I. Llegará. En algún momento, todo siempre llega. Todo llega, sucede, pasa. Y todo, siempre, como siempre, cumple con el mismo ritual: una suerte de calendario y una marca en algún lugar, el límite visible de lo que debería ocurrir y, vaya uno a saber qué o por qué, no debe ser olvidado. Y luego, un ir y venir viendo cómo se aproxima eso y constatando cuánto queda atrás, para siempre, como siempre; y qué poco queda ya para que suceda lo que, al margen de las razones y los motivos, mereció ser recordado. Y más tarde, al cabo de equis tiempo, tras remirar y otras tantas veces ver, y requetemirar, concluir que presto ha de llegar. Y así, en algún momento, el mañana será ayer y el «llegará», «llegó». Lo de menos, cuándo; lo de más, que eso, en algún momento, sucederá (si es que no está sucediendo ya).

II. Todos los años, en algún momento, siempre en algún momento, en un instante sutil, me asomo a la ventana de mi despacho para ver la ambulancia que me ha de recoger no sé cuándo ni cómo ni por qué. Estoy sentado en una silla de ruedas y los sanitarios me acercan al vehículo. Como sé que no volveré, les pido que se detengan un momento, un instante, un ratito poco, para que pueda ver por última vez la ventana de mi despacho donde me contemplo mirando. Allí estoy, como todos los años en algún momento, asomado, mirándome y diciéndome que mañana ya es hoy, que ayer es más ayer que nunca, y que ha llegado lo que tenía que llegar, lo inevitable, lo esperable, aquello que se marcó en una suerte de calendario de lo que tenía que pasar desde que se empezó a buscar las respuestas a la pregunta imposible: ¿Para qué?

III. Como ya no hay marcas que esperar en ningún calendario, nos despedimos: él seguirá asomado hasta el fin de mis tiempos, hasta el instante mismo en que, cerrándome, él me cierre y, encerrados, deje de ser yo lo que él ya no será; y yo, asomado, seguiré viéndole entrar en la furgoneta medicalizada, preguntándose cómo será vivir lo poco que ya resta y, sobre todo, cómo será el instante previo al irreprimible sopor, aquel que antaño con placidez se recibía en las vespertinas canículas estivales y que ahora, con los sentidos embotados, por más que el instinto de supervivencia lo intente, se desbordará con la pasión desordenada del reencuentro amoroso entre ese río y ese mar amantes que inundarán con un solo latido los tramos de un organismo que, digámoslo con claridad, ya no va a dormir porque nunca más se va a despertar.

IV. «¿Cómo será?», se preguntará aquel que aquí, asomado en la ventana, me deja. Aquí me quedaré, aquí, en este lugar, mientras recojo la utilería de una existencia. Me quedaré pensando, en la ambulancia, por todo aquello que se va quedando atrás a medida que me acerco al punto de salida. Cuán lejos en el tiempo, cuán profundo en la desgana, queda el de llegada. Qué atrás queda ya todo mientras sobre el pavimento el vehículo avanza. «El último viaje», nos decimos; «el definitivo», que diría el poeta. Cada kilómetro recorrido es una tonelada de pasado que se va pulverizando, como esa indistinguible grava apisonada que del firme parte forma. Y ahora, así, aquí, en esta viaexitus, ¿qué más da aquello, lo que fuera, lo que ocasionó tal disgusto, cabreo o malestar? ¿Qué importancia tiene lo otro, que dio felicidad, que ocasionó placer, que permitió sonreír? ¿Para qué todo?

V. En la ambulancia, homo habilis, nos llegaremos a preguntar por la materia: el espacio físico y los objetos que ahora arrojamos sin ataduras emocionales dentro de bolsas de basura. ¿Qué son sino residuos sin validez para ti? Solo yo sé cuánto valen. ¿Su precio? El tiempo que me han acompañado, el dictamen de su salvación cuando me rondó la tentación de echarlos de mi lado, desterrarlos de mi espacio vital. El valor de las bagatelas no es otro que el deseo de conservarlas.

VI. Cuando, como todos los años, en algún momento, siempre en algún momento, en un instante sutil, me asomo a la ventana de mi despacho para ver la ambulancia que me ha de recoger no sé cuándo ni cómo ni por qué pienso en que todo lo tangible no es más que un desecho, como el muerto que seré, el mayor de todos los escombros. Y concluyo con una sentencia que cada vez es más inflexible por necesaria y próxima: «A la basura, pues, la piel, el papel, la sangre, el sillón, el hueso, el teclado, la flema, la camisa, la bilis, el cepillo…, pues el valor de lo que tenemos y conservamos desaparece cuando se certifica que ni nos tenemos ni nos conservamos».

VII. Un sanitario me preguntará si estoy cómodo. Desde la ventana, sin poder ver ya el vehículo que me traslada, le responderé que sí mientras pienso en la palabra “vertedero”. Tetrasílaba. Recordaré que recordaba, cuando el calendario de la efimeridad estaba vigente bajo el reinado caprichoso del azar, la marca que hoy, en la carretera, ya se ha quedado atrás. 16.516 días después. Dieciséis mil quinientos dieciséis días han pasado. Dijimos que no era una mala cifra, ¿verdad? Pienso en “basurero”. Tetrasílaba también. Entre las no-ganancias, solo cabe contar las pérdidas: ¿346.836.000 inspiraciones y espiraciones?, ¿1.651.600.000 de latidos de corazón?, ¿más de 30.000 litros de agua consumidos?, ¿más 33.032.000 de kilocalorías necesarias ingeridas?, ¿23.122 litros de orina?, ¿2.477 kilos de heces?, ¿50 litros de semen?, ¿12.000 mil litros de bilis? Etcétera. Aplicando a las cifras la debida perspectiva, es irreprimible la pregunta: ¿para qué todo?

