La mujer que intentó inundar el desierto – Un relato de Andrés Novoa

Rayul nació hace doscientas lunas, la noche que ahogó una mentira bajo la soledad abisal del océano. Quince años no suponen nada en la memoria de las dunas, pero sí en la de sus habitantes y, para el pequeño bereber, resultaban toda una vida.

El gallo de la mañana irrumpió en sus sueños cuando las cuatro mujeres que lo cuidaban llevaban horas reconstruyendo el mundo. Nahla; la abuela, preparaba glaciarmente el cuscús, consciente de que cada grano resultaba fundamental para regalar el sabor preciso a la lengua. Marjani; la mamá, bailaba su escoba creando una frontera contra el desierto. Ditzha; la tía, ahogaba las telas en tintes y las estrangulaba vengando pasados de daño. Y Abda; la prima, traía sobre su cabeza tinajas cargadas de preciada agua. Las penélopes de África cantaban, conversaban y callaban, tornando aquel trozo de exilio en un hogar.

Ellas compartían el oceánico secreto mientras Rayul crecía como una isla a la deriva. Estorbo para las cuatro mujeres, dedicaba sus ensoñaciones matutinas al té y a dibujar con la rama del argán palabras sobre la arena. En su imaginario florecían jardines; alhadikatu, se elevaban nevadas montañas; alyabalu, llovía; almasa. Entonces contemplaba como la calima borraba las palabras y marchaba con cuatro besos diferentes a la escuela.

En el trayecto pensaba en el seco ósculo de su abuela, deshidratado por una tristeza muda, el melancólico abrazo de los labios de su mamá, la rencorosa picadura de mosquito que le propinaba su desdentada tía y sobretodo, en los ojos cerrados de Abda cuando posaba su boquita y se le erizaba el vello de la piel.

La madrasa era una cárcel de adobe y miedo. El coro repetía el coram como un castigo heredado y Rayul dedicaba aquel miserable tiempo a rescatar belleza entre la aridez. Hermosas palabras escondidas en aquellas interminables letanías componían el refugio para su infancia.

El maestro ordenó a sus alumnos que dibujaran un árbol y un pájaro, los apresuró desde el impaciente transpirar de la ansiedad y golpeó la mesa dando por concluida la actividad, sin que Rayul hubiese decidido que ave pintar.

Procedió a revisar la tarea con mirada severa, recorriendo, en silencio, el aula hasta que descubrió la solitaria palmera de Rayul. -¿Dónde está el pájaro? preguntó y el alumno contestó: –Escapó asustado por el golpe que usted dio.

Con la oreja dolorida del manotazo, Rayul limpió la escuela mientras sus compañeros corrían tras una pelota inventada con trozos de tela anudada. Soñaba con abandonar aquel infierno; vivir lejos de allí, más allá del océano.

Atardeció y se encaminó hacia el pozo esperando la llegada de la caravana. Entre camellos y mercancías aparecía Bulú; el hakavati; el narrador. Con su barba tan larga como la memoria y su túnica amarillo desierto, jugaba con silencios que elegían las palabras que su voz pintaba.

Las historias sin final se sucedían ante la expectación del auditorio masculino. Iracundos guerreros, portando cimitarras mágicas, derrotaban a perversos genios para liberar a frágiles princesas de ébano cautivas en palacios de mármol. Pero Rayul no compartía el entusiasmo de sus compañeros.

De regreso al hogar paraba a conversar con los extranjeros que habían llegado para arreglar África y que, prontamente, habían descubierto como ellos mismos se rompían con el continente entero. No resulta fácil vivir en el nada, entre los nadies. Aquellas mujeres y hombres compartían nostalgias de sus frugales hogares que despertaban el anhelo nómada de Rayul.

Por la noche, tras la cena, las cuatro mujeres besaban la frente de su nieto, hijo, sobrino y primo mientras éste se hacía el dormido. Ellas guardaban sus secretos, él también.

Abría los ojos con cautela, se deslizaba de la cama como una sombra y subido al alfeizar de su ventana, caía gatunamente sobre la arena del patio interior. Escondido tras la celosía las espiaba durante su femenino ritual de intimidad.

La abuela preparaba minuciosamente el té de canela. Ditzha distribuía la henna y los pinceles, Marjani dibujaba un jazmín en el dorso de su mano y Abda pronunciaba desgastadas palabras: -Traigo los zapatos rotos de tanto caminar. Y el concilio replicaba: -Pues entierra tus pies en la arena del hogar. Todas, menos Nahla.

Las cuatro penélopes compartían el té, se tatuaban flores sobre la piel y narraban historias prohibidas por las leyes del hombre. Fábulas que poco tenían que ver con las que relataba Bulú en el pozo.

Cuentos que versaban sobre madres exponiendo su cuerpo entre una cimitarra y su hijo; historias de primogénitas que vendían su virginidad y regalaban su felicidad para alimentar a su familia; leyendas de mujeres capaces de atravesar el desierto sin beber para mostrar el camino a su pueblo. No esgrimían poderosas armas ni decapitaban a sus enemigos, todo lo contrario, los seducían con bellos cuentos, trabajaban duro, se sacrificaban pacientemente y lo hacían con poderosa humildad.

Su tía, su madre y su prima entrelazaban las historias como retales de un tapiz milenario que envolvía el silencio de su abuela, por cuyo rostro descendían dos ríos negros de lágrimas secas. La noche avanzaba y la luna buscaba los labios de arena cuando Nahla, una vez más, se levantaba y desaparecía por la puerta de atrás.

