El siguiente texto se compuso como preliminar de la novela El lince de Christopher Rodríguez Rodríguez, publicada por Mercurio Editorial, cuya presentación estaba prevista para el mes de abril y que, por las actuales circunstancias, se ha pospuesto para otra fecha no fijada todavía. Esta obra es el noveno tomo de la Biblioteca Canaria de Lecturas.

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El lince de Christopher Rodríguez Rodríguez
Número de páginas: 241. 1ª edición: abril 2020. ISBN: 978-84-17890-72-8

 

Lo que no fue pudiendo haber sido; lo que, no siendo, puede ser

de esa otra literatura…

En el año 1994 o 1995, quizá antes, seguro que nunca después, un servidor participaba en la comisión de planes de estudio que por entonces funcionaba en la Facultad de Filología de la ULPGC en calidad de representante del alumnado. Presidía el grupo la que por entonces era decana, doña Yolanda Arencibia Santana; y, por el sector del profesorado, estaban doña Trinidad Arcos Pereira, doña Eloísa Llavero Ruíz, creo que mi siempre recordado don Osvaldo Rodríguez Pérez, no recuerdo (lo siento) quiénes más y don Juan Manuel Pérez Vigaray, a quien traigo ahora como referencia para lo que me apetece compartir contigo a propósito de esta novela que nos convoca. La comisión celebró varias reuniones. De todas, recuerdo una donde el profesor Pérez Vigaray aportó una idea que me resultó entonces muy luminosa y que, a día de hoy, sigo considerándola como una de las tantas piezas de pensamiento esenciales que he ido adquiriendo a lo largo de mi vida y que, adheridas al pilar de mi intelecto, han contribuido a mi visión y percepción de la literatura como fenómeno lingüístico y cultural.

Decía el aludido que, dentro de lo que era el plan de estudios literarios, era conveniente no desatender a “esa otra literatura”, más popular, más comercial, probablemente menos atada a lo que el canon académico considera pertinente, que suele situarse dentro del enorme cajón de sastre que representa la denominada “subliteratura”, donde conviven títulos infumables con otros que merecen mayor consideración por parte de los críticos y de los lectores, y que están ahí por vaya uno a saber qué razones. Como es lógico suponer, no transcribo literalmente sus palabras, sino que las he reconstruido para dar forma a lo que importa: la idea que quiso compartir con quienes estábamos en la reunión; una aportación que, un cuarto de siglo después, año arriba, año abajo, al ciento por cien.

Hay una poesía que, sin merecerlo, queda al margen de las vías por donde transita el tren académico (entiéndase congresos, revistas especializadas, monografías…) por razones que, en ocasiones, obedecen más a herméticos criterios heredados de la tradición universitaria (no cuestionados en ocasiones por comodidad, indolencia…) o a posiciones más emocionales que racionales, que a motivos estrictamente científicos. Y en esto, a modo de ejemplo, largo y tendido puede hablar la literatura española hecha en Canarias. Los anaqueles desde donde piden ser leídas las letras de nuestra tierra están repletas de textos y autores que se han ganado el derecho a estar en los vagones que transitan por esas vías que conducen hasta donde se conservan los tesoros de nuestro patrimonio.

Razonable es concluir que la única palabra visible en la gran balanza con la que se dirime si una obra debe ser premiada o condenada sea calidad. Al mismo tiempo, no es un sinsentido plantear que uno de los problemas principales para determinar el alcance de esta voz sea la dificultad que conlleva responder a qué se entiende por calidad literaria. ¿Qué debe tener una obra literaria para que se le reconozca que tiene calidad? Sabemos que no es un problema de índole gramatical. Un texto pulcro en su redacción no presupone un texto con calidad literaria. ¿Es un problema de recursos estilísticos? Tampoco. Un texto pulcro en su redacción y repleto de recursos estilísticos no nos conduce inevitablemente a un texto con calidad literaria. ¿Es un asunto que solo puede dirimir el receptor? Tampoco. El texto pulcro en su redacción y repleto de recursos estilísticos que llega al especialista no es el mismo que llega a un lector de nivel medio, aunque el soporte sea idéntico. ¿Es…? ¡Basta!

Aceptemos que el camino para hallar la gran respuesta es sumamente complejo y lleno de trampas; en consecuencia, quedémonos con las verdades que podemos asir y que, como tales, nos dan más luz de la que cabe suponer para ver medianamente el arduo trayecto del asunto que planteo. Veamos: una primera verdad es que el canon académico es reducido; y no lo es porque se haya determinado que equis número de autores deben ser objeto de estudios y el resto han de pasar a un segundo plano o al olvido, no, sino porque la cantidad de obras que deberían ser analizadas es tan elevada que, aunque pusiéramos a trabajar a todos los filólogos que hay en las universidades españolas en este quehacer de estudiar la producción literaria hispánica,[1] la empresa jamás llegaría a fin, pues tanto es lo que se publica (tanto, tanto, tanto), que el propósito de llevar a cabo el análisis planteado sería como hacer lo propio con cuantos litros de agua extraigamos del océano.

