Un dos, tres, no me ves

Las tardes no siempre son apacibles aunque el sol brille y los almendros de la huerta hayan florecido y parezcan pequeños botones forrados y adornados con perlas irisadas. Por aquellos días aún vivíamos en casa de nuestros padres, en ese hogar acogedor, alborozado, con sillas pequeñas para los niños y sillas grandes para los adultos. Cada cual elegía un juego después de la merienda y después de las clases. Yo fui infeliz aquella tarde porque había que ver la cara que se me quedó, cuando eche en falta a Esteban, mi hermano pequeño, el corazón huyó del pecho despavorido y latiendo a un ritmo frenético. Las escondidillas esa tarde me supieron a desesperanza, yo, al cuidado de Esteban, me sentía impotente, porque había buscado en los lugares preferidos por él y, no vi más que su juguete, el caballito, que tenía en vez de pezuñas, ruedas, en cada pata; eso fue lo único que pude encontrar, pero él ¿Dónde habría de estar?, yo intuí lo peor y corrí desc! alza por entre los pastizales y luego por la tira de tierra que llevaba plantada la hortelana y el fresno donde nos columpiamos, por lo tanto volé igual que una flecha lanzada a mucha distancia hacia la balsa que por esos días estaba repleta de agua para el riego de las tierras de mi abuelo; cuando hube llegado al mismísimo borde, me cubrí los ojos con las manos, para que el impacto de ver a Esteban aleteando con sus pequeñas manitas morenas fuera menos doloroso. Afortunadamente en la balsa no estaba; solo las ranas y algunos insectos. Me giré y sonreí y me senté en el suelo respirando hondo, y pensando la zurra que le esperaba y en los besos y más besos que le daría al verlo sano y salvo en casa de abuela, en el patio…,

María Gladys Estévez.
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