Aunque pueda parecer un contrasentido que un servidor, firmísimo defensor de “lo público” en cualquiera  de sus facetas, se pronuncie como lo voy a hacer; aunque pueda resultar raro que un declarado enemigo de las fiestas de “fin de curso”, como quien les escribe, se exprese como tengo intenciones de hacerlo; aunque puedan llegar a trazarse algunos vínculos de afecto con ciertos participantes en el evento que ahora me ocupa, tanto en un lado como en el otro del escenario; aunque uno ha defendido lo que ha defendido y sus hijos textuales testigos son de las posiciones adoptadas; en suma, aunque haya tanto que tanto pueda llamar la atención de quienes me conocen, esa suerte de justicia intelectual que uno persigue y que tan bien casa con términos como “coherencia” y “rigor” me lleva a movilizarme para defender, promover, difundir y alabar una y otra vez el extraordinario trabajo que está llevando a cabo la Escuela de Música de Telde, conocida bajo el acrónimo de EsMuT.

El último testimonio que puedo aportar a favor de mi postura, uno más que cabe añadir a los no pocos con los que podría contribuir al asunto, es de hace unos días; concretamente, del pasado martes 30 de junio, en la ermita de San Pedro Mártir del barrio de San Juan, en Telde, tras asistir al espectáculo que la referida escuela realizó bajo la denominación de “Concierto Moderno Fin de Curso”. En este acto se hallan las últimas pruebas conseguidas -frutos dorados- que justifican mi movilización.

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De entrada, reconozco que la expresión “Fin de curso” no me agradó demasiado. ¿Qué quieren que les diga? Mis muchos años en la enseñanza me han deformado la expresión hasta el punto de ver en ella un acto social vinculado a la educación que, por lo general, suele ser soporífero, largo como un día sin pan y carente de la más mínima emotividad. No quiero decir con esto que todos los eventos similares merezcan ser calificados como lo he hecho, sino que, de antemano, siempre pienso que así será el que voy a presenciar. Como mi estancia en el mundo educativo (como alumno y docente) es extensa y en muy contadas ocasiones (muy, muy contadas) he salido contento de estos actos, es normal que pensase a priori que podía encontrarme en el “Concierto Moderno Fin de Curso” de EsMuT con nuevas pruebas que confirmasen mi habitual impresión a pesar de tener conmigo sólidos argumentos que sostienen el buen quehacer de la señalada escuela.

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Mas he aquí cómo se vino abajo mi castillo deformado y he aquí, en consecuencia, el porqué me veo obligado a utilizar el vocablo “espectáculo”, pues eso fue lo que vi en el hermoso recinto laico de santo nombre que el ayuntamiento, con excelente criterio, cedió a la referida escuela, simbolizando de esta manera (así me gustó verlo) la cesión eventual a una parte del pueblo de algo que es del pueblo. Nuevos aires, sin duda, se respiran en la ciudad; nuevos aires vivificadores… Los echaba de menos. Celebro que buena parte de las punzadas lanzadas en El príncipe debe reinar (Mercurio Editorial, 2013) den la impresión de que pueden ir formando parte del pasado dentro de un plazo relativamente corto. Bien; eso es bueno…

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Sigo, que si no me pierdo. Hablaba de espectáculo porque aquello no fue un “fin de curso” al uso, de esos que me temía, sino una exhibición de buena música, buena puesta en escena y un muy buen sentido de lo que es la música como medicina para la felicidad. Por un lado, un público entregado, mas no porque en el escenario estuviesen los suyos (que también, para qué negarlo), sino porque lo que se ofrecía tenía muchos quilates de calidad; por el otro, una simbiosis perfecta entre alumnado y profesorado, con una clara conciencia de lo que representa la música cuando, en la búsqueda de la emoción, se aleja de ese virtuosismo que busca más impresionar por la técnica que por el talento como hijo de la “creatividad” y padre del “arte”.

El profesorado de la EsMuT está compuesto, en su mayoría, por músicos acostumbrados a tocar para un público. Saben lo que quiere un espectador y saben dónde pulsar para que el sonido llegue al corazón, y eso es lo que han logrado transmitir a sus eminentes discípulos. Y lo han hecho a partir de un repertorio de clásicos del siglo XX y XXI que nada tienen que ver con la música sinfónica, lo que no quita para que reciban el reconocimiento de clásicos (¿Acaso no lo son Los Beatles? ¿Acaso no lo son “What a Wonderful World” o “El sonido del silencio”?).

