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…En mi casa no existía la tradición de los Belenes, pero mis amigas sí que se esforzaban por mantener aquel escenario prodigioso que solían armar por el día de la Purísima. El telón de fondo de las montañas, las colinas, el cielo imitado con papel de seda azul turquesa, los espejos que simulaban ríos por donde nadaban patitos, los pastores abrigados alrededor de las fogatas, la lavandera y la hilandera, el pescador y el leñador, los granos de cebada que germinaban para dar la sensación de bosque donde pastaban las ovejas.

Pero la verdadera conquista de aquellos finales de año comenzaba en el patio de mi casa, testigo de los preparativos y las tradiciones de mi niñez. Allí se tendía el caballero abeto, áspero y poco flexible; acto seguido se le ungía con ternura de una lluvia de yeso, que le precipitaba un aspecto de madurez. Aquel árbol era símbolo de longevidad en Japón y, sin pedirle permiso alguno, alcanzaba en un instante el arte y el misterio de la fugacidad de la vida.

Livia Amaya SamperAquella aventura de cubrir nuestro árbol de cal, imitando a la nieve, era el comienzo de la Navidad. ¡Con qué esmero colaboraban mis amigas a fin de que aquella planta, que habíamos arrancado a la naturaleza, luciera con todo su poderío!

Él no había vivido agazapado ni implorando perdón sino que se había erguido con orgullo entre la vegetación y las dunas. En modo alguno deseábamos que perdiera ese poder y así, torpemente, con un solo pensamiento –engalanarlo a nuestra manera― lo terminábamos de aderezar para aquel importante papel que tenía que representar en el gran comedor de mi casa.

Del patio pasaba a aquella habitación en donde se celebraban todos los acontecimientos importantes, y allí volvía a nacer de una forma mágica. Todos en casa hacíamos esfuerzos para cubrir su figura de plata, con bolitas y luces de miles de tonalidades. Aún el recuerdo de su perfume me hace palpitar.

Los preparativos tenían la finalidad de alzarse como un grito, una llamada a un personaje que colmaría nuestros sueños. Ese gran anhelado era Papá Noel, el hombre gordo de barbas blancas.

La presencia de aquel árbol tan seductor perturbaba mis facultades, y mi cabeza se llenaba de temores ante la posible aparición de tan legendario personaje.

Por fin llegaba la noche tan deseada y, al terminar de cenar, oíamos que él nos tocaba a la puerta, como una vecina cualquiera. Al verlo no sabíamos qué hacer ni qué decir: gritábamos, movíamos las manos y los brazos con gran alboroto, pero el ruido de su prodigioso trineo tirado por renos y el centelleo de su equipaje iban apagando las voces exaltadas de la familia.

Tocando una ruidosa campana se presentaba en medio de un silencio majestuoso; enseguida se acercaba a cada uno mientras lo observábamos con cierto temor y picardía. Sin prisas y con aire de bondad se inclinaba ante el pino y con mucha solemnidad depositaba a sus pies numerosos regalos, colmando las aspiraciones de todos los que nos hallábamos en el lugar.

Escondida tras los pantalones de mi padre lo miraba mientras se despedía y ahora, a pesar de han pasado muchos años, todavía estoy poseída por ese hombre del que no estoy segura de que fuese de carne y hueso.

 

FELIZ AÑO Y QUE LOS REYES NOS TRAIGAN ORO INCIENSO Y MIRRA.

Foto: Livia Amaya Samper

Fragmento de mi libro “La Peña de La Vieja y otros relatos” (Anroart, 2006, 2014)

 

Foto de Rosario Valcárcel

Rosario Valcárcel

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