidonados cuellos que acompañaban pálidas sombrillas. Lejano fru fru de chistera y patilla. Elegantes vestidos que nunca tuvieron que fregar loza en la casi oscuridad de una cocina, luz de gas, de velas o infiernillos. Para ellos la calle ancha y luminosa por donde se acercaba el tranvía. Empedrado perfecto bajo el sol tibio que se había instalado en el rellano para dejarle paso.

Cada vez que ese cuadro ‑fascinación antigua ‑ la llevaba hasta las habitaciones de arriba, Maribel sentía un vuelco en el estómago que la volvía rápidamente a la realidad de las habitaciones altas, orilla de una ventana, alféizar para cotillas o visillos de la calle. Allí estaba ella, la dueña: Doña Amalia. Un patético despojo, una humanidad desprovista de casi todo. Tan sólo la vieja criada, vieja y chillona, que no atendía a las súplicas de su cuerpo llagado.

(Carmen la Araña ‑miau, miau, miau… le gritaban los chicos y ella, a pedrada limpia, pretendía limpiar su limpio nombre)

Los gritos y lamentos de la señora hacían estremecer a toda la grey infantil de aquella heterogénea comunidad a la que no parecía importarle mucho porque para eso estaba la criada, que era su obligación y no se enteraba. De puntillas, aterrorizada por aquellos desgarros de llaga y grito, se acercaba hasta el salón, tal vez lo único medio salvado del vendaval aquel. Aún estaba allí el cuadro de pintura al óleo que representaba a una joven bellísima. Decían que era ella, doña Amalia, la dueña, la misma anciana que se debatía entre sus gritos y los de la criada que hacía de su dolor un esperpento. ¿Cómo podía ser la misma persona? La del cuadro, mayestática, debía escuchar el piano mientras unas manos blancas y dulces rizarían los tirabuzones que caían sobre sus pálidos hombros en aquel desnudo que dejaba el escote.

Dicen que es ella…Qué extraño.

La joven del cuadro, seguro, deslizaba sus dedos, largos y finos, sobre las teclas del piano, arrancando increíbles melodías a aquel instrumento que Maribel no se atrevía ni siquiera a tocar. Un piano era una cosa muy seria. Sagrada casi. Tal vez lo único importante de aquella casa ‑ de nadie y de todos ‑ donde la rapiña había hecho guarida permanente. Claro que se oían extrañas historias que hasta parecían justificar el triste final de aquella anciana

(Joven y bella en el cuadro…Qué raro)

Se hablaba de castigos divinos por no sé qué pecados cometidos en la persona de una criada suya que hacía ya años, muchos años, ella había dejado morir – decían ‑ en aquella azotea donde, se sabía de buena tinta, estaba un esqueleto humano. Maribel recordaba haber visto aquellos huesos una vez que subió sin permiso de su madre. Pero que no sabía. No podía asegurar, tal vez fuera el esqueleto de una cabra o de otro animal. Humano, lo que se dice humano, era muy difícil saberlo. Asustada, echó a correr escaleras abajo. Con trompicones y todo. Y con el recompuesto esqueleto de la antigua criada que se vengaría, seguro que se vengaría, de lo horriblemente mal que la vida la había tratado. No volvió a subir nunca más. Entre otras cosas, porque su madre no la dejaba. No quería que anduviese merodeando por las azoteas que son peligrosas y nunca se sabe

(Si ella supiera…)

La fantasía popular seguramente fantaseaba y quería justificar el deterioro y la presencia de la muerte en aquellos gritos y aquel olor penetrante que se colaba en la nariz cuando, sigilosamente, entraba en la habitación de la señora. Era el cuadro, los muebles, el piano. Sobre todo el piano, que tocaba la niña de abajo, lo que la atraía poderosamente. Lo demás, lo otro, debían ser habladurías, mentiras, inventos, fantasías de la gente que no podía entender que se pudiese llegar tan a poco cuando se había vivido tan con mucho. Una reina casi que era lo que parecía desde su cuadro al óleo que Maribel contemplaba con embeleso. Y su escalera con alfombra roja. Y su estatua griega de lejana diosa que ya no protegía a su dueña ni a nadie y que estaba allí, también mutilada, en espera de que la muerte definitiva llegara como un descanso benefactor y necesario para ambas.

También en las habitaciones de arriba vivía la bruja Bernardina. Era una bruja de verdad. Parecía salida de un cuento, de esos que ella leía y que llegaban a sus manos como si fueran mágicos. Ella, la bruja Bernardina era bruja en carne y hueso. Sobre todo en hueso porque carne, lo que se dice carne, tenía bien poca. Una vez, por los botones desabrochados de su vestido harapiento, Maribel pudo ver aquello seco y escurrido que debió ser una teta y que ya no era sino un pedazo de trapo oscuro y macilento.