La selección de temas fue excelente por dos razones: la primera, por lo que trajo consigo en el escenario (un espectáculo de primera -dígalo, si no, la impresionante versión de “TCE Charmaleón” o lo que fue, en general, la segunda parte del concierto, a cargo del Grupo Esmut, con un bis, al final-final, de Félix López y Andrés Betancort que arrastró consigo a todo el público-); la segunda, por lo que representa como principio educativo de la EsMuT. Lo que yo vi o interpreté de lo visto es una versión actualizada de lo que debe ser el aprendizaje de la música en los niveles que afronta la referida escuela, un estatus que se relaciona con un término tan pedagógico como el “aprendizaje significativo”: relacionar la música que oye y conoce el discente con los nuevos conceptos técnicos que recibe de sus profesores. Hay más adhesión hacia una canción de Adele, Amy Winehouse o Taylor Swift (cito a estas artistas porque tuvieron su hueco en el concierto) que hacia otros músicos, quizás más laureados, pero más lejanos del universo musical del alumnado.

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Yo, que siempre he oído menos que un gato de escayola, he tenido y tengo entre mis aficiones la música; y aunque soy incapaz de tocar un instrumento como no sea para limpiarlo y guardarlo en su funda, me precio de atesorar ciertos criterios (labrados tras muchos años de escucha) que me permiten no derrapar mucho a la hora de analizar y valorar una pieza musical. En uno de esos primeros años de aprendizaje autónomo de lo que era la música -hablo del lejano BUP-, tuve una profesora que se empeñó en que me gustase la música clásica (que ahora disfruto como un enano) y que se mostraba muy poco proclive a otros géneros. Recuerdo que un día puso un fragmento de la “Pequeña serenata nocturna” de Mozart y yo salté de mi asiento con un sonoro: “Eso es de Europe (el grupo que se hizo famoso con el tema “The final countdown”). Eso lo toca Mic Michaeli (el nombre del teclista del grupo)”. Efectivamente, yo había oído un concierto de este grupo, celebrado en Los Ángeles, en febrero 1987, y la pieza en cuestión fue tocada por el mentado Mic. ¿Qué sabía yo entonces que eso era del genial Mozart?

Lo que yo oía en aquella época era rock duro, muy duro, metálico, pesado y diamantino, y todo mi universo musical se construía sobre lo que representaba el “heavy”. La docente en cuestión perdió una maravillosa oportunidad para abordar los profundos lazos de unión que existen entre el “heavy metal” y la música clásica. Como en tantas cosas de la vida, tuve que acceder a este conocimiento atravesando caminos, veredas y sendas complejas cuando hubiese sido más instructivo trazar una línea recta entre dos puntos. Ahora lo miro con cierta perspectiva y sonrío, pues creo que yo salí ganando de alguna manera: yo logré abrirme a la música clásica, pero creo que ella nunca entró en el “heavy”, perdiéndose así a muchos clásicos de la música no-sinfónica del siglo XX (Iron Maiden, Metallica o, por supuestísimo, los grandísimos Slayer, entre otros).  Y lo mismo cabría decir de otro gran “error” (nefando según muchos maestros fundamentalistas de la época) que cometió mi generación en EGB: creer que el “Himno de la alegría” era de Miguel Ríos porque nada sabíamos de Beethoven. ¿Éramos idiotas por desconocer estas asociaciones? No, simplemente desconocíamos que existían. Nadie se preocupó por valorar la emoción que nos producía la música, nadie se molestó por cogernos de la mano y decirnos quién era quién y por qué merecían ser valorados. Nadie…

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Si la enseñanza musical busca crear aficionados a la música, debe ahondar en aquellas minas donde el alumnado extrae su gusto por este arte; y lo mismo ocurre con la literatura o con las artes plásticas: lo primero, el amor; luego, la técnica… Por eso me gustó mucho el repertorio que EsMuT ofreció en el referido espectáculo del 30 de junio: porque percibí que primero habían trabajado el amor por la música y, luego, la técnica, y ambos tesoros (amor y técnica) estuvieron muy presentes en el feliz acontecimiento.

Y yo, que busco la justicia intelectual, la coherencia y el rigor científico, debo reconocer que, sin dejar de defender “lo público” en el más amplio sentido de la palabra y sin dejar de postularme a favor de cuanto he defendido y sigo defendiendo, el trabajo realizado por esta escuela privada de música es encomiable y digno de recibir nuestras más cálidas y agradecidas felicitaciones. Si el resultado de un año duro de aprendizaje, de horas de sacrificio, de esfuerzo, tesón, voluntad… se traduce en lo que vi en el laico recinto de santo nombre, benditas sean todas las inversiones realizadas, pues han elevado el nivel de la enseñanza de música a cotas difíciles de igualar por su calidad.

Enhorabuena al alumnado, al profesorado y al público. Cada colectivo, cumpliendo con su rol, alcanzó el propósito no previsto explícitamente de hacer del evento reseñado un instante vital que mereció la pena ser vivido y disfrutado al máximo.

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Tres grandes: Antonio Rodríguez, Andrés Betancort y Félix López