Los Cuentos de Bob_wide_color

Martes, 26 de noviembre 2013

Sueño Nr. 12 (aprox. a las 09:00 h.)
Facultad de BBAA en Santa Cruz de Tenerife:

Estaba en el Aula 19 de la Facultad de Bellas Artes, en donde los estudiantes de Arte C (el recorrido más multidisciplinar) presentaban sus proyectos de fin de carrera. Todavía no había llegado nadie. En un cuarto aparte, Kevin Zammit* había construido una instalación multimedia. Tras una cortina negra, se encontraba un espacio tenuemente iluminado. Sentí curiosidad y decidí entrar dentro. Era algo así como un vetusto almacén de objetos extraños, maquinaria obsoleta y vestigios de otra época más gloriosa: una gran mesa de mármol, diferentes tipos de sillas, una máquina con teclas y palancas ya oxidadas, copias de esculturas clásicas sin brazos, polvorientas estanterías llenas de botellas y frascos, palanganas con cadáveres de animales, candelabros, rollos de pergamino, libros apilados, cajas repletas de trastos y hasta un sarcófago apoyado en una esquina, componían el bizarro espacio. Me parecía una mezcla interesante entre laboratorio de científico chiflado, trastero del estudio de Damien Hirst y las escenas más siniestras de «Blade Runner».

De repente, el sarcófago de la esquina se abre y sale de él una momia de faraón egipcio. Tras el susto inicial, me fijé más exactamente en lo que tenía enfrente. Me recordaba a algo, y entonces me acordé de un sueño anterior, en el que maquillaban y vestían a Manolo Cruz** de esta guisa y lo filmaban con tres cámaras de video simultáneamente. Lo que estaba viendo ahora, era un holograma suyo. No estaba mal hecho, y me preguntaba de donde habrían salido los medios técnicos para hacer esta virguería. Ciertamente, había algunas partes del 3D no del todo ajustadas, pero al fin y al cabo, el Aula 19 tampoco era Hollywood en peso.

La proyección faraónica se movía lentamente por el cuarto, mientras yo la seguía. Parecía que estaba buscando algo. Entonces, se giró y dio unos paso hacia donde yo me encontraba, por lo que me aparté hacia un lado. Le di sin querer con el codo al respaldo de una silla y con un fuerte estruendo se cayó al suelo la caja de madera que estaba apoyada en frágil equilibrio al borde de aquel asiento. Me asusté de nuevo y salté hacia atrás. El holograma se agachó y sacó algo de la caja, que terminó entreabierta sobre las losetas de aquella estancia. No pude ver exactamente lo que era, sin embargo descubrí que tanto la caja como su contenido también eran objetos proyectados. Con paso más firme, el faraón se dirigía ahora hacia la pared de enfrente. Abrió una pequeña compuerta en un armario, y dando un salto, desapareció dentro. En medio de un silencio sepulcral, que se alternaba únicamente con el sonido intermitente de una gotera, me volví a quedar solo en ese extraño cuarto.

Seguí investigando en la semipenumbra, con mucho cuidado de no tocar nada, para evitar un nuevo susto. Desde el principio me llamó la atención una gran palangana puesta estratégicamente en el centro de la mesa. Tenía la sensación de que algo orgánico estaba sumergido dentro y me acerqué hasta ella. A primera vista parecía ser el cuerpo sin vida de un calamar gigante. El recipiente estaba situado justo debajo de la gotera y cada dos segundos las ondas generadas por la caída de una gota de agua hacían que la imagen se distorsionase. Quise averiguar qué era exactamente eso dentro y me incliné a escasa distancia del supuesto cuerpo de aquel bicho. La situación me recordaba sospechosamente a aquella famosa escena de «Alien» en donde tras acercarse demasiado al huevo, la criatura salta y se incrusta en la cara del curioso e infortunado astronauta.

 

Calamar gigante_Oliver Behrmann

Cefalópodo con rostro femenino_Oliver Behrmann

Y efectivamente, saltó el bicho. Aunque sabía que era tan solo un holograma dentro de un sueño, casi logra que me explote el corazón del susto. El cefalópodo quedó suspendido en medio del aire mientras su cabeza se transformaba en una cara femenina. Al mismo tiempo, una composición de fragmentos de sonidos experimentales lanzados en todas las direcciones envolvía la sala y la convertía en una especie de templo consagrado a una divinidad venida poco menos que del Apocalipsis. Todavía con el pulso a cien, entraron Manolo y Kevin preguntándome si me había gustado. Necesité unos segundos para recomponerme y contesté que efectivamente, me había quedado impactado.

Salimos de aquel antro interactivo y multimedia para encontrarnos con los demás profesores y alumnos con los que no hace mucho tiempo atrás, tuve el placer de compartir las clases. Estaban organizando una pequeña fiesta de despedida y habían puesto una gran mesa en el centro del aula. Sobre el mantel ya estaba el agua, el vino, refrescos y cervezas, bandejas con pan y varios platos de tortilla. Los comensales, sentados alrededor, charlaban en un ambiente muy distendido. Manolo caminó hacia el patio, donde estaba cocinando una de sus famosas paellas, y volvió acompañado de Drago, portando entre ambos la humeante paellera.

Me senté al lado de Kevin y le pregunté por el proceso. Me explicó que la parte técnica fue su mayor odisea. Había pedido prestados al Gobierno de Canarias siete proyectores de video, mientras que tuvo que apañarse como pudo para simular los hologramas con varias capas de film de cocina y espejos escondidos. Las cámaras y los ordenadores eran suyos o de alguno de los compañeros, aunque lo que le llevó más tiempo, fue ajustar los sensores y la programación del Arduino.

Me quedé impresionado al enterarme de que el calamar gigante lo había comprado en una de las lonjas del mercado, sin embargo lo que más me sorprendió fue saber como había logrado conseguir ese lúgubre ambiente: tenía la suerte de estudiar aquí, en la facultad de Bellas Artes, un edificio que tras el paso del tiempo se había convertido en un vetusto almacén de objetos extraños, maquinaria obsoleta y vestigios de otra época más gloriosa: el ready-made perfecto para crear esa atmósfera de auténtica película de terror de los años setenta cuya guinda del pastel fue, sin duda alguna, la magnífica gotera que el destino quiso regalarle.

Alguien me pasó un plato de aquel delicioso arroz y acompañándolo con una copa de vino, empecé a comerlo. Tenía trozos de algo blando y elástico dentro, cuyo sabor no me era demasiado familiar. Pregunté a la alegre ronda qué era lo que nos estábamos comiendo, y todos empezaron a reír. Manolo terminó de masticar el trozo de pan que tenía en la boca y con gesto muy serio me contestó:

– «Una paella. Una paella de calamar gigante».

Se acaba el sueño mientras seguimos llenando nuestras oníricas barriguitas con la parte comestible de la obra de Kevin.

 

 

* Licenciado en BBAA, actualmente vive y trabaja en Barcelona

** Artista y profesor en la facultad de BBAA

 

Oliver Behrmann

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