Este artículo de opinión de Daniel Verdú fue publicado en El País hace cinco años y sigue vigente. Lo traemos ahora aquí porque guarda relación directa con nuestro Festival de Música de Canarias ya que plantea las mismas preguntas y las mismas respuestas

 

Una orquesta es una ruina económica. O en todo caso, la definición exacta de déficit estructural. Hasta la fecha, muy pocas formaciones sinfónicas en el mundo han conseguido equilibrar sus cuentas y funcionar sin una ingente cantidad de dinero público. Desde comienzos de siglo XX (The New York Times lo denunció en 1903), solo ha empeorado. También en EE UU, donde la mayor parte de su financiación procede de donaciones privadas. Minneapolis, Saint Paul Chamber Orchestra, Indiana Orchestra, Atlanta Symphony, Filadelfia, Chicago… todas sumidas en huelgas o temporadas canceladas. En Europa, las que aguantan bien, como la Filarmónica de Berlín, se nutren de enormes aportaciones públicas y de la explotación de su prestigio y calidad a través de giras y conciertos en Internet. Son excepciones. Las orquestas no escapan al cambio de paradigma y, por primera vez, sus gestores son conscientes del advenimiento de un vuelco límite en el ciclo. Esa es la apocalíptica sinfonía que recorre el mundo.

Sin dinero público, con recortes en España de hasta el 50%, no queda más que la rentabilidad. O algo menos prosaico: la independencia. Los retos consisten en explotar las bondades de la difusión por Internet, acercar las formaciones a las ciudades, generar ingresos con la grabación de discos y giras, la publicidad, participar en la educación de una verdadera afición que llene las salas, abrir las orquestas al talento extranjero o modular inteligentemente el precio de las entradas. Sobrevivirán las que apliquen el mayor número de recetas. Algunos ejemplos: Los Ángeles o San Francisco.

Mientras en otros sectores la revolución tecnológica ha propiciado el aumento de la productividad y su adaptación salarial, en las orquestas no ha hecho más que agudizar el déficit y evidenciar su anacrónico funcionamiento (demasiadas veces funcionarial). El volumen productivo es exactamente el mismo que hace 100 años, pero los músicos (con buena lógica social) han incrementado sus sueldos. ¿Qué ha sucedido? En los últimos 30 años, por ejemplo, el precio de las entradas se ha disparado muy por encima del IPC para hacer frente a los gastos artísticos, a esos salarios.

Según Robert Flanagan, catedrático de Economía de la Universidad de Stanford y autor del libro La azarosa vida de las orquestas. Triunfos artísticos y retos económicos, ese equilibrio entre gastos e ingresos se ha volatilizado y el resultado es la bancarrota de muchas formaciones. El lunes, invitado por el BBVA y la Asociación Española de Orquestas Sinfónicas (AEOS) a unas jornadas sobre este asunto, esbozó un panorama negro si no se pone remedio.

“Al final, terminarán sobreviviendo las orquestas que se encuentran en ciudades grandes debido al sistema de apoyo privado [mecenazgo]. Sus finanzas dependen muchas veces del azar de donde están radicadas: población más grande y rica. Las bancarrotas más sonadas, excepto la de Filadelfia, se han producido en localidades más pequeñas”, opina Flanagan. En España, pese a no permitirse el Estado que alcancen la quiebra, sucede igual. Y es imposible seguir funcionando sin modificar el reparto presupuestario.

La estructura de una orquesta estadounidense se equilibra con un 45% de aportaciones privadas (gracias a una potentísima ley de mecenazgo), 37% que generan las actuaciones (entradas, giras, emisiones…), 13% de los intereses que producen sus inversiones y ahorros y 5% de subvención pública. El interés por el mecenazgo depende en gran medida de la participación de la orquesta en la vida de la ciudad y de lo involucrados que lleguen a sentirse los patrocinadores. También de la afluencia que registre. No se puede subir el precio en la taquilla y seguir vaciando las salas (por cada incremento del 10% se pierde un 5% de público), cuya ocupación media en EE UU ronda el 70%.

