Odio a las perdices – Un relato de Andrés Novoa

Nació princesa, con pedigrí y todo, pero tan fea que, cómo decirlo, al nacer la partera le pegó de rabia. No había por donde cogerla, literalmente.

Los padres la querían, de lejos. Y con el fin de protegerla de este mundo hostil y despiadado, celebraron su bautizo con un protocolario y prosaico tweet. Y con lo que se ahorraron los sabios monarcas, marcharon de diplomática cacería por el mundo, asignándole, a su primogénita, los mejores educadores del Plan Bolonia: los monos.

Era una niña feliz. Le comía los piojos a sus compañeros de clase y aprendía con rapidez a trepar de rama en rama. Sacó un diez en pelar plátanos pero tuvo que hablar con el orientangután pedabóbico sobre cuestiones mono-afectivas.

Pero la ley es la ley, y la educación… obligatoria. De esta natura, cuando cumplió seis años ingresó en la escuela de princesas. Y no fue tan mal como queréis pensar, pues las infantas están tan preocupadas en ser las más bellas del reino que no tuvieron ni un segundo para ella. Así que aliviada por su estrenada invisibilidad, comenzó su inserción en el mundo de la aristocracia.

Lo cierto es que, para lo que enseñan hoy en día los profesores en el aula, no sintió que hubiese perdido el tiempo entre monos, es más, llegó a extrañarlos y en alguna ocasión se descubría entre ensoñaciones, en medio del aula, buscando ricos piojos entre la permanente de alguna de sus repeinadas compañeras.

Sin embargo la vida de princesa no resulta tan ociosa. Hay compromisos costosos como ir a fiestas, estar en fiestas y vivir en fiestas. Y su segundo rito de iniciación a modo de evaluación final, esta vez sin Internet, sería la ceremonia de presentación en sociedad.

Los padres no sabían qué hacer. Pensaron en operarla pero el mayor experto en cirugía azul dictaminó: trasplante de cabeza. Ni siquiera los restauradores del Partenón encontraron solución y entre ideas, quimeras y diarreas, rozaron el esperpento ocultando el rostro de la infanta con una bolsa reciclada, alegando razones solidarias. Pero por primera vez irrumpió la voluntad de la princesa que, ignorando el espejo maldito, exclamó: ¡Que me acepten como soy o me trago un litro de lejía!

Pocos pueden olvidar todavía aquel evento que colapso todas las portadas de la prensa rosa (sin foto, en base a la ley de protección de menores). En el momento de su aparición, al natural, hubo que montar un dispositivo similar al de las catástrofes naturales, teniendo los asistentes que ser atendidos por psicólogos, muchos de los cuales continúan, hoy, bajo terapia intensiva. Esa fue la gota que colmó el vaso para la princesa que renunciando a su cargo, se marchó del cuento.

Claro que el mundo de la fantasía resulta más pequeño y mejor organizado. Piensen en el minimalismo del Principito, por ejemplo. En éste, el nuestro, la infanta fue orientada hacia una oficina de empleo donde presentó su currículum. No abundaban las ofertas para princesas no imputadas pero, en respeto a la ley de atención a la diversidad, encontró un buen trabajo en una casa del terror a las afueras de la ciudad.

En realidad, este fue su primer hogar. Allí se sintió aceptada y respetada; incluso envidiada, pues su ausencia de belleza ponía en tela de juicio la fealdad de los demás. Hubo abandonos e intentos de asesinato, conspiraciones, celos y otros condimentos de culebrón venezolano.

Allí conoció por primera vez el amor, una sensación que le recorría todo el cuerpo por debajo de la piel y que la hizo sentirse bella, una emoción tan nueva que tuvo que ir al baño una buena cantidad de veces. Él, era como un bosque, textualmente. Lo que más le gustaba a ella: los champiñones que le salían debajo de los sobacos, estaban tan ricos al ajillo.

Fue un amor a lo Almodóvar, entregado y a oscuras, una auténtica experiencia táctil que a veces terminaba, milagrosamente, en un beso.

La princesa volvía a sentirse la protagonista de su propio cuento hasta cierta mañana, cuando fue denunciada por clientes que tras contemplarla, sufrían pesadillas de noche y de día. Sus compañeros/as la defendieron indignados/as, definiéndola como modelo de entrega y profesionalidad. Dar sustos era su vocación. Hasta que mandó a dos al hospital y uno de infarto murió.

La cárcel no resultó tan mala y, en contra de lo que malimagine la gente, allí hizo buenas amistades. Los asesinos en serie, estafadores, terroristas y, hasta los políticos, se sentían muy cómodos contándole sus problemas, porque ella, a diferencia de pseudopsicólogos y resto de leguleyos, sabía escuchar. Ponía, no sé, una cara de interés tan única que provocaba en ellos un acto de confesión que, de enterarse la iglesia, la habría nombrado obispa.

Aprovechó su larga estancia para estudiar sociología y, antes de cumplir condena, publicó su primera investigación: “Belleza Interior”. No obtuvo demasiado éxito y terminó en las estanterías de libros de autoayuda junto a Coello y Bucay.

No se supo más de ella y creo que tampoco le importó. Pero me gusta imaginarla habitando en algún iglú de la Antártida mientras sus vástagos, como monstruos del imaginario romántico, se confunden con los pingüinos en una maravillosa universidad de la vida. Todavía recuerdo un pasaje de su obra que rozó mi sensibilidad: “Somos bellos cuando conseguimos que otra persona sea feliz a pesar de nuestra propia miseria”.

Me quedó una cosa por apuntar, odiaba por encima de todas las cosas, los finales con perdices.

 

Odio las perdices_Interior_Fabio Gonzalez

 Ilustración: Fabio González

 

 

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