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Las Olimpiadas vistas desde las favelas en Río de Janeiro

Como no soy un polemista ni tengo interés alguno en empezar a serlo, voy a dejar clara mi posición con respecto a una situación que, en las últimas semanas, por la virulencia y malas formas mostradas ha trascendido los límites en los que era previsible que se desarrollase: el ámbito musical de Canarias. No sé si la difusión del asunto se ha debido al interés del mismo (que lo tiene y no en pequeña medida) o a la presencia en determinadas intervenciones de expresiones un tanto fuera de tono para lo que cabe esperar de personas cultas y educadas en el respeto a las opiniones y quehaceres ajenos, aunque no comulguen con los propios (presupongo esta cultura y educación, claro está). Algunos calificativos (groserías, en román paladino) me han incomodado en la medida que suponen manchas en una línea argumental de pensamiento que, aunque no se comparta, merece una atención exquisita.

Dicho esto, vamos ahora con mi posición y con mi voluntad de no participar activamente en la polémica más allá de estas pobres líneas que comparto contigo, mi dilecto lector. Empezaré diciendo que soy un periférico; un tipo que, por el camino recorrido, podría ser ubicado (con suma generosidad y bondad por parte de quienes lo hagan) en el grupo de los escritores, aunque lo más correcto sería situarme entre los “juntaletras” y no de los más brillantes, por cierto. Soy un periférico dentro de la literatura y dentro de cualquier manifestación artística; por tanto, soy un periférico en todo aquello que tiene que ver con el mundo musical. Como juntaletras, gozo del reconfortante apoyo, consejo y cariño de un editor, de un amigo, de un admirable intelectual, que se juega su guita con mis publicaciones, sin pedir subvenciones públicas y sin salir de ese patrón que la sapiencia ancestral nos legó como principio para el equilibrio universal: “Piña asada, piña mamada”.

Considero importante dejar bien clara mi posición porque muchos, subidos al carro de los improperios, podrán echarme en cara el que, siendo así como soy y me declaro, me meta donde nadie me llama, que no soy músico, que mis oídos son de barro, que el tema no va conmigo… Y yo, que no negaré la verdad de lo que no soy ni el que mis oídos sean como dicen que son, tendré que replicar que, aunque lo enumerado con anterioridad sea cierto, el tema sí va conmigo; sí, repito, sí me compete porque soy un contribuyente de la hacienda canaria, porque participo activamente con mis obligaciones tributarias. El tema, pues, va conmigo porque el Festival Internacional de Música de Canarias (FIMC, en lo sucesivo) se nutre de un presupuesto público; o sea, de unos dineros que entregamos a través de nuestros impuestos los músicos que cotizan en Canarias, los especialistas musicales que publican en medios de difusión, los jubilados, el humilde que esto escribe y… el guagüero que hace la ruta entre Telde y Las Palmas de Gran Canaria, la señora tan amable que trabaja en una notaría de Vecindario, mis compañeras de Lengua castellana y literatura, el empleado que trabaja en una empresa de mensajes ubicada en el Polígono Industrial de Salinetas, etc., etc., etc. O sea, el tema va con todos nosotros porque todos nosotros contribuimos a que el tema sea posible.

