La sonrisa iluminada – Un relato de Felicidad Batista

Bórcor amaneció soleado. El cielo aparecía con zarpazos de cirros aislados que dibujaban trazos finos como si persiguieran una estela y se detuvieran de pronto. Me despedí y dejé a mis hermanos, Lorenzo y Manuel, en el desayuno. Di un portazo y me alejé corriendo mientras mi madre me recriminaba desde el interior de la casa. Llegaría al colegio antes que ellos y les ganaría. Quería ser  como Nadia Comaneci.

A punto de alcanzar la calle, aún en el jardín, mis ojos se dilataron como observados por una lupa. La cartera rodó por el suelo y los libros, lápices, regla, cartabón y el compás, se regaron entre rosales, geranios y bungavillas. Un hombre alto, de cabellera abundante y rubia, con el rostro poblado por una enredada barba, y la mirada del mismo color que cielo de Bórcor, me sonrió. Se encontraba de pie, apoyado en la cancela y contemplaba las flores de mamá. Entró y me ayudó a recoger mis pertenencias con la sonrisa brillando en sus labios.

Él era la avanzada, en pocos días arribaron al pueblo más hombres parecidos a él y mujeres con melenas rubias, ojos claros, faldas largas y camisetas de flores coloreadas o con figuras geométricas. El abuelo decía que eran espías que bajaron cargados con mochilas desde la cumbre. El tío Luis que no, que eran extranjeros de vacaciones. Regina aseguró que aquella gente no era cristiana, que vivían en pecado, amancebados en grupos impares, en casas viejas y deshabitadas. Ricos no eran, terció Anselmo el carpintero, vestían siempre con la misma ropa y limpios, limpios, no se les veía. Mi bisabuela aseguró que hablaban una lengua rara y ella, que de joven comerció con los ingleses, ese no era su idioma. El enigma se expandió por Bórcor hasta que don Álvaro, el párroco, explicó en una homilía que eran hippies, ovejas descarriadas del Señor a las que había que ayudar para que un día retornaran al buen camino.

Aprendimos a comunicarnos por medio de gestos y sonrisas. Averigüé que el hombre del jardín se llamaba Jürgen y cada día acudía a su casa de las tejas alfombradas de líquenes y verodes. Unas veces les llevaba dulces y pasteles que mamá les preparaba, otras permanecía en el patio y jugaba con Niko, un niño que parecía ser el hijo de todos. Los oía hablar en esa lengua gutural, rodeados de velas encendidas en pleno día, escuchaban una música extraña, apenas si tenían muebles, y las mesas y sillas eran cajas de madera recicladas de contenedores de tomates. Me olvidé de Nadia Comaneci y la sonrisa de Jürgen se convirtió en mi Cruz del Sur.

Un día, nubes acorazadas atacaron el cielo de Bórcor y detonaron toda su lluvia. Durante una semana sin tregua acribillaron los techos de sus destartaladas viviendas. Cuando el sol se hizo con la situación y abrumó con su luz a los restos de la tormenta, Jürgen y los suyos ya se habían ido. Lloré en secreto y me juré que de mayor viajaría a Alemania en su busca. Y no me importó rechazar a Bruno ni a Ricardo en el Instituto. Yo seguía soñando con la sonrisa que un día encontré en el jardín.

Ángela, la ventera, le contó a mi madre que se marcharon sin pagar pero que un año después Jürgen le envió un cheque. No tardé en presentarme en la tienda y mostrar curiosidad por el sello que recibió de Alemania con la intención de copiar la dirección del remitente. Aprendí alemán y mi brújula se puso en movimiento. Envié cartas y aunque volvieron cerradas, no me rendí.

Pasados los años, en la primavera de 1989, una carta no devuelta recaló en su dirección. Y recibí una misiva en la que me invitaba a viajar a Berlín Oeste. Atravesé Alemania en un viejo tren de suelo de madera. Jürgen me esperaba en Zoologischer Garten. A las puertas de la ciudad mi corazón traqueteaba cada vez más aceleradamente. Así que me hundí en la lectura de El último verano de Klingsor de Hermann Hesse. El tren se detuvo y cuando reinició la marcha me percaté que era la estación donde debía bajarme. Corrí en dirección contraria por los vagones como si así pudiera impedir mi imparable y equivocado viaje al otro lado del Muro, a Berlín Este. Entonces lo vi a través las ventanas fugaces, me buscaba entre los pasajeros que caminaban por la estación. Bórcor, el cielo, los labios, los años, las flores, el rock, las velas. Ya no tenía barba, el pelo corto y más oscuro, la mirada azul cansada ¿y la sonrisa? La sonrisa, se quedó en Bórcor.

sonrisa

Ilustración: Sonja án Klukku

 

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