La primera verdad nos lleva irremediablemente a una segunda: si la relación de obras es reducida porque no es factible estudiar todos los títulos que se publican o se han publicado, habrá que concluir que hay una cantidad considerable de piezas que pueden ser merecedoras de estar en el grupo de las que hemos aceptado que tienen calidad literaria; por tanto, que se han ganado su derecho a formar parte del referido canon. Entre las que han obtenido el visto bueno, no es absurdo suponer que no han de faltar muchas, por vaya uno a saber qué motivos, formen parte del cupo donde se ubican esas otras literaturas antes señaladas.

La tercera verdad nos conduce a una solución por contrariedad: quizás no sepamos con la deseable precisión qué características debe cumplir una obra para tener calidad; pero no dudamos en sentenciar, tan pronto como la hayamos ojeado, cuál no la tiene. Las ferias de libros están repletas de objetos que no pasarían ni el más mínimo control cualitativo de la más humilde y pobre editorial que hubiera a pesar de que parecen ser de primerísimo nivel gracias, en unos casos, a la mercadotecnia y, en otros, a la frecuente tendencia de los medios informativos a prestar más atención a las formas que al contenido. Es una obviedad, sí, pero conviene no olvidarla: todo lo que se publica no tiene calidad por el mero hecho de ver la luz. No hace falta ser un avezado crítico ni un lector experimentado para determinar que hay folios encuadernados por un lado que nos conducen a un largo y prolongado «¿Cómo ha sido posible que esto se publique?».

Y hay una cuarta verdad derivada de la experiencia lectora: las obras que tienen calidad literaria (¿o debería decir que hemos aceptado que la tienen?), que se han editado en muchas ocasiones, que han tenido un público relevante por su cantidad y variedad cultural, que se han estudiado, son por lo general muy entretenidas. A una obra literaria le hemos de pedir que nos haga pasar un buen rato porque para eso se ha compuesto, para ser leída y no ser el centro de atención de sesudos análisis. Esta perogrullada me permite encauzar lo que vengo apuntando en este preliminar hacia aquello que me apetece compartir contigo.

Sigo. Recuerdo que en esa otra literatura que planteaba el profesor Pérez Vigaray yo situé a un autor como Stephen King; en ese momento, el gran representante para mí de ese periférico colectivo y el autor en lengua no española que más y mejor conocía. Con el tiempo, pensando ahora en la novela que nos ocupa, hice hueco a autores que, como novelistas, se habían ganado una reputación entre los lectores y los editores (Le Carre, Highsmith, Greene, Higgins Clark, Forsyth…). Confieso que les di una oportunidad relativa; y no porque no me entretuvieran sus obras o considerase que sus traducciones habían sido defectuosas,[2] sino porque mis intereses lectores han estado circulando durante muchos años en otros carriles. De un tiempo a esta parte, pongamos que en lo llevamos de siglo XXI, quizás por influencia de la novela negra canaria (Carlos Álvarez, Antonio Lozano, Alexis Ravelo, José Luis Correa…), he comenzado a revisitar los textos de misterio, suspense y espionaje de autores anglosajones como los citados, entre otros (hispanos, sobre todo), y veo con más nitidez la importancia de esa otra literatura; compuesta por textos bien elaborados, entretenidos, atractivos hasta el punto de conseguir sujetar al lector a la lectura y estimulantes en lo que se refiere a la activación de pensamientos enriquecedores .

Y es aquí, en esta relación de características expuestas, donde cabe atender el alcance que puede tener la novena joya que se suma al hermoso patrimonio de la Biblioteca Canaria de Lecturas: El lince de Christopher Rodríguez Rodríguez.




[1]. Me quedo ahora con la literatura en lengua española que es la que está presente en estas páginas y en mi voluntad escritora; mas, la cuestión planteada es extensible a cualquier gran literatura, entendiendo por tal aquella que, por el volumen de usuarios de la lengua en la que se componen sus textos, da pie a una fecunda tradición y a un presente abundante en materia literaria.

[2]. Como se puede observar, todos son autores en lengua inglesa. No accedí a sus obras escritas en lengua original, sino a sus traducciones que, en lo tocante a calidad lingüística, conviene apuntar que han sido excelentes; de lo contrario, no hubiese dado tregua alguna a las obras, por muy célebres que fueran sus autores.