Foto Laurel de Indias

Hay un laurel de indias cerca de una de las rotondas de la salida de la GC-2 frente a Siete Palmas que destaca entre todos. El árbol pertenecía a la alameda de laureles que bordeaba la antigua carretera de acceso al cementerio de San Lázaro en Las Palmas de Gran Canaria y ahora sobresale por su frondosidad.

Los demás ejemplares están torcidos en la dirección opuesta al poderoso alisio del noreste y parecen sufrir los avatares de las sucesivas acometidas de obras y reformas a los accesos a los centros comerciales de la zona.

Pero este laurel concreto se eleva orgulloso dando sombra a los que le rodean, sitiados por el tráfico diario y el viento inclemente. Todos ellos fueron plantados a finales de la década de los sesenta cuando se abrió el nuevo cementerio de la ciudad y su crecimiento fue a la par que los problemas de abastecimiento de aguas de la ciudad y sus jardines.

Durante años sobrevivieron con los restos del acuífero de la finca de las Siete Palmas y su infraestructura de regadío y llenado de los estanques de barro de la zona, mucho más que por los riegos de los empleados de los parques y jardines municipales.

El ejemplar del que les hablo está situado muy cerca de una rotonda donde se ha preservado (con cierta visión histórica) uno de los acueductos que surtía a la citada finca, que cruzaba con un arco elevado sobre la antigua Carretera General del Norte. No sé si el denso follaje del árbol se debe a la cercanía a este acueducto o a los habitantes de una antigua casa con tejado a dos aguas.

La casa fue expropiada porque se quedaba aislada entre la maraña de viaductos, rotondas y carriles que circunda los accesos a los nuevos barrios-dormitorio de la zona. Casi nadie se acuerda que allí existió tal casa, ni de la antigua fábrica de tejas que se ubicaba casi enfrente o de la parada de guaguas que fue conocida hasta hace bien poco como “La del Olivo”, aludiendo a algún antiguo ejemplar que yo no conocí. La rotonda más próxima a estos lugares está hoy día plantada de distintas especies de cactus y opuntias y, si alguien se fija, podrá ver -incluso- un par de parras con racimos incipientes.

Lo que sí conocí fue esa casa a la que me refiero, hoy destruida, habitada por una señora mayor que trajinaba en los alrededores de ella, ajena al tráfico creciente de mediados de los años noventa del pasado siglo cuidando del pequeño huerto y de las macetas. Tenía gallinas sueltas y palomas que anidaban en un palomar adosado a la casa, como si quisiera ignorar el imparable destino que se cernía sobre ella.

En mi difuso recuerdo pienso que aquella era una antigua morada de peones camineros, situada a pie de carretera y dispuesta estratégicamente para el control del paso de vehículos y personas en ruta hacia el centro y norte de la isla.

Ahora que escribo esto pienso que quizás fuera la señora quien regó los primeros años del laurel y su actual frondosidad se debe a esos años de riego y cuidados. Después  de que se derribara la casa, tras la evacuación de sus inquilinos, las hogareñas palomas se negaron a abandonar el sitio, revoloteando durante un par de años por los alrededores por donde estuvo la casa y usando el laurel como percha y como nido, negándose a abandonar su hogar.

Soy testigo de lo que narro y cuento esta historia de la misma manera que mi madre cuenta que se midió con seis años en una palmera del Parque Doramas en compañía de su hermano Luis -que después emigró a Venezuela para no volver-, marcando su altura en la estipe del vegetal.

La palmera fue criada y plantada, al igual que muchas otras, por su abuelo José, mi bisabuelo, José Cruz Tejera, quien fue durante años el jardinero mayor del vivero municipal y quien supervisaba el cultivo de muchos de los viejos árboles y plantas del parque.

Hace unos pocos años mi madre quiso recordar el sitio donde se había medido y, después de buscar la palmera, siguiendo su memoria: “cerca de los olivos, detrás de la rosaleda, frente al muro del estanque, yendo hacia los dragos”, me señaló el ejemplar que se alza frente a las habitaciones traseras del hotel Santa Catalina.

Allí se midieron los hermanos antes de crecer y abandonar el jardín del edén infantil. Mi madre se quedó en la isla viendo como la palmera se alzaba hacia el cielo y ella envejecía. Cuando la volvió a identificar, me sentí vinculado a este particular ejemplar de Phoenix canariensis de la misma manera que las palomas siguen anidando en el laurel de indias del comienzo de esta historia, recordando quien los plantó y quien los cuidó.

Los seres humanos estamos, sin duda, unidos a nuestros árboles, a los que plantamos y a los que cuidamos, de los que nos alimentamos o debajo de los que buscamos sombra. Debe haber lazos invisibles entre todos los seres vivos. Nuestras memorias y nuestros actos perduran mientras existan testigos vivos.

Al menos, a mí así me lo parece.

Foto Laurel de Indias de la Wikipedia