El hecho de que consolidados artistas se hayan visto obligados a cambiar recintos de enormes dimensiones por bares y salas de música no es casualidad. Ni siquiera es creíble esa nota de humildad en las entrevistas en las que ellos, sobre todo, pero los empresarios que mueven este negocio también, destacan que la vuelta a la sala es un regreso a la cercanía y la calidez del público que no se disfruta en otros recintos más grandes. Mentira, aunque lo aceptemos como parte del juego y tengamos con ello ese beneficio de seguir disfrutando de una de las pocas disciplinas culturales, la música, que suaviza nuestra mente cuando gusta, nos evade del estrés y nos hace pensar en otra cosa que no sea esta detestable crisis.
Esto simplemente es una incómoda vuelta de tuerca a la que se han visto obligadas las productoras musicales, de mayor o menor prestigio, los artistas y todo bicho viviente que, en un puesto u otro, vive o intenta vivir de la música ¡Señores, que se ha acabado el dinero público! Así de claro. No ha quedado otra que reinventarse y vender aquello de los conciertos intimistas, porque además es lo único que está funcionando. Y menos mal. Quede constancia así que hay que premiar a todos los empresarios que siguen moviendo el negocio musical en esta tierra y en estos tiempos. Después ya que vendan el producto de la mejor manera que puedan.
Me lo reconocía el donostiarra Mikel Erentxun a comienzos de este año en una entrevista para la web y el proyecto empresarial que gestiono, Eventonizate: “Las circunstancias de la música en general nos han llevado a mí y a otros artistas a cambiar el tamaño de los recintos donde presentamos nuestros trabajos. Los lugares de miles de personas han quedado solo ya para contados artistas. Yo le saco jugo a esto porque he amoldado mi música y mi concepto musical a estos recintos más pequeños donde tienes un contacto mucho más directo con el público y donde yo desde luego me siento como pez en el agua”.
Touché. El se siente como pez en el agua y le ha dado un vuelco a su música para que pegue más con las salas, pequeños teatros y cafés. Pero profundicemos algo más en la tesis que trato de analizar, y no es otro que el radical cierre del grifo público para conciertos multitudinarios.
Todas estas ideas me retrotraen a aquel gabinete de comunicación donde trabajaba y compartía techo con una productora musical. Casualmente la que ha conseguido los conciertos más prestigiosos y de mayor afluencia que se han celebrado en Canarias. Hace exactamente diez años. En aquella oficina, observaba como todo fluía con total naturalidad. Hablábamos como si de tal cosa de que venían próximamente Maná, Juanes, Orishas, Marc Anthony, es decir, los número uno en ventas, y lo hacíamos con total normalidad. Un goteo incesante de artistas que a ver quién es el guapo que los llama ahora. Así era aquella pequeña oficina. Llena de encanto… ¡y de papeles, periódicos y con mil teléfonos que no paraban de sonar!
Los artistas pasaban por allí como si se estuvieran dando un apacible paseo por la calle Castillo (Santa Cruz de Tenerife). Entraban a saludar en ocasiones, se sacaban fotos con nosotras (la mayoría éramos mujeres) y nos invitaban a los conciertos. Pero en aquella oficina repleta de jóvenes mandaban los hombres y ¡vaya si mandaban! Se gestaron allí espectáculos que ahora se recuerdan como los más exitosos conciertos celebrados en Canarias de toda esta década. Yo pensaba a veces: ¡Menudo chiringuito! Pero lo cierto es que aquello funcionaba como un reloj suizo.
Fue el inicio de conciertos de la sección latina, como digo yo. Artistas que venían y repetían año tras año por la colosal legión de acólitos casi enfermizos que les veneran en esta tierra y, claro está, con un tirón económico estos recitales que llenaban de oro las arcas de los organizadores. Insisto, años y años de Maná, Marc Anthony, Juanes, Juan Luis Guerra, Shakira; y de nuevo, Maná, Gloria Estefan o Ricky Martin. Y una vez más, Maná, Chayanne, Luis Fonsi, Alejandro Fernández, Don Omar, Celia Cruz. Espectáculos en mayúscula que dejaron mucho dinero en las Islas.