Como no me gusta generalizar, diré que una parte de nosotros, un grupo de no-músicos, un conjunto de periféricos, podemos perfectamente opinar y decir que no nos parece adecuado que se invierta una cantidad tan elevada del presupuesto cultural en una sola iniciativa, descompensando así la balanza con respecto a otras manifestaciones artísticas igual de importantes. También podemos quejarnos de que en una comunidad que se ha ido arrastrando entre miserias y subsistencias, con un índice de paro tan elevado, con una población juvenil absolutamente desmoralizada ante la falta de perspectivas…, se lleve a cabo una inversión tan desproporcionada. ¿Podemos decirlo? Sí, claro que podemos. Claro que podemos afirmar que nunca nos convenció ese “lujo” de nuevos ricos dos calles más arriba de un barrio, una ciudad, una isla, un archipiélago que se caen a cachos y que se desmigan contemplando toda clase de caciquismos. Por eso, no hemos podido evitar el trazado de una analogía entre esta situación y la que se da en países gobernados por sátrapas, donde hay un área paradisiaca muy concreta y todo lo demás es podredumbre; y donde solo unos escogidos son los llamados a frecuentar el área hermosa, y donde los de la podredumbre están llamados a sostener el área bella. ¿Que lo hemos pensado? Sí, claro, por supuesto que lo hemos pensado. ¿Que si estamos errados? Bueno, pues vale… Lo que sé es que nuestros dineros y nuestros sacrificios para ganarlos nos lo recuerdan con más frecuencia de la deseada; y no solo con respecto al FIMC, sino con muchos dispendios intolerables: subvenciones por aquí y por allí que benefician, por activa y por pasiva, a personalidades y entidades ya consagradas, sean de la rama que sean; ayudas en forma de publicidad a sociedades anónimas deportivas, que manejan capitales que deberían ir destinados al deporte base, etc.

¿Que por qué lo hemos pensado? Porque no entendemos esa parte de nosotros, ese grupo de no-músicos, ese conjunto de periféricos, o sea, los que también pagamos impuestos y somos más numerosos que los escogidos para disfrutar del Edén, que no se haya fomentado y consolidado la oferta de escuelas municipales de música, que no se haya potenciado más y mejor la base musical en las escuelas, en los institutos, en las asociaciones, en… sabe Dios qué más sitios; que no se haya multiplicado por dos, cuatro, ocho, dieciséis… todo aquello que compete al universo musical de nuestra tierra hasta el punto de convertirnos, por cantidad, en una referencia. Nada digo de la calidad porque tenemos excelentes músicos en esta tierra, magníficos; lo malo es que sean tan pocos los que se vean porque no se hace todo lo posible por visualizar a los muchos que hay. En suma, que no entendemos el que se haya invertido una cantidad tan elevada de fondos públicos para una iniciativa que solo disfrutan unos pocos, que no deja un residuo consistente en el mentado universo y que turísticamente -el gran argumento esgrimido por los defensores del FIMC de siempre- aporta muy poco a Canarias.

Un servidor, que gusta de rodearse de personas preparadas y relevantes en lo intelectual y profesional (por eso de arrimarme a los buenos para ser uno de ellos), un servidor, repito, vista la barahúnda que el tema ha traído consigo y la apelación constante a los beneficios turísticos, ha preguntado si estos eran tales, si el turismo que venía era de calidad, si… Me limito a reproducir en líneas sueltas y de manera libre algunas de las observaciones de mis admirados interlocutores en este tema, que no son ningunos mindundis: “El turismo en Canarias sin el festival no se resentiría porque no forma parte de la oferta principal de las islas en invierno: una agradable temperatura, sol, etc.”; “El turismo que viene a Canarias, en un volumen considerable, es de calidad medio-baja. Deja dinero en las islas porque vienen muchos turistas, mucha cantidad, pero no por la calidad de sus gastos. Mucho dinero se queda en sus países de origen”; “Lo ideal para unas islas muy pequeñas es una cantidad reducida de turistas, pero que gasten mucho dinero en ellas, así se protege el territorio y el medio ambiente. Mucha gente supone una inversión en energía, agua, basuras… y el espacio se daña”; “Sí, alguna vez han venido turistas vinculados al FIMC, pero muy pocos… Una cifra irrelevante, insignificante, si la comparamos con los que vienen con el propósito de disfrutar de nuestro magnífico clima en los fríos meses del invierno europeo”; “Canarias no vende música clásica. Está muy lejos del circuito. Desde el punto de vista económico (inversión X, beneficios X), en Canarias, por su proximidad a África y sus vínculos culturales, compensa más una iniciativa como el Womad, por ejemplo; pero siempre desde el punto de vista publicitario y no tanto por lo que gaste el público que, a pesar de ser más numeroso, no invierte mucho dinero. A las empresas publicitarias sí les sale a cuenta la inversión en Womad porque tendrán un público muy elevado”; etc.