La extraña costumbre, el misterioso éxodo nocturno, despertó la curiosidad del espía tras la celosía. Rayul se deslizó entre las sombras y atravesó los pasillos de adobe rastreando las huellas de su abuela. La anciana, bajo las estrellas, se encaminó hacia el pozo y allí, llenó un cubo y lo vació sobre el desierto. Repitió la operación y el insaciable coloso de arena se lo bebió. Y así hasta que el gallo de la mañana anunció el nuevo día.

Nahla regresó arrastrando una profunda tristeza y Rayul, oculto tras una palmera, intentaba descifrar el hermético proceder de su abuela cuando sintió posarse, sobre su hombro, la mano de su madre. Marjani sabía lo que pensaba Ditzha y a pesar de ello, comprendió que su hijo tenía derecho a conocer la verdad.

–Hijo, hace quince años, por las sequías, las enfermedades y el hambre, tu abuelo, tu padre, tus tíos, tus hermanos y tus primos atravesaron el desierto amarillo y se enfrentaron al desierto azul, para no regresar jamás. Desde aquella noche tu abuela, antes del canto del gallo, intenta inundar el desierto para traer a nuestros seres queridos de vuelta.

Rayul se sintió un extranjero en su propia casa. El secreto revelado lo convertía al mismo tiempo en la esperanza, la amenaza, el deseo y el consuelo de las cuatro penélopes que habían renacido tras la tragedia.

No sabía cocinar, ni teñir las telas, tampoco deseaba cargar agua del pozo y aun menos barrer el desierto con una escoba de palmera. Su pasión por pintar palabras lo conducía más allá del desierto y del mar.

Reveló su deseo durante el desayuno ante el reproche de su madre y los tres silencios de su abuela, su tía y su prima. Se encerró en su habitación y contempló los trozos de revistas que decoraban las paredes de adobe; imágenes de ciudades europeas, universidades, jardines sin horizonte, bibliotecas infinitas…

Sin ganas de enfrentarse a la desesperación de Marjani o a la decepción de Abda, huyó por la ventana y se dirigió hacia el pozo con la intención de pactar con los otros hombres el viaje hacia el norte. Acordaron el precio y la fecha, bebieron té y profetizaron las bondades que habría de traerles el paraíso tras el océano.

Regresó a una cena seca de palabras. Cinco silencios conversaban entre los dientes y el cuscús. El primero soñaba, el segundo se deshacía, el tercero saboreaba, el cuarto lloraba y el quinto negaba. Las tempestades se barruntan en periodos de aparente calma y la tensa tranquilidad no es más que el preludio de la tormenta. Sin embargo, la bucólica concluyó sin una palabra derramada y las cuatro penélopes regresaron a su refugio sin advertir la ausencia de su Telémaco.

La abuela repitió su ritual del cubo derramado sobre el desierto, Abda disculpándose, se coló en la habitación de su primo y en un acto desesperado, lo amó. Las dos hermanas sin pasado ni futuro, desnudaron sus recuerdos. Ditzha quebró la tregua mostrando su ruinosa dentadura. Haberse descubierto estéril como el desierto la había convertido en un objeto vergonzoso para su marido. Insultos, golpes y violaciones convivieron con la felicidad de Marjani y su desbordada fecundidad. Hasta el día en que le arrancó el miembro entero y lo escupió pintando la arena con sangre. Los golpes que recibió a continuación anegaron su boca de dientes que naufragaban entre saliva carmesí. Su hermana, escuchándola, comprendió cómo el desierto, en su constante mutabilidad, advierte sobre lo efímero de la dicha y también del daño.

El gallo de la mañana entonó su particular réquiem y Rayul, abandonando el cuerpo aún tibio de Abda, robó los ahorros familiares y emigró hacia el Norte.

El amanecer mostró las cartas de una partida jugada hasta el final. Ditzha descubría el robo furiosa como una tormenta de arena ante la duna en la que se convertía su hermana. La abuela y Abda completaban la escena como pasado y futuro de un presente ya escrito.

En la zona marginal de esta historia, Rayul avanzaba esbozado, en una larga procesión de nómadas bajo el fuego, ignorando que sus ilusiones terminarían desangrándose entre concertinas, colgadas de una verja, en la frontera de los sueños. Su última palabra se pintaría grana sobre su piel tostada.

Pero la negra noticia nunca llegó al herido corazón del desierto. El hogar abandonado se reconstruía entre cuatro silencios que cocinaban, teñían, limpiaban y traían agua. Hasta que Abda cayó al suelo; mareada. Ditzha y Marjani la atendían cuando Nahla rompió su silencio: -Está embarazada.

Lo que define una tragedia o una comedia no proviene del punto de partida, ni siquiera del nudo, sino de las posibilidades que ofrece el desenlace. Aquella barriga que crecía como una duna, entre jazmines de arjeña, devolvía la voz a Nahla, la esperanza a Marjani, conciliaba a Ditzha con el doloroso pasado y restituía el amor entregado por Abda. La joven mamá mezclaba, en la piscina de adobe, el color amarillo del desierto y el azul del mar. La tela que extendía, ante la mirada de su familia, resultaba de un verde jardín, de un verde femenino, de un verde de irreductible esperanza.

Tras doscientas ocho lunas de duelo, en el lugar donde Nahla intentó inundar el desierto, nació una flor.

Penelopes

Ilustración: Sonja án Klukku

 

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