Tan rentables eran que cualquier administración quería colarse en el cartel promocional para que apareciese su logo en el lugar más visible. Buenos tiempos sin duda. ¿Quién lo iba a decir? Tantos espectáculos de calidad y tan seguidos en el tiempo. Había dinero en la Administración Pública y eso se palpaba en el ambiente. De hecho, hasta las productoras se divorciaban y se ramificaban para poder asistir de forma independiente al reparto de la tarta. Había que aprovecharlo. Estaba claro.
Paralelamente, se daban otras situaciones. Por un lado, los amantes de otros estilos musicales empezaron a indignarse y mostraban su malestar al sentirse desplazados, pues observaban que ninguna empresa promotora se preocupaba de cumplir sus gustos musicales. El problema era que había quedado meridianamente claro lo que era una mina de oro. Pero llegó un momento en que esta demanda creció.
Se fue fraguando en foros de opinión, en blogs, incluso en los tradicionales medios de comunicación a través de columnas de opinión. Todo este otro público se mostraba indignado por tener delante el mismo plato. Es como si siempre les sirvieran arepas. Fue así como las productoras empezaron a plantearse esas «otras gestiones»; las de cumplir las expectativas de otro sector de la ciudadanía, seguramente menos cuantioso, pero dispuesto a pagar entradas también.
Sin embargo, ese esperado momento coincidió con el comienzo de esta crisis y con ello, el supuesto fracaso de estos ‘otros’ conciertos. Se intentaba responder a esa audiencia trayendo, con muchas complicaciones, a primeras figuras pero de otros estilos como Elton Jhon, Alicia Keys, Bruce Sprinsgteen, Simply Red, Bryan Adams. No obstante, la maldición para conciertos de este tipo llegaba para quedarse, se agravó en 2010 y estalló en mil pedazos con el sonado fracaso del Rock Coast el año pasado, con un cartel espectacular.
Los datos que arrojaba la taquilla eran para tomar ansiolíticos a un mes de su celebración. Se quiso celebrar tan ciegamente y se confió tanto en el proyecto que la bomba estalló en todos los medios a semanas de su festejo. Para muchos, era un sueño. Se esperaba contar entre 15.000 y 20.000 personas en cada jornada, ya que el cartel se expandía a lo largo de tres días, pero apenas se habían vendido alrededor de 5.000 entradas para los tres. Y eso que la productora ya había tenido el antecedente de Springsteen, un concierto que tampoco cumplió las expectativas. También pasó algo similar con el casi concierto de Sting.
Sin embargo, y naturalmente rompiendo una lanza a favor de esta productora, me pregunto: ¿Quién intentó antes algo parecido al Rock Coast? La iniciativa fue aplaudida desde multitud de foros. ¿Fue un atrevimiento en pleno desarrollo álgido de la crisis? Puede ser, sobre todo porque ya habían cosechado antecedentes en esta otra vertiente de shows. Pero insistimos en el valor de tirarse a la piscina, de tratar de cumplir expectativas para otro público no menos canario que el otro, y muy harto de Maná y cía. La iniciativa fue muy aplaudida y de haberse intentado en otra época seguramente hubiera sido un éxito como festival.
Además, les aplaudo también por querer desmarcarse y romper con lo que siempre hacían para contentar a un público más que reivindicativo en Canarias que exigía un cambio de registro en la agenda de conciertos. Los intentos por traer buenos conciertos en ese sentido ha sido aperturista y positiva, pero ha coincidido con el dinero público en búsqueda y captura.
Termino con que hemos entrado en una nueva dimensión donde predomina una cuestión: ¿Quién tiene los arrestos para gestionar a artistas como los mencionados, un Bruce Springsteen por ejemplo, que además de su caché estratosférico, se viene con alrededor de 20 músicos (en su caso, siempre bien avenido con la E-Street Band que lo acompaña allá donde lo reclaman), más los valiosos instrumentos de todos ellos, más la cadena de montaje del concierto, en presentación de gira, más las estancias en hoteles de primera? Sinceramente, aquello de cumplir en expectativas, en estas latitudes, es poco menos que un lujo pero para la productora que se lo plantea.