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Todas las culturas celebran rituales en torno a la muerte. En la sociedad canaria actual, la postura frente a este hecho natural ha ido cambiando con los años. Hasta no hace poco, los parientes difuntos se velaban en casa y, dependiendo de la clase social o si el fallecido era un niño o un adulto, se realizaban Velorios de los Angelitos, se fotografiaban a los muertos como si durmieran y, en general, se planteaba la muerte como un tránsito, una regeneración a la que sucedían estados de margen como el luto.

Actualmente, acudimos al recurso de la negación para afrontar la muerte.  No se habla del tema y los velorios tienen lugar en modernos y asépticos tanatorios. La muerte no es ya un asunto familiar donde se afronta algún sentido trascendente (religioso, agnóstico o ateo). Es más un trámite administrativo, que debe transcurrir con la mayor celeridad posible. No se entienda un sentido melancólico en esta descripción. Como en todo proceso social, hemos ganado algunas cosas y hemos perdido otras.

Al margen de formar parte del ciclo vital, los ritos mortuorios también se enmarcan en el ciclo anual. Heredado de antiguas costumbres celtas, el 2 de noviembre se adoptó por la tradición católica como Día de los Fieles Difuntos, con todo un aparataje de rituales que, en algunos países como México, mantienen buena parte de su contenido sincrético.

En Canarias, como en casi toda España, los Finaos, las reuniones familiares y las castañas, se ven desplazados por la maquinaria comercial de Halloween, con su ridículo repertorio de personajes caricaturizados, que poco tiene que ver con sus supuestas raíces celtas. Apoyado por instituciones, comerciantes, medios de comunicación y por los centros educativos, el “truco o trato” y las fiestas etílico-carnavalescas son ahora la forma cool de rendir culto a la muerte.