barranco guiniguada

Empiezo estas líneas con la difusa tentación de hablar de nuevo sobre el teleférico al Roque Nublo y los empecinados con corbata que lo promueven. Ya dije lo que creía sobre ello en otro artículo “colgado” del cadalso cibernético; y pienso que no debo añadir ni una sola coma más.

Ni un millón de argumentos razonables movería a aquellos cuyo único horizonte es la avaricia o la ignorancia, por eso me voy por otros derroteros más sensibles y significativos, dejando mis palabras sigan resonando al aire libre y a los ecos de las fajanas oscuras que bajan desde la Cumbre.

Debo reconocer que siento una cierta afinidad con los parias, los desheredados y los olvidados de esta sociedad. Quizás fuera la mano de Andrés “el Ratón”, que se posó sobre mi cabeza uno de los últimos días en los que el Barranco Guiniguada pudo ser visto “correr” hasta el mar; y su mano descomunal me dio la bendición diciendo: “este muchachito parece que va a ser un buen mozo; procura ser un hombre de provecho”.

Fue un día de 1966 cuando las aguas del barranco bajaban tumultuosas, llenas de barro y haciendo sonar los callaos. Yo tenía seis años y el recuerdo se ha avivado recientemente. Aquel día de invierno mi padre había llamado a casa para avisar que el Guiniguada bajaba de la Cumbre con agua y mi madre me llevó con ella para que lo viéramos juntos.

El difuso recuerdo fue confirmado durante el reciente octogésimo quinto cumpleaños de mi madre: después de ver las aguas correr de “banda a banda” nos fuimos hasta el Bar Polo en el Puente de Palo sobre el aprendiz de río, donde Andrés me impuso su mano.

Entre los parroquianos habituales del bar estaba Andrés Déniz, conocido como Andrés “el Ratón”. Era un personaje curioso, una especie de vagabundo urbano, un pionero de lo que más tarde hemos llamado vagabundos o “sin techo”; aunque éste tenía un aura particular, de personaje respetado, de sabio descalzo, de Diógenes, que formaba parte de la historia interna de la ciudad, siendo glosado en su época, vox populi, en la prensa local y en alguna publicación impresa. (*)

Deambulaba Andrés por los alrededores del mercado de Vegueta, pendiente de alcanzar unas monedas llevando una compra o haciendo algún recado, descalzo sobre los adoquines de las calles y vistiendo un terno oscuro, condecorado con medallas de las últimas guerras coloniales, quizás encontradas en el cauce del Guiniguada, donde buscaba oro –real o falso- para embaucar a quien se dejara.

Describe mi madre a Andrés Déniz como un hombre grande, con porte casi militar, muy educado en el trato, sabio en las expresiones, de tez rubicunda, ojos brillantes y pies descalzos, enormes, donde frotaba los fósforos para encenderse su habitual virginio.

Cuenta mi progenitora que estando ella con mi padre otro día en el Bar Polo, entró un señor bien trajeado y, acercándose a Andrés “el Ratón”, también presente en el local, le dio unas monedas –no sabe mi progenitora si en pago de una deuda previa  o como práctica habitual-; pero la reacción del noble “clochard” sorprendió a todos:

-No, gracias, no me hace falta; mejor le da las monedas a esa pobre que está pidiendo en la entrada.

-Pero usted también es pobre y las monedas se las he dado yo a usted –se sorprendió el caballero.

– Yo, señor, no soy pobre y, además no estoy pidiendo nada –respondió el sabio descalzo.

– ¿No es usted pobre? Pero, hombre, si no tiene casa y duerme en el barranco.

-Sí, pero no soy pobre. Tengo todo lo que necesito. No me falta qué comer y duermo en la mejor de las casas: tengo el cielo estrellado por techo. Si llueve me meto bajo el puente y si el barranco corre hay zaguanes donde me dejan quedar. Yo no soy pobre; pobre es esa señora que pide y tiene un niño pequeño a quien alimentar. Déle el dinero a esa señora, que lo necesita más.

Todos los presentes se admiraron de otra de las anécdotas de aquel caballero descalzo, con una filosofía vital digna de un sabio griego: no es más rico el que más tiene sino el que menos necesita.

Aquella ciudad de mi infancia, cruzada de puentes, habitada por vagabundos condecorados, de guardias tocados con salacots coloniales y tartanas paseando turistas, se desvaneció en los años setenta mientras el barranco se cubrió con cemento y Andrés “el Ratón” perdió su cobijo bajo las estrellas, mientras hordas de turistas nos llevaron de forma acelerada hacia eso que algunos llaman el progreso.

Personajes marginales como Andrés el Ratón estaban integrados en aquella pequeña ciudad, formando parte de la atmósfera propia del centro histórico. Además, la persona tenía unos principios dignos de ser citados a través del tiempo.

Ha pasado medio siglo y pocos recuerdan quiénes y cómo éramos. Hemos cambiado nuestra ciudad y nuestra isla para adaptarnos al modelo económico que gira en torno al turismo de masas. Los hoteles y las infraestructuras han devorados mucha superficie de la isla, dejando irreconocibles muchos paisajes tradicionales.

Con el paso del tiempo me he convertido en un testigo cincuentón, en un escritor urbano, con la memoria llena  -entre otras cosas- de playas vírgenes, acantilados que ya no existen, yacimientos arqueológicos durmientes, anécdotas de pastores, de topónimos olvidados y barreros de donde saqué el barro para tallas de agua fresca.

No quiero renunciar a lo bueno de la civilización, a las comodidades que nos permite el progreso, a las posibilidades de aprendizaje y de disfrute del tiempo libre que nos ha dejado vislumbrar la sociedad del bienestar.

Ahora que la crisis cuestiona muchos de estos avances en este país, donde la corrupción estremece los fundamentos y los principios democráticos, parece ser el momento preciso para meditar si hemos estado viviendo un espejismo o si los valores de Andrés “el Ratón” sobre si es más feliz quien más tiene o quien menos necesita no estaban tan errados.

 

* (Nuestra Ciudad. Luis García de Vegueta)

 

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