POR JUAN CRISÓSTOMO


Hasta no hace mucho tiempo, el pequeño y único transistor de la casa, dispuesto en la estancia o en el lugar principal de paso habitual, fue altavoz de canciones, de melodías, que impregnaron de sonidos la infancia y la adolescencia, y que se convirtieron en caricia deseada, en mirada cruzada o, quizás, en beso esperado. Estas sonoridades no sólo hacían zozobrar el corazón; con el tiempo, se transformaron en resonancia al sacar a relucir los recuerdos más gratos y fieles en los que aparece el tarareo melodioso de una madre, el aire fresco de nuestra ventana familiar abierta y el olor a hogar, ese que se queda para siempre en el barniz con el que se va recubriendo el alma: transparente hasta el punto de permitir verla y, al mismo tiempo, protector.

Las canciones cubanas, miradas desde los tonos agudos y agrietados de aquel viejo aparato, añadían aún más perspectiva a la memoria porque, además de recuerdo temporal, sumaban la distancia, la travesía sobre la que discurre el hilo que une Canarias y Cuba, creado con fibras individuales en viajes de ida y vuelta.

El pasado jueves, en el recital “Una mirada hacia la música cubana”, creado, desarrollado e interpretado por la soprano Judith Pezoa y el pianista Ricardo Francia, se unieron las dos orillas, y la música llegó directa y nítida, con la sintonización perfecta entre la voz y el piano, como si aquella vieja radio se hubiera abierto y mostrado la raíz y la esencia de aquellas hermosas canciones.

El programa fue hábilmente diseñado para escuchar exponentes de la canción cubana como Sánchez de Fuentes, Prats, Roig y el gran Lecuona.

Los primeros compases de “La Volanta”, de Eduardo Sánchez de Fuentes, demostraron que el transistor funcionaba, pero la sintonización correcta se obtuvo, tras interpretar “Íntima”, con la habanera “Tú”, del mismo autor, en la que, ya superados los instantes iniciales de acomodo al espacio y a la situación, la voz de Judith Pezoa alcanzó la temperatura cálida vocal de esta música, de estas lentas canciones que llegaron por el océano y se cantaron con entrega en bares y tabernas, y con las que cualquiera recuerda y percibe el olor a mar.

Cada autor tuvo su momento y cada canción, su tiempo. La habanera “Mírame así” supuso la transición hacia la música de Rodrigo Prats, con la que la soprano alcanzó la velocidad de crucero en una caliente interpretación de la “Romanza de Soledad” y, sobre todo, con la canción “Espero de ti”, en la que se entregó totalmente.  Mientras sonaba “Pobre corazón” se sintió nuevamente la emotiva voz de Judith Pezoa, llegando, arribando, a las entrañas.

Las sensaciones se multiplicaron con la aparición de las notas del magnífico Ernesto Lecuona. Porque Lecuona es mucho Lecuona, y como compositor de más de cuatrocientas canciones de una calidad excelsa, la selección de las menos habituales en el repertorio de la velada permitió descubrir joyas como las interpretadas. “Mi vida eres tú” fue uno de los momentos más emotivos de la noche dada la puesta en escena vocal y corporal de la cantante, y la magnífica ejecución del acompañamiento por parte de Ricardo Francia, en instantes convertido en pianista solista, tomando la responsabilidad de llevar la canción a un nivel de maestría presupuesto y, en ese momento, confirmado. El cambio de estilo llegó con el “Canto Indio”, de la zarzuela La Flor del Sitio, una música con claras influencias afrocubanas y armonías que evocaban el mestizaje de la isla antillana.

Tras un pequeño receso de unos minutos, la segunda parte comenzó con Lecuona nuevamente. Después de la interpretación de “Canción del amor triste”, llegó otro de los instantes supremos con el “Vals de las sombras”. Sólo pocos privilegiados como Lecuona son capaces de inventarse el más bello título posible para una canción que contrapone la dulzura de un vals con la oscuridad de las sombras. Pero no sólo fue título: evidenció una excelente creación del autor y supuso una magnífica interpretación del dúo Pezoa-Francia, dando al tema la tensión necesaria para transmitir el origen amargo de la pieza y justificar, en parte, el porqué de la elección de esta bella música y de este programa. Lecuona fue uno de los más grandes compositores de canciones de amor, desamor, nostalgia, alegría…, siempre desde sus capaces dedos sobre el marfil de un piano, siempre adaptado y arreglado en múltiples opciones sonoras como jazz, canción o sinfónico, siempre con su magnífico y sentido sello.

Tras “Madrigal” y “El Ruiseñor” de Lecuona, el último compositor de la noche fue Gonzalo Roig. De dos de las zarzuelas del autor, El Clarín y Cecilia Valdés, Judith Pezoa y Ricardo Francia interpretaron sendas romanzas, “Romanza de Azucena” y “Romanza de Cecilia”, que pusieron el broche a la velada, arrancando aplausos sentidos del público asistente, que casi ocupó la mitad del aforo del Paraninfo.

A lo largo de todo el concierto, Judith Pezoa hizo gala de una excelente capacidad sonora y flexibilidad vocal dadas sus condiciones de soprano ligera y, si bien los registros graves no mostraban su verdadera capacidad, casi al límite inferior de su registro, los medios y agudos catapultaron el sonido y la dicción de su voz de manera adecuada al estilo buscado con el repertorio. El pianista acompañante, Ricardo Francia, mostró las características de un repertorista con gran sutilidad en sus dedos y que supo mantenerse en el segundo plano deseado, con intervenciones de calidad en los momentos solistas y con la adecuada maestría para seguir la interpretación de la soprano solista, en los rubatos que estas canciones imponen, porque es precisamente esta figura arrítmica la que imprime a esta música su belleza, a gusto del cantante ya beneficio del oyente.

Los progresivos recitales previstos y programados en diferentes escenarios de este recital Una mirada hacia la música cubana perfeccionarán aún más el resultado con la evolución en el conocimiento de las letras de las canciones por parte de la cantante, quizás algo pendiente de su atril en este estreno. Pero no sólo los ojos de la soprano se fijaron a lo largo de las primeras canciones en sus partituras, su vista recorría irremediablemente el pasillo superior de entrada al Paraninfo porque el goteo de público tardío fue constante durante gran parte de la primera mitad del espectáculo, produciendo la distracción de la soprano y el sonrojo de un servidor. Ahora que está tan de moda política la utilización de las delgadas líneas rojas que se pasan y no se deben traspasar, la diferencia entre un espectáculo y un concierto se basa en los pequeños detalles como los que se comentan: mantener las puertas abiertas para que se produzca el libre tránsito de los espectadores impuntuales o, incluso, la colocación de los programas de mano en los brazos de algunas butacas para su retirada por parte del público son sólo muestra de que estos gestos separan el “estuvo bien” del “maravilloso”, y cuesta mucho subir un metro, pero muy poco caer cien.

Pero no sería justo si no reconociera que la propuesta de los artistas y su previa y necesaria inmersión en los archivos de la música cubana para voz y piano, trajo al Paraninfo un producto de calidad, de emociones. El bagaje individual de los recuerdos producidos por estas canciones fueron el baúl en el que viajaron de vuelta a casa las sensaciones, y la música que nos hicieron llegar Judith Pezoa y Ricardo Francia, la llave que lo abrió e hizo nuevamente visible el interior.

Una mirada hacia la música cubana