El venezolano Pedro Barboza y su Patchwork acaban de finalizar su exitosa gira en el 33 FIMC. Cinco magníficos conciertos que han llevado a Tenerife, Lanzarote, Fuerteventura, Gran Canaria y La Palma la excelencia de la improvisación libre por primera vez en los 33 años de historia del Festival de Música de Canarias

pedro barboza

Carlos Costa, Guillermo Torres, Nuria Andorrá, Carlos Lupprian, Beatriz Salvatierra y Pedro Barboza

Cinco espacios totalmente diferentes; desde un antiguo y gigantesco tanque de keroseno a un antiguo castillo del siglo XVI pasando por iglesias fueron los seductores escenarios para esta actividad llena de atractivo y modernidad.

Obviando el inexplicable hecho de que nunca antes se haya programado en el FIMC un concierto de improvisación libre, ya que hablamos de un estilo o técnica creativa que nació a mediados del siglo pasado, es interesante hacer observar que se trata de una música que se da, de manera simultánea, entre profesionales de dos estilos musicales supuestamente distantes; la música clásica contemporánea y el Jazz. Tal es así que hoy es muy normal ver en un mismo escenario a reputados músicos que vienen de la música clásica junto con otros que vienen del Jazz haciendo improvisación libre. Aunque tampoco es nada extraño que estos conciertos estén liderados por músicos que se han formado en ambos estilos. Pero no quiero aquí explicar lo que es la música improvisada, género musical por el que siento predilección y que Marina Hervás ya nos lo explicó muy bien.

Lo que me ocupa aquí es opinar sobre el fascinante concierto que ofreció el genial compositor e intérprete, Pedro Barboza, con su no menos prodigioso Patchwork Ensamble en el mágico Castillo de Mata de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria con un lleno total.

Para esta ocasión Pedro Barboza se hizo acompañar por Guillermo Torres a la trompeta, Carlos Costa al contrabajo, Nuria Andorrá a la percusión, Carlos Lupprian electrónica (programación Max) y Beatriz Salvatierra con la creación visual.

En realidad, acompañar no es un término apropiado cuando se habla de improvisación libre. Y digo esto porque aunque Pedro Barboza era el compositor de las obras, la verdad es que hasta en los casos en los que hay una partitura, la música improvisada requiere de compositores / instrumentistas capaces de componer e interpretar en tiempo real no solo siguiendo las indicaciones de la partitura, que no deja de ser un mero guión, o a los gestos del líder, sino reaccionar también ante lo que está ocurriendo musicalmente, o incluso ante otros aspectos como puede ser la imagen. Por ello, la ‘herramienta’ más utilizada por un improvisador libre es el oído. Porque está creando, constantemente, una parte del todo. Y lo importante es el todo y no lo particular.

La química y el talento fue el denominador común de un concierto en el que, y ahora entramos de lleno en cuestiones totalmente subjetivas, especialmente los intérpretes/creadores ‘analógicos’ estuvieron sobresalientes. Y digo los analógicos porque para mi sensibilidad, para mi manera de entender la electrónica, no logré conectar ni con la imagen ni con la generación de sonidos electrónicos.

La imagen la encontré excesivamente naif, primaria o básica para mi gusto, a pesar de ser un planteamiento muy extendido en este estilo. Y curiosamente la propuesta sonora realizada con el Max (que es un programa creado por el mismísimo diablo que te permite hacer casi cualquier cosa con el sonido si firmas un pacto con él y le dedicas tropecientas horas al día durante muchos años) también. De hecho me quedó una duda que pregunté a Carlos Costa al finalizar el concierto pero que no logré entenderle bien. Mi duda es que todo el audio electrónico (electroacústico si hablamos con propiedad) salía por los altavoces del público como si tuviera puesto un bit cruiser o, simplemente, el cable estuviera estropeado. Pero si fuera esto último, los músicos hubieran parado el concierto para arreglarlo, a no ser que esa distorsión solo saliera por la PA (los altavoces que escucha el público) y no en las cuñas (los altavoces que escuchan los músicos), o que, como le pregunté a Carlos, el tratamiento del sonido se basara en ese concepto tímbrico de degradación de la muestra grabada. Para que se entienda. Lo que hacía Carlos Lupprian era recoger lo que estaban tocando sus compañeros en tiempo real, procesarlo con el Max en su ordenador y lanzarlo de nuevo por los altavoces. Pues la explicación que me dio Carlos Costa, el contrabajista, es que habían tenido problemas con algún técnico porque no estaban acostumbrados a este tipo de formaciones. Ahí quedó la cuestión y me he quedado con la duda de si lo que buscaba Lupprian era la degradación o esta fue fortuita.

El concierto arrancó con una obra para guitarra eléctrica de caja ancha, dos amplificadores (Fender Twing Reverb, de los de toda la vida, esos de lámparas que tienes que esperar un buen rato a que se calienten para obtener el sonido óptimo) y sendas cajas (redoblantes) colocadas delante de los amplificadores con las bordoneras (los muelles resonantes) puestas buscando, precisamente, la resonancia de estas a determinadas notas de la guitarra. La pieza, denominada ‘Simpatía’, era una improvisación libre que transcurría entre el sonido acústico de la propia guitarra de caja con cuerdas de metal que recogía un micrófono que tenía delante Pedro y que mandaba la información al ordenador de Lupprian que procesaba y lanzaba bajo las indicaciones del propio Pedro, y entre los dos amplificadores que conectaba y desconectaba el solista a voluntad por medio del potenciómetro de su guitarra para lograr precisos cambios de timbres y las ‘simpatías’ de los bordones de las cajas que daban nombre a la composición, creando un sinfín de texturas y colores.

La segunda obra fue una improvisación libre guiada llamada ‘Acciones colectivas’ en las que todos los intérpretes jugaron un papel fundamental (como su propio nombre hacía prever), llegando al éxtasis sonoro cuando Nuria, con un plato crash, y Guillermo, con su trompeta, se fueron del escenario y bajaron al interior del castillo consiguiendo que sus evoluciones tímbricas nos invadieran desde distintos ángulos creando un clímax interesantísimo y sobrecogedor. Pero no solo Guillermo y Nuria estuvieron soberbios, tanto el muy solicitado contrabajista tinerfeño como el líder de la banda lograron una sincronía perfecta a pesar de la distancia física entre los cuatro.

El broche final a un concierto de máximo nivel creativo y experimental vino de la mano de Ori-Gen 1, una obra que, como las anteriores, fue compuesta ad hoc para este Festival, por lo que siempre ya llevarán impresas esa singularidad. La agudeza motora de esta obra fue el silbo gomero pregrabado y tratado con el Max que unió poesía canaria y venezolana en una acción que unía dos orillas, dos mundos que llevan conectados desde hace muchos años, Canarias y Venezuela, Venezuela y Canarias. Un detalle generoso de unos de los compositores vivos más interesantes del panorama de las músicas abiertas y que gracias al FIMC lo hemos podido disfrutar aquí, en la llegada al Festival de Música de Canarias, por fin, de la música avanzada de nuestro siglo.