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Luis Miguel Azofra

¿Saben una de las cosas qué más admiro de mi canariedad?. No me lo tomen a mal y crean que peco de sobrado, pero les juro que me jacto profundamente de la respuesta. Y es que amigas/os, mi canariedad es real, absoluta, irrenunciable.

¿Y por qué lo digo?. Porque existe la canariedad del ‘postureo’, infecto sentimiento que deriva en pretextos y adolece de belleza.

Por ejemplo, hace dos semanas me puse mi ropa de coger jacas y practiqué el arte del marisqueo. Los cangrejos los sancoché yo mismo y con esa carnada pesqué las viejas desde los veriles. Ese pescado fue arreglado entre mi padre y yo en los charcos de la parte oeste de La Graciosa. La sal marina recolectada en esos mismos charcos fue usada para la salmuera en que metimos a las viejas abiertas a la espalda. Mi padre y yo tendimos las jareas, insertando conchas de burgados entre los lomos cortados en tiras. El primer día de sol, fuimos a estirarlas para que se oreasen mejor. El segundo día comprobamos que no pudrieron. A la mañana del tercero, las recolectamos con la mañana y el sereno absorbido por sus carnes. Y hoy, cogimos dos y las asamos. Les juro que me las comí. Me las comí y pensé que me sentía el hombre más afortunado del mundo.

Porque, retomando mis palabras, mi canariedad es real, absoluta, irrenunciable.