Mi madre nació en el actual Parque Doramas un día luminoso de abril del año 1928, en la vivienda del jardinero. Vino a este mundo hace casi noventa años como nieta del Jardinero Mayor, quién había diseñado la traza original del parque, en la trasera del Hotel Santa Catalina.

Ella todavía recuerda el sitio donde se alzaba su casa, justo al pie de los estribos del estanque, con tres olivos recién plantados delante. Allí creció jugando entre las palmeras que se alzan altivas y los olivos que ya han superado el siglo, oliendo la rosaleda de su infancia que plantó mi bisabuelo. Allí vivió, junto con mis tíos y tías hasta sus 9 o 10 años, cuando la familia paterna se independizó y se trasladó a una nueva casa en los Arenales. Incluso hoy, con su movilidad muy limitada tras un ictus, mi madre alguna vez desea regresar a ese lugar, donde anduvo libre y feliz.

Cuando yo nací, parte del parque fue dedicado a Parque Zoológico. Los caminos se llenaron de jaulas, algunos rincones se convirtieron en albercas y todo el recinto de cercó para impedir todo acceso indebido y, sobre todo, la fuga de animales.

Mis padres me llevaban a ver los animales algunos domingos al año, tanto porque yo lo pedía como por el deseo de mi madre de recordar sus sitios predilectos de la infancia.

Recuerdo al solitario flamenco sostenido sobre un sola pata con la cabeza hundida entre las alas, ignorando a todo aquel que prefería verlo antes de acercarse a las pajareras donde loros multicolores chillaban de angustia. Muy cerca de allí estaba la concurrida jaula de Felipe, “El Mono”.

Felipe era un gran chimpancé macho de mirada brillante, ojos marrones y dentadura amarillenta. El chimpancé malvivía en una estrecha jaula solo, lejos de otros monos mas pequeños (creo que los otros no eran chimpancés sino bonobos, la versión bonachona de aquellos inteligentes simios). La principal particularidad de Felipe era que fumaba cual carretero y siempre había alguien dispuesto a darle un cigarrillo encendido para que echara humo entre las risas y fiestas de los espectadores que se acercaban por allí. Estoy casi seguro de que nunca he probado un cigarrillo en mi vida después de haber visto a Felipe imitar a los fumadores y haberse quedado enganchado al pernicioso hábito.

Entre los animales que recuerdo, están una familia de famélicos leones que languidecían en la mayor de las jaulas, unas gacelas traídas del vecino Sáhara, un enorme oso pardo y la piscina de las tortugas, donde nadaban en círculos infinitos unas gigantescas tortugas laúd, sumergidas en un agua pestilente.

Según fui creciendo y la adolescencia me permitía tener juicio propio, mi fascinación por aquellos animales prisioneros se fue transmutando de la infinita pena a los deseos libertarios. Alguna vez imaginé organizar un complot para sacar las tortugas y soltarlas en la playa, romper los candados para que Felipe trepara libre por los árboles y abrir las jaulas para que los guacamayos volaran de allí.

Desafortunadamente no hice nada y me limité a no poner pie en el Parque Doramas durante muchos años. El paso del tiempo acabó cerrando el Zoológico y transformando el recinto en lo que es hoy: un hermosos parque urbano. No sé dónde fueron a parar los animales y quiero pensar que alguno fue liberado o quizás fuera a parar a algún recinto mayor.

Durante mi vida adulta nunca he visitado los Zoológicos con gusto y siempre que he acudido a ellos he salido con la misma amargura: fuera el Zoológico de Madrid, el de Wüppertal o el de Frankfurt en Alemania, o el Loro Parque de Tenerife, la sensación era la misma: amargura.

El debate acerca de si los parques zoológicos son necesarios para algo más que el beneficio de sus dueños está siempre presente. He leído los argumentos de los dueños de los parques de animales para mantener su negocio, alegando sobre su importancia para conservar a muchos animales.

Es evidente que la preservación de muchas especies de animales y plantas en su medio natural está en riesgo en distintos países por distintas causas, mayormente humanas. La solución en algunos casos puede ser el rescate de los supervivientes o mejorar las condiciones de vida en su propio medio, protegiendo de forma efectiva sus ecosistemas.

Lo que no me parece correcto es el confinamiento de ejemplares en recintos cerrados para su explotación comercial. Todavía recuerdo la mirada eléctrica de un majestuoso tigre de Bengala en el Zoológico de Wuppertal, una chispa de un segundo de duración, antes de girarse al ver que topaba con un cristal blindado entre los dos. Era la misma mirada de Felipe, “El Mono” de mi niñez, que imitaba a los hombres fumando para ver si alguien lo tomaba por humano y lo dejaban libre.

