Leopoldo María Panero_wide_color

El ser humano es ser de juicios. Enjuicia cuando ignora y cuando conoce. Y así, valora al ser y a sus circunstancias, siempre, inexorablemente. Y es que quizá, pocos son los que se salvan del dogma de sus impresiones. Esa virtud está destinada para quienes nada tienen que perder, porque aún perdidos, lo han alcanzado todo.

El prócer, aquí, es Leopoldo María Panero (Madrid, 1948 – Las Palmas de Gran Canaria, 2014), y el ingenuo, torpe y mal aspirante a poeta, soy yo.

Le vi acostado en un banco de Triana, frente al Banesto. Tenía las pintas de un vagabundo maltrecho. Panero era, en toda su magnificencia, un desahuciado de las aceras. El hombre hecho loco. La mente preclara que había muerto a la vida, porque la vida, esta vida, es, en sus propias palabras, un algo que tan sólo precede a la cuna del rock and roll.

Meses más tarde, me dijeron aquello de:

– ¿Ves a ese viejo vomitando Coca-Cola light?
– No —respondí sincero.
– Es Panero, el último poeta maldito.

Nos acercamos y le quise tentar. Me habían advertido que era receloso de compartir la palabra, y que sólo se le arrancaban sollozos cuando se hablaba de poesía y se le comparaba con los de su talla, ergo, con los grandes.

– Buenas, ¿sabe de quién es el poema «Dejo a los sindicatos / del cobre, del carbón y del salitre / mi casa junto al mar de Isla Negra…»? Es un gran manifiesto —apenas me miró y bostezó con su gran boca de tortuga. Me ignoró y marchamos.

Pasaron diez segundos. Su hilo de voz cansada sonó entre el piar de los pajarillos.

– Testamento 1. Yo soy. Neruda —y prosiguió el silencio.

Desde ahí empecé a leerle. Algunas veces con él sentado a cinco metros de mí, en las mesas de mármol del “Esdrújulo”, su última paz previa al sanatorio. Me inquirió con su poesía. Me hizo ver la fatalidad del ser a través de su ingeniosa pluma que plasmaba la fatalidad de su propia esencia. Me hizo sentir pequeño, nimio ante la poesía que narra la decrepitud de buena parte del espacio en que vivimos, el que compartimos, al que estamos destinados…

La poesía destruye al hombre

La poesía destruye al hombre
mientras los monos saltan de rama en rama
buscándose en vano a sí mismos
en el sacrílego bosque de la vida
las palabras destruyen al hombre
¡y las mujeres devoran cráneos con tanta hambre
de vida!
Sólo es hermoso el pájaro cuando muere
destruido por la poesía.