Para los defensores del FIMC de siempre, diré que mis interlocutores (cuya identidad me reservo, entre otras razones, porque sus afirmaciones provienen de conversaciones privadas con este humilde periférico) no se han pronunciado de manera negativa contra el FIMC. No les parece mal que exista, como tampoco les pareció mal que hubiese un festival de cine (y que dejase de haberlo en un determinado momento), un Womad (y que no hubiese más en Gran Canaria), un… En cierta medida, no les falta razón: no es malo que haya un FIMC, pero, a mi juicio (ojo, ahora la afirmación la digo yo, no ellos) sí es “malo” que no se ajuste a la situación económica y social de Canarias, donde la pobreza y la exclusión social adquieren niveles preocupantes, y donde se percibe un déficit muy llamativo en determinadas inversiones cuya prioridad nadie se cuestiona: hablo de sanidad o educación, por ejemplo. También da que hablar el que sea el festival una suerte de “paraíso-fiscal-cultural” donde importa poco el caché de los músicos con tal de traer la representación más relevante del panorama. Me molesta que una tierra pobre, en líneas generales, vaya de rica pagando un caché a los artistas (más elevado de lo normal, me dicen, se lee) con tal de mantener un estatus que los vasallos como un servidor no terminamos de entender constatando el entorno que nos rodea.

Porque el nuestro, nuestro mundo, no está compuesto por calles que claman contra un deterioro de la programación con respecto a las ediciones anteriores. No, ese no es el mundo que pisa el taxista, la dueña de la cafetería donde me echo mi buchito, mis apreciadas conserjes del instituto, el comercial de productos sanitarios que me preguntó la hora la última vez que fui al médico, etc., etc., etc. Su calle es la misma que la mía (al menos, veo que se parecen mucho); y su clamor, oído gracias al ruido que han estado haciendo en los medios desde que se presentó la próxima edición del FIMC, no va en la línea de: “Oh, Dios mío, qué mala calidad tiene la programación”. Lo que yo oigo y leo en esa clamorosa calle es: “Oh, Dios mío, ¿por qué no se gastan las perras en cosas más necesarias para el pueblo?”. El debate de la calle que conozco y el que siempre he conocido, quizás porque no provengo de alta cuna, quizás porque pertenezco al gremio de los que no tenemos donde caernos muertos (aunque ello no nos libre de los impuestos, que deben pagarse con la debida puntualidad y diligencia); ese debate callejero, repito, es el que ha situado el festival como un ilustrado capricho (para el pueblo, sin el pueblo) que, en nombre de una colectividad, unos pocos se regalan.

Es posible que no haya maldad en el propósito de llevar a cabo la iniciativa, es posible que no falten hasta buenas intenciones en la empresa, pero es innegable la desconexión que hay entre esta calle de la que hablo y la que transitan quienes lo defienden tal y como se ha venido desarrollando hasta ahora. ¿Que por qué hablo de desconexión? Porque faltan colegios e institutos (Santa Lucía de Tirajana puede hablar largo y tendido sobre este tema); faltan profesores; faltan muchas escuelas de música y muchos músicos (tantos como en Salzburgo, por ejemplo); falta mucha más inversión en educación y cultura; falta mucho sentido común a la hora de gestionar lo que es de todos y no mirar al olimpo cuando no se tiene el fuste necesario para ello (no volar cerca del sol cuando se llevan alas untadas de cera) y falta, en cambio, tener presente el suelo, la tierra, eso que todos pisamos y donde todos intentamos arar a lo largo del año (repito: a-lo-lar-go-del-a-ño) nuestras mejores cosechas: trabajo, esfuerzo, voluntad de mejora…, a pesar de las dificultades con las que subsistimos y los palos en las ruedas que nos ponen más veces de las esperadas. Cuando esa pretendida base sea firme, ya no habrá más límites que el infinito del cielo; pero siendo esta, como vemos, como siento, tan endeble, tan para salir del paso, ¿qué lógica tiene mirar a las nubes?

