Foto de cuatro diabletes en TeguiseBENITO CABRERA | VA POR EL AIRE

Son variados y complejos los rituales ligados a la festividad del Carnaval. De una parte, la población rural y más alejada de los centros urbanos, posee una serie de tradiciones y ritos que van desde los aspectos gastronómicos hasta la realización de bailes o desfiles especiales. Los celebrados en las ciudades han evolucionado hacia fórmulas latinizadas y abocadas hacia el espectáculo. Estas últimas están cada vez más dirigidas y organizadas desde la administración pública, que programa horarios y dicta disfraz oficial, chocando de plano con la propia esencia de la fiesta, que tiene su razón de ser en la transgresión del orden establecido y la inversión simbólica de roles.

Uno de los ritos más vistosos y extendidos por los ámbitos del carnaval de muchas partes del mundo es el que protagoniza un grupo de diablos. Tilcara, en Argentina; Riosucio, en Colombia; Santiago, en la República Dominicana, son algunas localidades sudamericanas donde diversos grupos diabólicos son los principales protagonistas de la fiesta. También en España encontramos ejemplos, como los llamativos Diablos de Luzón (Guadalajara).

Los diablos carnavalescos por excelencia de nuestras islas los encontramos en la Villa de Teguise (Lanzarote). Inicialmente estuvieron ligados a la celebración del Corpus Christi, al igual que sus parientes de otras latitudes. Sufrieron una traslación de fecha hacia el carnaval y transformaron parte de su vestuario: las pieles de cabra que los cubrían inicialmente se tornaron en trajes de lona pintada con rombos. La careta ya no es un macho cabrío, sino un toro con sus cuernos y su lengua. Aún así, conservan la raíz, no sólo en sus complementos (esquilas, cencerros, zurrones…), sino por el espíritu catártico que implica asustar, transgredir, hacer correr a los niños por las esquinas empedradas de La Villa. En resumen, simbolizan el sentido primigenio, festivo y esencial del antiguo carnaval.