La bruja digital – Un relato de Andrés Novoa

En plena aldea global y con la humanidad enganchada a Internet, sufría melancólica una bruja que sólo hablaba francés. Era como tiene que ser una bruja; fea; olorosa; odiosa y con unos callos de aquí a Tolosa.

Llevaba en el mundo desde que Torquemada la tenía enfilada. Huidiza y pegadiza había viajado de escoba en escoba, de aquelarre en aquelarre sin encontrar, ni por carambola, un solo demonio decente. Le importaba un pimiento el dinero o que anillo del infierno habitase el ente amado, le bastaba con pasar las tardes abrazada a un fauno o conocer a un diablillo que supiera recitarle turgentes conjuros.

Y mientras el narrador se pierde en detalles, por el bosque encantado avanzaba una procesión digna de un relato de terror: un concejal de urbanismo, un senderista y un técnico de televisión. Especulando sobre las posibilidades de aquel paraje peculiar, salivaron cuales canes de Paulov ante las perspectivas hipotecarias hasta descubrir, frente a un cenagal, una casa que daba grima mirar.

La hechicera solitaria odia, particularmente, ser molestada mientras disfruta de una pelea de barro entre hadas secuestradas. Ante la incómoda interrupción transforma al concejal en un mueble muy funcional, al senderista lo convierte en oficinista y lo pone a ordenar pociones por grados de maldad. Pero el último personaje, con su espíritu de banda ancha, deja a la Bruja fascinada cuando le instala sobre la olla exprés una pantalla plana con TDT.

Aquí la historia cambia tanto, que podría ser otra. Ella queda panoptizada, totalmente entregada al pulular catódico de programas de tele-compra, tele-novelas y hasta se encuentra a sí misma ¡tan favorecida! cómo bruja avería.

Catódicamente hechizada descubre una puerta a la ilusión. En la realidad televisada, un programa de parejas despierta la esperanza de hallar el amor a la carta. Apunta la dirección, conjura con emoción y se planta en medio del plató ante el estupefacto del público y los aplausos del productor.

Ella mira desconsolada a los broncíneos candidatos y ellos al verla salen corriendo horrorizados, todos menos uno que queda petrificado, pues a parte de bruja campera es buena pistolera. Ella, furiosa, al escuchar como el público la toma a sorna, lanza cuatro malas palabras y los convierte en rana. El cámara percibe que el pantalón ha mojado y ella, mirando a la cámara, se siente tan desdichada que maldice a la gran masa: Por el diablo y sus siete hermanas que todos dejarán de ver la tele de aquí, hasta que se me curen las almorranas. Y de un plumazo el apagón digital se torno en universal.

Al mundo arribó un caos no imaginado por cristianos, árabes y mayas. Los padres desesperados observaban a sus hijos aterrados, algunos saltaron por la ventana y otros sencillamente se lanzaron contra la pantalla. Miles de niños aburridos gritaban enloquecidos, pintaban las paredes, saltaban sobre las camas, lloraban y reían como hienas enardecidas.

Padres sin dormir son trabajadores sin producir. Y si tiramos de la manta esperancera nos quedamos sin soldados para la guerra, ¡claro! ¿quién se iba a enterar?, ¿quién les iba a dar publicidad? En pocos días el mundo parecía al de los primeros años. Gente callejeando, sucia y mal encarada, rumiando y maldiciendo, buscando sustento en manada, marcando el territorio y en general, sobreviviendo.

Entonces surgieron los soñadores, esos que si no encuentran la sonrisa, la inventan. Ellos, pronto descubrieron oasis donde fundaron pequeñas comunidades: viejas bibliotecas que muchos confundían con discotecas. Allí, entre libros y bocadillos, pasaban el tiempo estos listillos.

Resultó de la más inquietante observar el instante preciso en el que se aproximaron los rabiosos niños y como por arte de trileros, mansos quedaron tras el primer cuento y felices tras unos cuantos versos.

Se corrió la voz, cosa de fábulas, volviendo esta historia tuturú corneta. Día a día la gente se serenaba, conversaban, cantaban y hasta bailaban. Volvieron al trabajo menos preocupados y algunos llegaron a reconciliarse con sus vástagos. Incluso juraban que sin la televisión el mundo mejoraba.

Pero sin malos este relato sería un cuento de Bucay. Hombres poderosos ajenos a humanas perturbaciones, desde palacios siderales observaban como sus grandes bacanales bancarias se desinflaban como la silicona adulterada. Urdieron una treta tan sencilla como directa. Le buscaron a la bruja frustrada un amor de esencia plastificada. Sin duda el más caro modelo de hombre hinchable globalizado con wi-fi, blue-tooth y accesorios supletorios de todos los tamaños.

Nuestra protagonista harta de hadas embarradas, mirando de soslayo a través de la ventana, a un centímetro del siguiente bostezo, descubrió al hombre perfecto en el corazón de aquel cenagal, sin un trapo mal puesto, silencioso como el respeto y contemplándola embelesado. Sin dar tiempo al escritor a detallar lo que aconteció, entre saliva y demás fluidos, dio atrás con el sortilegio y nos dejó como estábamos.

Desde que se encendió la primera pantalla todo volvió a la normalidad en un plis-plas y aquellas bibliotecas tan punteras se convirtieron, de nuevo, en templos de la ausencia. Los libros ni replicaron, ya estaban acostumbrados, pero los niños, que son siempre raros, creo que no lo olvidaron y, hoy en día, siguen protestando si no tienen antes del sueño un buen cuento.

Y a pesar de nuestra tragedia posmoderna, una bruja maltratada y con mala fama, es amada desde el respeto y escuchada con anhelo. Aunque algún crítico literario mal encarado, insinuó que su amor explotó cuando la hechicera, tras el viscoso acto de amor, su cigarro encendió.

 

La bruja digital_MarghitaIlustración: Marghita

 

Enlaces de interés:

#CanariasNarrativaAndrés Novoa (Facebook)Andrés Novoa (Twitter).