No me quejo de que haya un FIMC, aunque, filológicamente hablando, considere que la denominación es inadecuada, pues música (M) no es solo la reconocida con el calificativo de “clásica” (no es o no debería ser). Me parece tan incorrecto pensar que la “Música de Canarias (MC)” queda circunscrita al género clásico, sin atender a otros, como llamar América a Estados Unidos. Pero no me voy a perder ahora en estas apreciaciones, pues lo importante para el caso que nos ocupa es que no está mal que haya un FIMC, como tampoco está mal que haya una universidad o un hospital en cada municipio canario… No es malo si las necesidades básicas están cubiertas; pero si no es así… En la gestión pública hay mucho de “economía hogareña”: si no tengo para subsistir medianamente bien (luz, agua, alimentos, medicinas), ¿tiene sentido que invierta el poco dinero que tengo en cuestiones de menor calado (un coche, un teléfono móvil)? Si se comprende que no es razonable invertir en estos productos dadas las carencias expuestas, más se entenderá si el deseo es adquirir un coche de última gama o un móvil de ultimísima generación. El FIMC que he conocido durante toda mi vida es un Ferrari que circula por cochambrosas carreteras de tierra, sin gasolineras a la vista y sin mecánicos que puedan atender los problemas técnicos del vehículo; el FIMC que considero adecuado es un vehículo normalito (sin que ello presuponga que sea malo), que circula por buenas carreteras, con puntos para el repostaje y profesionales técnicos dispuestos para gestionar las posibles averías.

A punto de acabar la segunda década del siglo XXI, considero que no es de recibo que se sostenga públicamente una iniciativa tal y como se viene haciendo desde 1985 si no tiene repercusión en el ámbito musical canario, si los alumnos y sus profesores no asisten (vaya uno a saber por qué razones, han tenido treinta años para averiguarlo); si los músicos locales no tienen más espacios para desarrollar su trabajo, difundirlo, mostrar su talento, “internacionalizarlo”; y si, después de tres décadas, la iniciativa es incapaz de ir sola, sin ayuda institucional. Y si el festival no puede estar entre los más grandes del mundo, pues que esté entre los más decentes e interesantes (que dinero y excelsitud no siempre van de la mano). Tal y como yo lo veo, siguiendo una metáfora deportiva, prefiero ahora mismo jugar muy bien y muy feliz en segunda división, que estar sufriendo hasta el infarto y el desdén en primera. En segunda puedo fijarme como objetivo subir al grupo de los mejores; en primera, no bajar. Con el tiempo, el público se enorgullece de su “equipo de primera” que está en segunda, mientras que el llamado a descender goza de todo el enfado de su afición. “¿Quedarnos siempre en segunda?”, me preguntarás. No, por supuesto. Cuando la cantera sea productiva, la estructura organizativa sea firme y sólido el proyecto en lo económico y social, el equipo podrá estar en primera división durante muchos años. Con dinero público se ha hecho un festival de primera, pero no se ha atendido ni a la cantera, ni la estructura organizativa ha sido firme ni sólida la iniciativa en lo económico y social a tenor de lo que se ha podido leer, escuchar, ver y percibir estos días.

