Destinos – Un relato de Ramón Betancor

—¡Suelta el arma, Andrea! —me dijo aquel desconocido con el que había convivido los últimos veinte años de mi vida—. Sabes muy bien que no vas a dispararme.

No siempre fue así. Al menos, eso es lo que yo había creído hasta ese momento. Lo que yo había querido creer hasta ese momento. Me temblaba el pulso y las entrañas. Su rostro, el de Antonio, era el de la frustración y la sorpresa. Desencajado. Contraído. Perdido por primera vez en… ¿cuánto tiempo? Ni siquiera era capaz de recordar cuándo había comenzado aquella pesadilla. Aquella miseria en la que se había convertido mi vida.

—Suelta la puta arma —repitió—. No eres más que una amargada hija de perra. Una cobarde. Y las cobardes no son capaces de tomar decisiones. Así que deja la jodida pistola y hablemos.

Tampoco era capaz de recordar cómo había llegado aquel revólver hasta mis manos. Sudaba. “A mí nunca me han sudado las manos”, pensé. Pero en ese instante mis dedos eran una secreción de humedad. De un miedo sin vuelta atrás que se derramaba por mi piel hasta gotear en el suelo recién fregado de la cocina.

Cuando nos conocimos, Antonio trabajaba de taxista en la parada de San Telmo y yo estaba a punto de terminar Oceanografía en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Esa mañana, la de nuestro primer encuentro, yo había perdido la guagua que debía llevarme hasta mi último examen, así que resolví no arriesgarme a esperar la siguiente línea y busqué un taxi libre. El suyo era el primero de la fila. Si en ese momento lo hubiera sabido… Si hubiese sigo consciente de que esa decisión tan trivial iba a cambiar para siempre el resto de mi existencia…

—¿Dónde la llevo, señorita? —me preguntó cuando subí a su coche, sonriéndome con una mirada tan azul como ese Océano Atlántico que yo, en aquel entonces, estaba tan acostumbrada a observar.

“Donde tú quieras”, pensé divertida.

—A la Facultad de Ciencias del Mar —le dije.

—¡Marchando! —concluyó sin dejar de buscar mis ojos a través del espejo retrovisor de su vehículo.

El aire entraba cálido por las ventanillas entreabiertas del Mercedes Benz blanco de aquel desconocido. Las primeros rayos de sol de aquel viernes cualquiera, se colaban dentro del vehículo salpicando motas de luz sobre el tapizado de cuero negro del asiento trasero. Hablamos durante todo el trayecto y las palabras parecían colgarse en el aire con unas pinzas invisibles y confortables. Me sentía irracionalmente feliz. Relajada. Tanto, que disfruté de aquel viaje como si mi destino no fuera un último examen universitario.

Después de ese día vinieron muchos otros. Tardes limpias y agradables que se acomodaron poco a poco en mis rutinas y en mis recuerdos. Paseos eternos y alentadores por calles infinitas y hambrientas de nosotros. Aceras expectantes y eternas que pronto se convertirían en sombras. En oscuridad. En pasillos nauseabundos de los que querer huir cada noche. De los que escapar y dejar atrás esa rutina y esos recuerdos que ya nunca más fueron seductores. Del dolor del ánimo. De la desidia y el sufrimiento de un día a día que ya sólo fueron días sin ilusiones ni deseo. De la cortesía convertida en desprecio y el desprecio en un mutismo cada vez más espeso, sólo quebrado por una retahíla infinita de reproches y desconsideraciones. Anulada. Retraída. Ausente de mi propia vida…

Dicen que una imagen vale más que mil palabras. ¿Pero cuánto valen las palabras que te marcan para siempre? Las que se gritan y las que sólo se escupen en silencio. ¿Cuánto valen los actos que no se reflejan en las fotografías? Las tristezas que sólo se intuyen bajo la piel del alma.

—¡Te he dicho que sueltes el arma, maldita hija de puta! —volvió a gritar el Antonio del presente, el que ya no me miraba con los ojos del Atlántico. El que ya no me sonreía con esa mirada azul y atrayente de otros años. De otra vida.

Lo intento, pero sigo sin recordar con exactitud cómo comenzó todo. Cómo empecé a dejar de ser yo misma hasta convertirme en lo que creí que era. En nada. En una pared cada vez más agrietada y más acostumbrada a repeler el eco de una voz conocida y enferma. Una voz capaz de magullar el aliento durante cada uno de los mil cuatrocientos cuarenta minutos de cada día y cada noche. En eso me convertí sin saberlo: en una adicta al sufrimiento. Una rata incapaz de bajarse de la rueda por la que corre a todas horas. Incapaz de avanzar. Incapaz de salir de ese círculo miserable en el que se ha convertido su existencia absurda y desvalida.

