Vereda en color

Las historias de la vida cotidiana fluyen en los ríos de la Historia, a veces tumultuosas, a veces calmadas, pero siempre sorprendentes. El otro día hablaba con el propietario de la ferretería de San Lorenzo mientras caían los primeros chubascos del otoño.

La carretera se ensuciaba con el agua y empezamos a hablar, no sé por qué, de los antiguos camineros, aquellos hombres que se ocupaban de mantener en buen estado las carreteras de la Isla.

El antiguo pueblo de San Lorenzo vive semidormido en un valle que alguna vez fue idílico, perdido dentro del municipio cosmopolita que lo anexionó en 1939, rodeado de la ciudad que crece imparable, pero conservando todavía parte de su identidad rural, con su iglesia del Siglo XVI dentro del pequeño núcleo urbano rodeado de restos de plantaciones de plataneras, circundado por grandes gavias de barro habitadas por garcetas y otras aves acuáticas, todo envuelto en la nebulosa de la existencia de un pasado de grandeza y de las amenazas de la especulación urbanística.

En los años cincuenta del pasado siglo tenía asignada el señor Simeón, peón caminero, la carretera de San Lorenzo, desde donde llaman La Cancela (hoy a la entrada del Zardo) hasta el cruce de Tamaraceite.

Vivía el señor Simeón al pie de la carretera en una casa que hoy todavía existe en el cruce de la carretera principal con la que lleva al cementerio de San Lorenzo, justo delante de la ferretería. Tenía bien ganada fama el señor Simeón de hombre trabajador y diligente, de mantener la carretera con tanto mimo como si fuera su propia finca.

Desde temprano iba, de verano a invierno, el señor Simeón con su carrucha y sus aperos carretera arriba y carretera abajo, limpiando el firme y las cunetas, recogiendo rastrojos para sus cabras en los setos plantados de geranios y rellenando socavones.

Era tal su diligencia que sus vecinos lo apreciaban sobremanera. Un comentario legendario fue el que pronunció un día Juanito, «El Rey», de hablar tartamudo y palabra ocurrente: «El señor Simeón podría trabajar menos o nos dejará en mal lugar a todos».

Días después, al contarle la anécdota a mi madre, ella me contó la historia de Román Delgado, que había venido desde Lanzarote a finales del siglo pasado huyendo de las hambrunas que asolaron las islas orientales.

Tuvo en Gran Canaria Román Delgado varios empleos hasta que el destino lo encaminó a Tamaraceite para trabajar de peón caminero. Pasado un tiempo quiso ascender a cabo caminero, pero encontró que necesitaba saber leer y escribir para ello. Román Delgado era analfabeto y se propuso dejar de serlo.

Cuenta mi madre que cada día se dirigía el peón caminero a la salida de la escuela con ese propósito. Según salían los niños se les acercaba y empezaba a preguntarles: «tú eres hijo de fulano, tú de zutano y tú de mengano, ¿verdad? ¿Qué han aprendido hoy?, ¿Y tú? A ver, dime la lección…».

Durante un año Román Delgado fue cada día a las puertas del centro escolar a tomar la lección de los alumnos de la escuela de Tamaraceite, hasta que así aprendió a leer y a escribir.

Pasado un tiempo, Román Delgado, ya capaz de leer y escribir, se salió con la suya y fue ascendido a cabo de camineros.

Román Delgado fue mi tatarabuelo materno, que se preocupó que toda su descendencia fuera a la escuela y aprendiera a leer y escribir. Yo soy uno de ellos.

 

*Imagen retocada. Original de Alejandro Gómez. Ver Original.