No ha sido consistente en lo económico (lo que preocupa a los de a pie porque el dinero que va para aquí no va para allá, donde se necesita), no ha sido, repito, consistente en lo económico porque ha dependido del dinero público para sobrevivir. Los defensores del FIMC de siempre me dirán que he de contar con los abonos, la publicidad, etc.; y yo (¿qué quieren que les diga?) no puedo más que poner cara de extrañado. ¿Abonos? Resulta que a mi condición de periférico hay que sumarle la de abonado de la OFGC. Sí, puede resultar raro que alguien tan vulgar como yo invierta en este tema; pero, ya ven, es el único capricho que me doy. Cuatrocientos euros anuales cuesta mi asiento e impagable la información que recibo de muchos músicos y muchos conocidos vinculados al entorno musical: “Victoriano, tú pagas lo que pagas porque aquí se regalan muchas entradas; si no, esto estaría semivacío”, me dice uno; “Si todos apoquinasen, no haría falta tanta subvención pública”, me dice el mismo; y, como estas afirmaciones, no pocas más que me han llegado y que luego he tenido la oportunidad de verificar. Sea como fuere, el caso es que, por aquí y por ahí, oigo y leo “cosas extrañas” sobre los abonos que me molestan en la medida que la OFGC y el FIMC se sostienen con fondos públicos. Sí, los mismos que provienen de melómanos, de músicos, de personalidades culturales de muy alto nivel, de artistas sublimes… y de la encargada de un supermercado en Guanarteme, el jardinero que trabaja en un complejo turístico de Morrojable, la señora que visa mi DNI antes de subirme a un avión, el camarero de un restaurante en Puerto del Carmen, etc., etc., etc. Que hagan cambalaches con su dinero las empresas privadas, bien, es su problema; pero cuando llega a lo público, ya es el problema de todos (en este “todos” me incluyo).

Por eso, porque vivo en el mundo de la “piña asada, piña mamada”, concluyo que la dependencia de lo público del FIMC es absoluta, pues sin este fondo el festival no existiría; y sí, en cambio (por eso de jugar con pólvora ajena), si la publicidad fuese escasa o la venta de abonos irrelevantes. Sin abonos y publicidad, hay festival si hay dinero público; sin dinero público, no hay festival. Y no lo digo yo, que voy echando días para atrás con mi economía de andar por casa (a pesar de darme el lujo de ser abonado de la OFGC), sino quienes se han preocupado por echar cuentas y quienes reclaman que se aclaren todas y cada una de las pesetas (antes) y euros (ahora) que se han invertido, y los anunciados beneficios obtenidos. Solo hay que sondear las redes sociales para captar este deseo. Me dicen algunos de estos reclamantes, gente que valoro por su formación y capacidad crítica, que hay un cierto pacto de silencio para tapar “demasiadas mierdas, Victoriano. Nunca tirarán de la manta, nunca…”. Todo seguirá igual, me dicen; mientras estén [me señalan al cielo], todo seguirá igual, me insisten.

Y es esto, quizás, lo que más me inquieta y me enfada, que todo este barullo termine por no servir para nada; que este cuestionamiento del pasado, este deseo de cambio del presente y la perspectiva de una posible mejora futura al final no conlleven cambio alguno, que se vuelva (por miedo, aprensión o intereses particulares) a lo de siempre, que la gran oportunidad para los músicos de Canarias termine siendo un prolongado silencio sin aplausos al final. Todo esto me inquieta y me enfada; lo que me irrita es que, como ya ocurriera con la dictadura franquista, ante la falta de una conciencia clara sobre la realidad de nuestra tierra y la transformación de nuestra sociedad, y ante cierto anquilosamiento aristocrático, tengamos que recurrir a la biología para que se produzca el definitivo cambio y las nuevas generaciones adecúen estas iniciativas a lo que se demanda en estos tiempos.

Le comento a un muy querido amigo músico esto último, lo de, siguiendo la analogía de la dictadura, apelar a la naturaleza para que resuelva lo que el diálogo, la corrección y la buena voluntad no han logrado, y esboza una media sonrisa, un gesto del tipo: “Ay, qué inocente eres”. Sujeta mis hombros con firmeza, me mira fijamente y me dice: “Nada cambiará. Ya hay relevo. ¿No dejó el cacique mayor todo atado y bien atado? Pues quédate con la copla”. Ante esto, solo me cabe confesar que sus palabras no me inquietan, ni me enfadan, ni me irritan; no, nada de esto, me joden abiertamente.

Artículo original en Soltadas de Victoriano Santana Sanjurjo

 

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