Acícula gota_wide_color

Escribo en un viejo portátil Mac del siglo pasado. Es un Powerbook G4 al que desahuciaron en el servicio técnico hace un par de años. Lo llevé a reparar cuando la batería dejó de cargar y allí me dijeron que estaba dañado el procesador, el sistema de alimentación y no sé que otras pequeñeces.

Después de varias peripecias, me decidí a comprar uno de sobremesa, de nueva generación, con procesador Intel, teclado y ratón inalámbricos, con mil posibilidades para la edición de imágenes, sonido y multimedia, con una sabrosa etiqueta de precio.  Hice copia de seguridad de mis archivos y me dispuse a prescindir del viejo G4, que me había servido fielmente para la redacción de mil artículos y, sobre todo, la compleja elaboración de Kopi Luwak, y preparé mi emigración al nuevo aparato.

Como quiera que no quería desprenderme del viejo ordenador –con sus teclas desteñidas y la pátina de los años- les dije a los técnicos que me quedaría con el viejo artefacto, aunque sólo fuese para conservarlo al lado de un viejo Amiga de Atari, mudos testigos de mi recorrido tecnológico en las décadas pasadas.

Lo dejé reposando en el sótano hasta que un buen día lo enchufé a la corriente eléctrica, llevado por la curiosidad, y comprobé con sorpresa que seguía funcionando. Hice varias comprobaciones para ver si me serviría para escribir fuera de casa en una de esas escapadas de fin de semana. Me llevé un lápiz de memoria para archivar cualquier cosa que escribiera y ¡voilá! El viejo cacharro sirvió para mi objetivo. Es verdad que no pude conectarme a Internet con fiabilidad y la mayoría de sus programas estaban obsoletos, pero el procesador de textos y el teclado tenía sus capacidades intactas.

Hace ya más de tres años desde ese momento y el viejo ordenador sigue funcionando fielmente. Es verdad que sólo lo hace conectado con su cordón umbilical al enchufe más próximo y su teclado sigue perdiendo el color de las letras que conozco de memoria. Soy persona de manías y costumbres maniáticas por lo que no me hallo con los cambios bruscos. Por eso es aquí donde  primero mecanografío los apuntes, las ideas, los poemas y los guiones.

Cuando lo pongo en marcha, el reloj está parado en el primer día de enero de 1970, a las cero horas. Si quiero que lo que escriba mantenga la cotidianidad, debo ponerlo en hora y fecha, haciendo pasar los días, los meses y los años en el panel de ajustes hasta el día deseado.

La sensación de tener “el tiempo en mis manos” me lleva a “La máquina del tiempo” de H.G. Wells. Recuerdo la sensación que me causó la película del mismo nombre, protagonizada por Rod Taylor e Yvette Mimieux y algunas de las predicciones de Wells de un futuro tenebroso. La debí ver con doce o trece años y me impresionaron tanto la fría belleza de la actriz como la respuesta de la escena final: “George tiene todo el tiempo del mundo”.

Realizo el proceso de poner el ordenador en fecha como catarsis personal que me recuerda el tiempo en el que vivimos y algunos de los textos que me inspiran. Reconozco que a veces me siento ajeno a este tiempo actual y busco la atemporalidad en lo que escribo, huyendo de las críticas fáciles a estos tiempos mediocres y buscando inspiraciones (in)trascendentes.  Vean algún fragmento de los días de borrasca de la semana pasada en la Cumbre de Gran Canaria:

“El viento del sur tocaba las cumbres con la suavidad del algodón, un algodón preñado de humedad y electricidad. Las gotas resbalaban por las acículas glaucas de los pinos, goteando hasta el suelo cubierto de pinocha.

En la mullida alfombra parda crecían racimos de hongos amarillentos que absorbían el agua con la avidez de quien conoce la brevedad de la lluvia en las alturas de la isla. El aire estaba saturado de vapor de agua gélida y en la umbría se veía la blancura escarchada del amanecer helado…”

Cuando redacto textos como este, nunca sé si los volveré a utilizar en alguna de mis descripciones (de escritor decimonónico, dice Victoriano Santana Sanjurjo), si servirán para algún poema arcano o, simplemente, pasarán a mi museo de cachivaches queridos.

Lo cierto es que el tiempo y la oportunidad están en mis manos de orfebre de la palabra y para ello cuento con una herramienta única, acostumbrada a ser manipulada, puesta en hora y usada a mi antojo: mi viejo Powerbook G4.

 

*Imagen de Ginés Toral. Ver en la página original.

 

Libro: Kopi Luwak (querida), en Amazon.es, de Antonio Cabrera Cruz