“No se puede ignorar la crisis de las orquestas, especialmente en EE UU. Seis han cancelado su temporada. Otras programan de un mes para otro, apenas sobreviviendo. En Europa, en España e Italia se enfrentan a la extinción. Inglaterra acaba de perder a su Guildford Philharmonic. Incluso Alemania, el corazón de la alta cultura, está recortando las las orquestas”, señala Norman Lebrecht, prestigioso crítico musical y autor de libros como Por qué Mahler (Alianza, 2011). Pero Lebrecht es optimista y señala ejemplos como el de Los Ángeles (con Dudamel al frente)o la London Symphony de Orchestra, con Valery Gergiev, “que parece estar en todos lados”. O incluso la Zurich Tonhalle, que acaba de contratar a un director de 26 años, Lionel Bringuier, hasta hace poco en Valladolid. “Hay esperanza y fe. Pero los dos próximos años serán más duros para las orquestas que los dos últimos siglos”.

La fórmula que propone Flanagan —ha analizado 63 de las 850 orquestas estadounidenses que durante 1997 y 2005 han estado entre las 50 más poderosas— se basa en aumentar los ingresos por actividad artística, reducir costes salariales y aumentar ingresos por otras fuentes (alquiler de salas, giras, emisiones por Internet…). En España, donde las orquestas se nutren en un 80% de dinero público, la receta no es muy distinta. Aunque en Europa todavía se asocie la rentabilidad a una programación conservadora que tira cobardemente de los grandes clásicos del repertorio o simplemente mediocre. La cultura, se sigue pensando a veces, es deficitaria o no es. En EE UU, sonados éxitos cuestionan esa teoría.

En 1963, como cuenta el crítico y escritor Alex Ross en Escucha esto (Seix Barral, 2012), la Filarmónica de Los Ángeles tenía un déficit que la arrastraba a su desaparición. Con la contratación de un joven Zubin Mehta y un estupendo y rompedor gerente (figura clave en este proceso), iniciaron una intermitente revolución que alcanzó su cima con Esa-Pekka Salonen y su modernización de la programación y dirección de una filarmónica. La ocupación llegó al 92% en 2007 y el 75% de sus 85 millones de dólares de presupuesto procedía de la explotación artística. Recogió el testigo el joven Gustavo Dudamel.

Michael Tilson Thomas, un director capaz de algo tan simple como coger un micro antes de un concierto para explicar que supone para él una determinada obra, fichó en 1995 para la Sinfónica San Francisco y constituyó la segunda revolución importante. Alta tecnología aplicada a la música, producción de documentales, excelente calidad en la orquesta o cuidada combinación de repertorio con la música moderna. Thomas y Salonen siguieron la arriesgada estela de Pierre Boulez y Leonard Bernstein en Nueva York.

Las orquestas españolas buscan sacudirse el polvo. La política cultural y la educación también requieren nuevas ideas. Como señalaba Antonio Muñoz Molina el lunes en las mismas jornadas, “la burbuja cultural ha consistido en que un país, o sus políticos, se gaste más dinero público en crear espacios culturales que en la educación de base; en contratar a grandes directores para ciudades con alumnos en barracones”.

Algunas de las 28 formaciones profesionales españolas, como Murcia, Extremadura o Baleares se han asomado al abismo recientemente. Ana Mateo, presidenta de AEOS es muy clara en su análisis: “Hemos perdido la perspectiva de la realidad. Hemos pagado cachés muy elevados que ya no podemos costear. No tenemos dinero y hay que buscar nuevas vías de financiación. Además, tenemos que replantearnos nuestro modelo. Cuidar al público, saber qué es lo que piensan… Seguir en ese aspecto la pauta del modelo americano. No concebir una orquesta como un gran dinosaurio. Se puede reducir en pequeños grupos para llegar a otros sitios en que las personas no pueden venir hasta nosotros. Hay que estar más presentes en la sociedad y que nos valoren como un bien indispensable”.

Un siglo después de detectar el problema no hay más tiempo para impedir el cambio.