Santago Santana_wide

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La obra de Santiago Santana se entronca dentro de los postulados indigenistas impulsados en las primeras décadas del s.XX por el pintor grancanario Felo Monzón, férreo defensor de la reivindicación del carácter y las peculiaridades de las islas así como máximo teórico y representante de esta corriente.

Por su parte, el devenir artístico del también grancanario Santana queda indisolublemente ligado al dibujo. Esto, a pesar de la obviedad aparente de la afirmación, es lo que lleva al creador a conclusiones pictóricas que trascienden la armonía compositiva. La irrealidad y la contradicción se instalan en un análisis detallado de las piezas, lo cual no es óbice para que existan una serie de elementos comunes y recurrentes. Uno de ellos, la tunera permanece siempre como un recuerdo imborrable del clima árido de las islas orientales. Incluso en La siesta, donde las figuras descritas más que asemejarse a trabajadores del campo canarios rememoran la figura de payeses catalanes – no hay que olvidar que Santana se traslada a Barcelona durante los años 30 –, la pitera permanece incólume rodeada de los tonos ocres y terrosos que conectan con las elevadas temperaturas.

Del mismo modo, ha de destacarse la figura femenina como el elemento preponderante y fundamental de su quehacer. Esta queda representada mediante un canon amplio, que hace de las mujeres de Santana especímenes fuertes, trabajadores y resistentes. Se muestran en vestidos de colores planos, tocadas frecuentemente con una mantilla que les cubre el cabello y espalda. Se las ve en actitudes contemplativas, de espera, bien cubriéndose del sol de la playa o bien en reposo, ya sea expuestas en la playa o al resguardo de un fresco interior. La única diferenciación que el pintor se permite la de la mujer amada. Isabel Quevedo se muestra enjoyada, ataviada con un vestido más suntuoso de lo habitual, un cuidado peinado y una mirada frontal en lugar de, como el resto, con ojos esquivos o cerrados.

Más allá de lo citado, ha de señalarse el caso de dos obras concretas, La niña de rosa y La Era, en las que Santana entra en un cierto territorio cenagoso e irreal. El espacio en ambas piezas es confuso, dada su concreción habitual, y la combinación de colores genera ciertos enigmas en los que se instala la duda de la voluntad o la arbitrariedad artística. No en vano, el indigenismo de Santana compone un corpus agradecido y calmo, quizá sin la solera de Monzón u Oramas, pero con una constancia admirable que queda reflejada en la selección expuesta por la Fundación Cristino de Vera.

La nina de rosa_Santiago Santana

Santiago Santana. La niña de rosa, 1934.

Santiago Santana

Fundación Cristino de Vera. C/San Agustín, 18. La Laguna.

Hasta el 23 de julio.