VIII. ¿Cuántos kilos de alimento he ingerido a lo largo de todo este tiempo? Entre animales muertos y cosechas, ¿cuál es mi parte alícuota de destrucción de la naturaleza? Mas me voy más lejos, mucho más, y me deformo en el pensamiento de ese trabajador, ese operario de la matanza, quien, acabando con la vida de la res de donde saldrán los futuros filetes que ingeriré, ha tenido un accidente o sus pensamientos, mientras ejecutaba a la bestia, estaban en una discusión matutina o una felicidad posible vespertina. ¿Qué parte de su desdicha o alegría cayeron sobre los músculos, tendones y huesos troceados y dispuestos para que días, semanas o meses más tarde llegasen a mi mesa y fuesen deglutidos y asimilados en mi organismo? ¿Y qué decir del sacho que saca las papas y que contiene restos de líquidos y gases allí depositados de cuando estuvo en el cuarto de aperos siendo testigo mudo de un intercambio sexual instantáneo, quizás poco romántico, entre quien lo usaría después para arrancar de la tierra los ahora impregnados tubérculos, ensacarlos y mandarlos al mercado, desde donde llegarían a mi cocina, y una mujer, joven o no, que conoce o no al dueño del sacho y que ha aceptado o no fornicar cerca de la herramienta?

IX. «¿Mis cenizas?», se me ocurre preguntar; «a la basura orgánica», me respondo. Qué mejor paso para la eternidad que ese. No se pueden crear ni destruir; y si formaran parte de algunos elementos, se transformarían en algo que, quizás, llegue a tener vida propia. Gracias, Lavoisier. Pienso, luego pregunto: «¿Hasta qué punto tiene más validez poética el arrojarlas al mar, por ejemplo, que a un contenedor de basura?». En el fragor de una contienda de tetrasílabos, renuncié en su momento al cementerio para aceptar el océano; pero ahora no lo quiero, pues deseo el vertedero. Tres palabras tan distintas como parecidas. Ahí, sí, es ahí, en ese espacio cercano y cotidiano, donde se han de depositar los restos. Visualizo un contenedor con restos orgánicos y, entre esa amalgama, mis cenizas como parte de un ecosistema. ¿En qué medida, como organismo biológico, son mis residuos superiores a los restos de un bacalao o de un surtido de verduras? Un saco de materia equivalente a las mondas de papas y naranjas, y no muy diferente, si me apuran, al polvo de los muebles y del suelo, que recogemos sin rituales. ¿Acaso son mis restos algo más que esto?

X. La memoria es lo que queda; lo demás, lo que sobra. Lo tangible no tiene importancia. No sirve para nada. En su momento, a mi manera, con más o menos acierto, lo he cuidado porque lo habitaba; pero, una vez que no estoy, se ha quedado vacío, hueco, como una cáscara, como un envoltorio. ¿Para qué darle un sentido metafísico a lo que ya no sirve ni como elemento físico? ¿Vale como razón el decir «es que yo estuve ahí»? Pienso: «Yo no soy eso. Yo soy mis obras y el recuerdo que quede de ellas. Yo no soy una carcasa». En una caja conservo diferentes objetos. La abro, los miro. Cojo uno, lo coloco de nuevo en su lugar; cojo otro, lo manipulo. Puedo olerlo, tocarlo, pasar mi lengua por encima… Pienso ahora en esa caja. Lo que se pueda hacer con ella y con cuanto contiene es imperecedero. En este sentido, el conjunto me supera en inmortalidad, dado que no puede morir —sonrío al forzar el silogismo—. Yo, objeto sin vida, dentro de mi caja, ¿para qué sirvo? ¿Qué se puede hacer conmigo? Nadie podría abrir el ataúd cuando quiera porque contiene un organismo que hiede y contamina; ni mirar a través de sus paredes porque nunca son de cristal. Nadie puede coger un brazo, tocar el abdomen, pasar la lengua por la frente… como hubiese podido hacer, con los debidos consentimientos, en otros tiempos, lejanos o no. Y no es un nadie porque «lo quiero para mí y no te lo presto»; es que ni yo puedo tampoco, y eso que es mío lo que ahí hay. Pienso: «si al menos pudiera, como el que va al teatro, contemplarme muerto y asistir como espectador al banquete bacteriano…». En el fragor de los tetrasílabos, una imagen me inunda: la de los alimentos envasados donde quiera que estén: en un supermercado, en las estanterías de una cocina, etc. Cierro los ojos. Observo un matiz en la visión: alimentos envasados caducados. Una pregunta se desliza: depositar los restos de carne, huesos, tejidos y fluidos de seres queridos y respetados en nichos y tumbas, ¿no es privarles de la posibilidad de obtener la auténtica inmortalidad  —la verdadera, la demostrable empíricamente, la que no se sujeta a los credos del sí sin más— que vendría de la unión de la materia orgánica sobrante con otros elementos de la naturaleza?

XI. Cuánto queda sin hacer y cuanto de lo hecho quizás tampoco ha merecido la pena que se hiciera. Lo que he gastado como organismo biológico y social no ha servido ni para mejorar mi especie ni para mejorar nada. Qué desperdicio de existencia. Habrá que conformarse por lo menos en que mi insignificancia no haya supuesto un coste mayor.

XII. He llegado. ¿Que cómo? Da lo mismo. Siempre se llega adonde es inevitable llegar.

Los cuartos y los finales