Artículo de opinión de José Brito sobre el concierto del FIMC celebrado el 8 de enero en el Auditorio Alfredo Kraus

 

Si hubo un superhéroe en la velada del pasado domingo 8 de enero en el Auditorio Alfredo Kraus, ese fue el violinista alemán Peter Zimmermann. Su increíble precisión en la articulación y afinación de cada uno de los pasajes de extrema dificultad del concierto nº1 en Re mayor de Sergei Prokofiev le hizo acreedor de tal reconocimiento. Por algo está valorado como uno de los más grandes violinistas en vida de esa lista de seres cuasi sobrenaturales que hacen que lo más inalcanzable parezca de fácil acceso. Un concierto escrito hace un siglo bajo la tendencia que muchos compositores abordaron y que se denominó como ‘neoclasicismo’, pues flirteaban con rescatar las bases del periodo clásico de la música occidental, cuestión que provoca en el oyente una sensación de anacronismo, pues el lenguaje no abandona su tiempo pero su alma parece transportarnos a épocas lejanas. La complicidad que se produjo entre el maestro Zimmermann, los integrantes de la joven orquesta y el director Jakub Hrusa fue especial, provocando momentos de una relación camerística dentro de un contexto sinfónico.

El concierto había dado comienzo con embrujo, encantamientos y sacrificios, y el “Chamán” no era otro que el compositor canario, oriundo de Tenerife, Gustavo Adolfo Trujillo, quien nos hipnotizó con una obra cargada de vitalidad y misterio. Su discurso poseía una dialéctica que se escoraba en lo motívico, pero sin desconectar de las nuevas tendencias compositivas. Una creación que hacía revivir a los poemas sinfónicos del romanticismo, con un tratamiento orquestal y textural que rescataba otras consagraciones y rituales. La sección de trompas elevó al Olimpo sus notas matrices con una pulcritud y gallardía envolventes, haciendo de esta empresa sonora un acontecimiento épico. Así fue cómo Trujillo se ganó el beneplácito de los dioses y consiguió ser aceptado en esa exquisita liga de superhéroes, con una obra que posiblemente tendrá el reconocimiento del paso del tiempo y ganará justamente el premio de la inmortalidad. Al contrario de otras interpretaciones de composiciones de autores locales en ediciones pasadas del FIMC, se apreció una delicadeza y respeto hacia la obra por parte de la orquesta y su director que llamó positivamente la atención.

Como en todo cómic de ciencia ficción, en la noche se podía respirar un cierto aroma a “Doctor Víctor von Doom” (haciendo referencia a uno de los villanos de Marvel), que se empeñaba en ver la plaza media vacía, con el inexplicable deseo de boicotear una nueva visión del Festival Internacional de Música de Canarias, que si bien pudiera no gustar a todos los profesionales y aficionados, merece en el peor de los casos, la prueba y el análisis objetivo una vez concluido el mismo. No quisiera cometer el mismo error de lo que aprecio en el contrario que disiente de mi forma de ver y provocar una imagen de una primera fila vacía como si fuese la totalidad o viceversa. Por cierto, una fila que es donde peor se debe escuchar y visualizar a la totalidad de los intérpretes, cuestión que hace comprensible que no sean las entradas más deseadas. Una sala a un noventa por ciento aproximadamente -como en los datos de una manifestación, los datos variarán un veinticinco por ciento arriba o abajo dependiendo de los intereses de sus mensajeros. Los datos objetivos los podrán ofrecer los gestores de la propia sala-, cuestión que yo calificaría de éxito de convocatoria, supo entender y ovacionar a la orquesta y a su vivaz director. Un maestro preciso en el gesto y hábil en la hermenéutica del texto sobre la Naturaleza, la Vida y el Amor plasmados en el ciclo del compositor checo, Anton Dvorak. Una obra que a mi juicio debería ser programada con más frecuencia en las diferentes temporadas de las orquestas sinfónicas. La espontaneidad y la energía que desprendió la Mahler Chamber Orquestra bajo la tutela de Jakub Hrusa en el segundo movimiento arrebató, alterando el protocolo habitual, el aplauso espontáneo del público. Los momentos de sincronía entre las secciones de violines enfrentadas hacían escuchar a un solo instrumento y con solo tres contrabajos el cuerpo de la orquesta impregnaba de calidez todo el vacío intangible del auditorio.

Todavía queda mucho festival por escuchar y disfrutar. Solo deseo que la coherencia y el buen hacer prevalezcan a los comentarios visiblemente maliciosos que generan la duda sobre los intereses de sus emisarios. Quememos azufre para evitar las pestilencias, dejemos que triunfe la música y no la contaminemos de nuestras impurezas humanas, pues aunque parezcan sacadas de un nueva historia de Stan Lee, son muy reales.