Recientemente se me ocurrió hacer una visita al nuevo y gigantesco acuario de Las Palmas de Gran Canaria. He recorrido el enorme recinto y he vuelto a salir con enorme amargura. No podría decir que el Acuario sea feo, que no se hayan empleado los mejores medios y que no cuente con especialistas y personal apropiado para la atención del visitante. No; el Acuario está muy bien planteado y ejecutado.

Empieza el recorrido dentro del acuario con un cuidado trazado de rampas en pendiente suave que lleva al visitante por una zona con acceso de luz y vegetación naturales -salpicada de árboles artificiales-, que parece un frondoso jardín tropical.

Las primeras piscinas que encuentra el visitante son de agua dulce, con animales casi siempre pequeños, procedentes de sitios tropicales, acostumbrados a nadar en ríos y pozas de poca profundidad y extensión, principalmente en las cuencas amazónicas o indochinas, que no ofrecen (demasiada) sensación de agobio ni al visitante ni a los peces.

Unos nadan lentamente dentro de una reproducción de un cenote del Yucatán, otros en un remedo de manglar asiático, aparentemente aclimatados y felices. Los únicos que aparentan el estrés de un espacio pequeño son unas infelices tortugas de nariz de cerdo, presas en un acuario mínimo.

Según uno penetra en las entrañas de la construcción se suceden pequeños terrarios de multicolores ranas venenosas, axolotes mexicanos y algún que otro artrópodo exótico. La puesta en escena es realmente espectacular: poco a poco el visitante se adentra en el vientre de la bestia, cual ballena que engulló a Jonás, hasta llegar a un “arrecife” coralino de cinco pisos de altura.

Es un gran acuario cilíndrico, con paredes de plexiglás de 15 centímetros de espesor, en cuyo interior hay un gran cilindro de piedras, rodeado de agua tibia, que sube desde el suelo del edificio hasta culminar en una “isla” arenosa, bajo la luz directa que entra por tragaluces desde el techo. Las rocas interiores están cubiertas de corales multicolores artificiales que surgen de forma disimulada de una raíz metálica aquí y allá. Dentro de ese acuario nadan peces tropicales que parecen sacados de la serie de dibujos “Buscando a Nemo”.

Ese acuario tropical es el preludio al gran tanque oceánico. Después de seguir distintos recovecos a través de rampas en penumbra, con ojos de buey a distintas alturas y oquedales donde los visitantes -sobre todo los niños- pueden “sumergirse” bajo el agua y entrever los peces, se llega al mayor recipiente de todo el edificio, de los más grandes del mundo. En esa parte central se encuentra un restaurante subacuático, perfectamente diseñado para que se puedan contemplar los peces mientras se come.

En ese modelo de océano en miniatura nadan entremezclados peces pelágicos de los mares cercanos: cardúmenes de barracudas, túnidos de aleta amarilla, jureles, tiburones y rayas, que buscan el horizonte en vano. Cerca del suelo arenoso se posan mantas y otros ráyidos, intentando esconderse bajo un sol artificial. Varias lubinas, que parecen haber sido traídas de alguna piscifactoría, intentan esquivar a un gran tiburón toro y su corte de peces piloto, mientras intentan emigrar a occidente, para volver a girar a levante en un circuito cerrado por todas partes.

En medio de todo el barullo del gran lago de cristal, pude divisar un enorme tiburón oscuro, descansando en el suelo. Estaba como adormilado en el suelo, ajeno al ballet interminable que se movía encima. Quise pensar que estaba muerto o aletargado por la tristeza, cuando se acercó otro tiburón de la misma especie, le tocó blandamente con su hocico, como si lo saludara y se echó a su lado, tocándolo, con una aparente ternura amorosa, impropia de un cazador marino.

Tomé varias fotos apresuradas de la escena, con una amarga sensación de tristeza y compasión marcada por aquellas dos hermosas criaturas marinas que se tocaban como si compartieran el horrible convencimiento de que nunca saldrían vivos de allí para volver a vivir en la libertad de los mares.

Salí muy triste, como si hubiera vuelto a a ver a Felipe, “El Mono” y a todos aquellos desafortunados animales del Parque Zoológico del antiguo Parque Doramas, flotando en mi memoria, nadando en la nada.