“Tienes que matarlo”, me había sugerido mi otro yo, el que aún permanecía oculto en algún rincón de mi esperanza. “Tienes que matar al monstruo, Andrea”.

Efectivamente, no recordaba cómo había llegado esa pistola hasta mis manos. Ni siquiera era capaz de recordar cuánto tiempo llevaba apuntando al hombre que yacía semidesnudo sobre la cama deshecha del dormitorio.

—¡Plancha! —le grité.

—¿Qué mierda estás diciendo? —me preguntó con asombro.

—¡Que te levantes y planches una puta camisa! —volví a gritar.

No me reconocía ni sabía exactamente qué estaba haciendo o qué pretendía conseguir. Pero me daba igual. Tampoco me había reconocido en los últimos años y tampoco supe nunca qué estaba haciendo con mi vida durante el tiempo que me sentí abrazada por el vacío. Cancelada. Despreciada por la boca y los ojos y las tinieblas de quien dormía a mí lado en una cama que ya sólo era una cama. Sin más. Un espacio en el que intentar descansar durante ese paréntesis en el que las palabras no dolían, simplemente, porque no llegaban a existir.

—Eres un ser despreciable y egoísta que ha volcado sobre mí todas sus frustraciones. Un fracasado. —le dije, aún apuntándole a la cabeza, mientras él, todavía semidesnudo, deslizaba la plancha caliente sobre una camisa blanca. Expectorando con la mirada toda la ira que le era imposible vomitar en ese instante. Asustado. Exhausto. Desorientado.

Un laberinto sin puertas ni ventanas… ni esperanza. En eso se había convertido mi cabeza en los últimos… ¿cuántos años habían pasado? Seguía siendo incapaz de recordar el tiempo que había estado encerrada dentro de mí. No de mi piel, sino de todo lo que era. De lo que fui antes y de lo que volvía a ser ahora. Soportando el olor viciado y fétido de los otros recuerdos. Los devastadores. Los que se fueron enhebrando a mi mente sin permiso, hilo a hilo y reproche a reproche, con el paso de los días y, sobre todo, de las noches. De todas esas noches insomnes en las que me sentí culpable de ser yo misma. De no entender. De no querer entender. Madrugadas inmortales y desalentadoras en las que llegué a pensar que estaba muerta en vida. Esas rememoraciones de una vida que no era vida, también se apilaban como un puzle mal armado en las paredes de mi cerebro. Abstractas. Dolorosas. Interminables.

El rencor es sólo un estado de ánimo pasajero. ¿Pero cuántos estados de ánimo imperecederos lo provocan?

No sé si llegué a disparar. Mi siguiente recuerdo fue el sonido estridente e irritable de un despertador plateado, de agujas, sobre la mesilla de noche de mi antiguo dormitorio. Lo miré a regañadientes, con los ojos aún pegados a los sueños. Incrédula de encontrarme nuevamente en la casa familiar. Eran las siete en punto de la mañana y las pesadillas ya no me molían las entrañas.

Me levanté y me vestí con una rapidez irreconocible en mí.

—¿No desayunas, cariño? —me preguntó la voz de mi madre desde la cocina.

—Hoy no, mamá —le grité dirigiéndome a la salida—. No quiero retrasarme. Es un día importante.

—No te entiendo… —la oí mascullar antes de cerrar la puerta.

Cuando llegué a la estación de San Telmo la guagua aún no había pasado. Mientras la esperaba, me entretuve mirando a los taxistas que mataban el tiempo dentro de sus vehículos leyendo el Marca o charlando con algún compañero situado junto a la puerta del coche. Uno de esos hombres era joven y atractivo. Tenía una mirada tan azul como el Atlántico. Su taxi era el primero de la fila. Nuestros ojos se cruzaron desde un lado al otro de la calle durante una fracción de segundo. Sentí un escalofrío. Después su mirada se desvió hacia una minifalda que pasó junto a la parada. Observé como su rostro se transformaba. Salivando con unas retinas que en ese instante ya no eran tan azules. Una expresión a medio camino entre el desprecio y la excitación barrió de su rostro toda su juventud. Hostil. Sucio. Lejano.

Llegó mi guagua y, en ella, yo a mi destino.

 

Destinos

  Ilustración: Sonja án Klukku

 

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