Madres abuelas Rosario Val

…La abuela había crecido en unos tiempos difíciles. Nunca fue universitaria, pero te encantaba oírla hablar de teatro, de música o geografía de una forma poco académica, con la frescura y la libertad de quien aprende por placer y con la vida misma. Te enriquecías con sus diálogos sutiles, su estética pintoresca y folklórica sobre cualquier tema. Tampoco accedió a lo que llaman el mundo del trabajo; qué ironía, pues su vida fue un continuo bregar sin traspasar las paredes de su casa. En aquel castillo estaba su mundo. Nunca se le oyó quejarse del puesto que la sociedad le había reservado, quizá no se veía en una oficina.

Si alguien le preguntaba cuáles eran sus ocupaciones, se limitaba a contestar que ella era una mujer de su casa. Mañana, tarde y noche, sin derecho a vacaciones ni a bajas temporales.

Muchas horas viví por suerte junto a la abuela y a menudo en mi memoria aparece su presencia envolvente. Te paralizaba su sentimiento de seguridad para dirigir los encuentros y desencuentros que se tejen en las relaciones humanas y su rostro me parecía aún más hermoso que el de otras abuelas: sus ojos inquietantes, la piel blanca, aterciopelada, pero tan diferente al de su juventud. Su paisaje había estado expuesto a la vida que le tocó vivir.

La pena de la vieja rosario valcarcel―Qué ganas tengo de darme un viaje.

Soñaba con visitar Escocia, sus lagos, riachuelos y verdes montañas. Pero aquella espléndida excursión siempre se aplazaba.

La crianza de sus hijos y la mirada hacia atrás la habían sumido en un mar de frustraciones y nostalgias. La llegada de los nietos la liaron en una repetición de su destino, pero lo tomó con una actitud más placentera y gratificante. No era muy dada a las efusiones, pero regalaba su existencia día a día.

Algunas tardes, mientras me acariciaba el pelo y me estrechaba contra sus pechos, se sentía fuera del mundo. Entonces me enseñaba su álbum de fotografías y postales anti-guas, porque necesitaba desempolvar su historia. En aquellas imágenes aparecían muchas mujeres realizando tareas domésticas, tanto en el frente de la guerra como en la reta-guardia. Y yo le preguntaba si su madre y la madre de su madre habían trabajado.

―Claro –me respondió. Pero sin sueldo; habían vivido tiempos aún más difíciles, cuando debían trabajar las tierras además de cuidar de sus hijos, de sus casas y de los familiares de más edad, a quienes debían atender en su propio hogar. Sólo el trabajo en los talleres de confección fue considerado una industria de guerra, y tuvo un poco de remuneración.

Cuando alguien se ponía enfermo, la abuela sacaba su temperamento decidido y establecía normas y cuidados, tuviese o no importancia la enfermedad. Separaba la loza y los cubiertos del enfermo, cambiaba la cama a diario, preparaba alimentos reconstituyentes: sopas de gallina y trozos de pan con tropezones de mantequilla para engordarnos, pues se preocupaba por la delgadez de esta familia. Además estaba al pie de la habitación hasta que el enfermo se recuperaba del todo. ¡Ah, y en mis camisillas me cosía unas bol-sitas de alcanfor para protegerme de los catarros!

A la hora de dormirme, me sentaba en el filo de la cama. Nunca se tumbaba junto a mí, sino que permanecía cerca, para recordarme mis oraciones. Su fuerte siempre fueron las relaciones sociales y en algún momento también las divinas. Repetíamos juntas algunas estrofas y espantábamos los miedos de la oscuridad, mientras con la mirada colocaba todo en su sitio.

Cuando el abuelo se jubiló, el porvenir le empezó a sonreír y por fin pudo ver algunas de las maravillas con las que había soña-do. Estuvo en los Campos Elíseos, la catedral de Notre Dame, los puentes del Sena. Nunca olvidó el barrio bohemio de pintores de Montmartre, ni los palacios de Sissi en las afueras de Viena. Sus viajes estaban hechos de momentos únicos.

Los hijos se habían marchado hacía ya muchos años, los nietos ya habían crecido y la abuela comenzó a sentirse sola. Sus fuerzas languidecían pero no deseaba renunciar a sus obligaciones, voluntariamente asumidas. La soledad empezó a ganar terreno, las sombras se derrumbaban.

―Ya no le soy útil a nadie. Y como no soy eterna…

En su cabeza debían barajarse frustraciones y añoranzas. Su corazón estaba cansado de luchar contra el desaliento y por eso quiso cruzar el horizonte, dejar atrás los cumpleaños, jugar otra vez en el mar y abrir de par en par la ventana para alcanzar las estrellas.

Foto de Rosario Valcárcel

Rosario Valcárcel

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