La escalofriaba. Lo mismo que sus greñas que tal vez en algún tiempo fueron visitadas por un peine, pero que ahora caían desordenadamente sobre la frente y medio ocultaban la profundidad de sus ojos y el mascarón de proa de su nariz aguileña.

Pero la bruja Bernardina era popular en el barrio. Y más allá del barrio de donde venían mujeres ‑ sobre todo mujeres ‑ a que les echara las cartas, les adivinara el porvenir que debía ser siempre hermoso, transparente, dichoso y abundante. La bruja Bernardina tenía el don de expulsar momentáneamente aquella cotidianeidad gris y desagradable que se les clavaba entre pecho y espalda como una maldición. Maribel se agarraba fuertemente a la mano de su madre. El terror y la curiosidad libraban una enconada batalla en su ensortijada cabecita. Ver de cerca a una bruja debía ser extraordinario, aunque todo su cuerpo se estremeciera y su mano temblara como una hojarasca. Observarla en aquel cuarto que estaba exactamente sobre el que ellos compartían, o malpartían para ser exactos, y donde sólo se oían pasos.

Pasos de entrada y salida. De salida y entrada.

Silencio en medio. Y en medio, la bruja que apenas se movía, que recorría breve los pasos de la cocina a la habitación y de la habitación a la cocina y que la niña imaginaba. Imaginaba siempre porque una bruja es una bruja y, aunque de ella no se supo nunca que hubiese robado niños o asesinado princesas, el misterio parecía envolverla como una sábana fantasmal. Ella, en cambio, sólo hablaba de un porvenir luminoso y de mujeres rubias que robaban maridos y que había que estar atentas, muy atentas porque tienen poderes y los hombres quedan sin fuerzas, a merced de sus caprichos. Mientras que a ellas sólo les quedaba el llanto.

Pero su madre no debía preocuparse. Las cartas le avisaban de fabulosas herencias que, eso sí, tardarían en llegar, porque la abundancia es lenta, sobre todo si la miseria se agarra como una lapa a las legañas de la mañana y no deja ver el sol, que sigue estando, aunque no se note. El sol alumbra a los ricos. A los pobres, sólo deshilachados rayos que no calientan, que se vislumbran nada más. Como en aquella cocina, frente a la carbonera, en la que la titubeante luz del candil apenas daba para nada. Su madre, la vieja y ella formaban un extraño trío alrededor de la mesa, vieja también, claro, y de aquellas cartas que la anciana parecía querer penetrar con sus ojos de águila, entresijando una esperanza, aunque fuese remota, lejana o de ficción. Maribel observaba devorándose el miedo y aguantando el temblor de sus manitas. Lo que ella no podía imaginar era que, en un alarde de buena vecindad, la bruja Bernardina sacara de un antiguo cofre una increíble lata de peras en almíbar y le ofreciera una como un delicado obsequio. Maribel, horrorizada, no se atrevió a moverse, a afirmar o a negar nada. El terror la había clavado a la madera del banco como una tabla más. Ahora sí que era cierto. Que era de verdad una bruja. La mataría. Seguro que la mataría con aquella pera que estaba más envenenada que la manzana de Blancanieves. No hacía falta madrastra, claro, si había brujas, brujas auténticas, como ella, la Bernardina, que le extendía un plato con aquel regalo envenenado que la mandaría directamente al otro mundo. Le hubiera gustado correr, lanzarse escaleras abajo y en jamás de los jamases volver a poner los pies en aquel antro, en aquella habitación donde oía pasos.

Pasos de entrada y salida. De salida y de entrada.

Pasos leves de la bruja que ahora: «Come, niña», le ofrecía la pera envenenada. Dios, moriría como Blancanieves, pero a ella no la rescataría después ningún príncipe porque príncipes ya no había y ella quedaría muerta, bien muerta. Enterrada y muerta, por culpa de aquella pera que se le hacía arcadas en el estómago, pero que debía comer, comerla toda porque no se puede contrariar a una bruja. La muerte podía ser peor, mucho peor todavía.

Cuando se cerró la puerta corrió como una loca. Bajó de tres en tres las escaleras y se dispuso a morir.

“Mira que es atenta doña Bernardina – dijo su madre – Hasta sacó unas peras exquisitas; y eso que tu hermana no quería subir”.

Cuando comprobó que no había muerto respiró aliviada, pero jamás volvería a probar las peras en almíbar.

 

La hija de abril _ interior

 Ilustración: Sonja án Klukku

 

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