I. A una palabra que perdure más allá de la memoria, que frágil es, y olvidadiza, y deformante, derecho todos han de tener; y que se plasme, si no en indelebles grafías sobre superficies inalterables, sí, al menos, donde sea posible el que se multiplique y se disperse, y el que alguien, donde sea, como sea, cuando sea, la halle, la lea, la asimile y, como los conjuros lectores, vuelva a dar la vida a quien, por la fragilidad, olvido y deformación de la memoria, e insustancial existencial, ha sido olvidado o desconocido.

II. A una palabra que perdure, continuo, todos el derecho han de tener, y que se multiplique en los únicos libros válidos que jamás deberían dejar de escribirse: de un lado, el de los pensamientos; de otro, el de los hechos. De un lado, el de lo que se asumió como verdad y como duda; de otro, el de los actos, el reflejo, quizás imperfecto, de lo que se creyó que debía hacerse. De un lado, termino por ahora, el del orden universal, sumamente teórico, cohesionado en apariencia; de otro, el que determina los pasos, la medida de las órbitas en su errática distancia a ninguna parte.

III. Sucede, como siempre, porque siempre sucede, que un día cualquiera —ahora mismo, por ejemplo—, en medio de esa certeza que el binomio de opuestos da cuando se tiene una existencia forjada entre elecciones, se te presenta de la manera más inopinada el concepto clave de tu vida: el de la no-vida. Sucede, sí, claro que sucede; y no una vez, sino muchas. Siempre sucede, como he dicho. Y llega a ti de cualquier modo, como también he dicho. En el hueco del patio de luz, en el bordillo de tus sueños en los instantes previos a la vigilia, en no sé qué ejercicio doméstico rutinario e intrascendente, en la constatación de que una pila vacía ha dejado inservible un aparato. Y se te ocurre llegar a la conclusión de que, a diferencia de cualquier otra especie, tú sí sabes el alcance del enunciado tempus fugit, aunque sepas que jamás sabrás el total del tiempo que se te ha ido cuando ya no seas; pues, como Epicuro le contaba a Meneceo: «Cuando existimos nosotros, la muerte no está presente; y cuando la muerte está presente, entonces nosotros no existimos». ¿Y como no existimos, señor Mann, hemos de aceptar sin más, en el barullo de la fugacidad de la vida y de la verdad absoluta de la no-vida, el que nuestra muerte sea «más un asunto de los que nos sobreviven que de nosotros mismos», como desde el sanatorio afirma?

IV. En la aislada isla de cada uno, sin barcos, brújulas ni astrolabios, los únicos tesoros válidos son: una botella vacía, un trozo de papel, un utensilio de escritura y la esperanza de que, más pronto que tarde, alguien conocerá la urgente necesidad que ha movido —ahora mueve— a dar forma a esta escritura. Algunas cosas han de quedar por escrito de la manera más clara posible. Tempus fugit, sucede. Y así, asentado el concepto de la no-vida en el lugar del ánimo donde surgen las empresas, consciente de la fecha de caducidad sin guarismos que muestra el aviso, no escrito, aunque presente en el calendario de lo esperable, se procede al quehacer de fijar en palabras que perduren cuanto ha de sobrevivirnos a la muerte, pues extensión acorde a nuestra voluntad de lo que quisimos en vida son, aunque ya no existamos. Andamios son para hablar cuando el silencio sea absoluto.

V. Lo que se necesita es dejar constancia por escrito —verba volant— de algunas instrucciones, ciertas órdenes, varias disposiciones y firmes convicciones. ¿Más? No, es suficiente con esto. Y aunque sé que los cercanos las conocen, o deberían; caigo en la cuenta de que tú no. «¿Y por qué no?», pregunto. Al fin y al cabo, si no me he dedicado a hacer otra cosa en mis obras impresas que escribir sobre mí, ¿por qué no debería hacerte partícipe ahora de esta última escritura? Es más, no solo tú, todos deberían ser partícipes de ella.

VI. Conviene sortear los dos principales contratiempos de esta necesidad: por un lado, que, por circunstancias de la vida, dado que la muerte llega sin avisar, quienes se alojaron en tu voluntad para que ejercieran de testigos no puedan cumplir con su cometido porque te han adelantado en la carrera hacia la desembocadura del río. Por otro lado, razonable es no desatender la posibilidad de que surja en quienes se alojaron en tu voluntad para que ejercieran de albaceas, cierta predisposición negativa hacia los deseos aquí referidos por vaya uno a saber qué razones.

VII. Así, pues, estas hojas lanzadas al océano libresco que dan constancia escrita de cómo se ha forjado mi ánimo y propósito en esta soberana ocasión buscan testigos de la palabra leída, marineros que recojan esta botella lanzada y asuman el velar por que las instrucciones que contiene se cumplan o, si no, si no fuera posible por llegar tarde, por desacreditar de manera inmisericorde a quienes, debiéndolas cumplir, desistieron de atender a su obligación.

Los cuartos y los finales