Foto del Instituto Nacional de Estadistica

¿Puede un colectivo de médicos alterar las estadísticas de errores por mala praxis y lograr que se pase del porcentaje actual a uno que roce la insignificancia? ¿Puede un colectivo de jueces agilizar los procesos judiciales de manera que se destierre para siempre la tradicional afirmación de que la justicia es lenta? Si un colectivo de médicos o de jueces pudiese cambiar sus estadísticas de eficacia profesional -insisto en la expresión: «pudiese cambiar sus estadísticas de eficacia profesional»-, ¿crees que lo harían con tal de conseguir la consideración que hacia ellos tiene la ciudadanía? Nada apunto sobre la veracidad o no de las cifras que pueden llegar a ser modificadas. Me refiero única y exclusivamente a la posibilidad de su cambio.

Imagínate por un instante que ciertos porcentajes publicados en los medios de comunicación corroen la credibilidad de un colectivo profesional que presta un servicio público y que, en consecuencia, la ciudadanía vuelve sus miras a este grupo para manifestar su descontento por la labor que realiza. Imagínate, además, que estos datos se pueden trocar y que donde dice «cincuenta» se lea «cinco», aunque la realidad no se ajuste al guarismo aparecido. Sigo: supón que esta alteración numérica viene de un acuerdo tácito, cerrado, exclusivo… entre los miembros del señalado colectivo profesional y que ello trae consigo una mejora gratificante de la percepción ciudadana hacia estos profesionales que, no lo olvides, prestan un servicio público. Ante el beneficio que puede recibirse, ¿crees que este imaginario colectivo haría el cambio?

De todos los colectivos de profesionales vinculados al servicio público, el de los docentes -al que pertenezco- es uno de los que más libertad tiene para hacer tal remiendo, por no decir el que más. Hay que confesarlo, es fácil hacerlo: basta con bajar el nivel hasta límites que no despierten muchas sospechas y evaluar de manera negativa solo a aquellos alumnos cuya actividad sea nula o rozando la nulidad. Si tenemos en cuenta que un porcentaje muy elevado de padres solo viene a los centros educativos (cuando viene, claro) para saber por qué sus hijos han suspendido y, por lo general, cuando aprueban no se les ve ni se les espera, un volumen elevado de aprobados nos garantizaría un éxito arrollador entre las familias, el pilar de toda comunidad educativa hacia el que la administración educativa tiene más interés por contentar, pues cada cuatro años se puede transfigurar en votos y estos, para qué negarlo, en aventajadas posiciones políticas.

Esta notoriedad lograda por las estadísticas, aunque no sean veraces, se extendería al resto de la ciudadanía y de los medios de comunicación, que no dudarían en ponernos en lo alto de un pedestal por la excelente labor realizada en pro de la sociedad. No nos engañemos: la educación fuera de la educación se mide en tantos por ciento y no en realidades tangibles porque la formación es una inversión a medio y largo plazo; no es una carretera que, bien presupuestada y con fondos, se puede inaugurar la víspera de un proceso electoral. Si subiésemos bajo alfombra los porcentajes de éxito académico, ¿alguien ajeno a la educación (pienso, por ejemplo, en la propia administración educativa) mostraría su disgusto? ¿Qué mejor «rendimiento» cabría esperar para la retórica política que el de unos números tintados de verde?

Portada del libro Moiras ChacaritasPodemos hacerlo; repito, es fácil: nadie controla cómo damos clase, nadie corrige los exámenes que pasan por nuestras manos, nadie fiscaliza las programaciones… Podemos hacerlo, sí; podemos perfectamente hacerlo y nadie se daría cuenta de que los resultados numéricos no se corresponden con la consecución real de los objetivos curriculares.

Es cierto que de hacerlo quedaría hipotecado el futuro del alumnado, se multiplicaría por no sé cuánto el número de analfabetos funcionales y el mundo terminaría estando en manos de los cuatro o cinco individuos preparados que queden mientras que el resto solo sería morralla de servidumbre; pero hasta que eso sea así, el presente sería plácido y agradable porque todo el mundo estaría feliz como cigarras sin invierno. Repito una vez más: podemos hacerlo, no es difícil; solo habría que coordinar a todo el colectivo docente y poner en práctica el mayor genocidio intelectual de la historia. Si nos pusiésemos de acuerdo, podríamos modificar las cifras y lograr con ello ascender hasta los niveles donde se ubican los próceres de la ejemplaridad social.

Podemos hacerlo, pero no lo hacemos; que se entienda bien: no-lo-ha-ce-mos… Tenemos la apetecible manzana del Edén lista para darle un bocado, pero la dejamos intacta en su árbol y nos alejamos de ella para no sentirla porque nos resulta detestable, porque nos mancha la conciencia y emborrona ciertos principios deontológicos (quizás ridículos para muchos) que hemos asumido desde el primer instante en que tuvimos frente a nosotros a un grupo de jóvenes sentados en sus pupitres.

Tenemos en nuestra mano invertir el descrédito que la docencia ahora mismo tiene entre los ciudadanos, pero nos mantenemos firmes y asumimos la honradez como base de nuestro trabajo. Podemos manipular las cifras y evitar que diariamente trituren nuestra moral con los datos del fracaso escolar; con las críticas obscenas de muchos ciudadanos hacia el trabajo que realizamos; con las ofensivas alusiones a los períodos no lectivos; con los manifiestos olvidos hacia la cantidad de horas que dedicamos fuera de nuestro horario laboral a preparar clases, corregir, formarnos; o con el desprecio explícito e implícito hacia nuestra integridad física y sicológica.

Podemos hacerlo, pero no, no lo hacemos. Soportamos el descrédito de unos números que nos perjudican porque creemos que la verdad ha de prevalecer; que los aprobados injustos son nocivos; porque la formación de nuestros jóvenes (la buena formación, la formación eficaz para su futuro) debe ser atendida con la mayor de las diligencias, aunque luego los resultados descontenten a muchos. Nosotros somos los primeros en lamentar que los porcentajes no sean mejores: por un lado, porque reflejan que el proceso de enseñanza-aprendizaje ha fallado y, con él, que nosotros, en cierta medida, hemos fracasado; por el otro, porque sabemos que aprovecharán cualquier coyuntura para convertirnos en los únicos responsables de las cifras que se manejen: si crece el fracaso escolar, crece nuestro grado de responsabilidad (lo cual, todo sea dicho, es injusto, muy injusto: si los éxitos son patrimonio del ente “comunidad educativa”, ¿por qué no lo son también los desastres?).

Creo que ningún colectivo profesional de carácter público tiene en sus manos de una manera tan clara y evidente la posibilidad de alterar los porcentajes que lo desacreditan. Sí, podemos hacerlo, pero no lo hacemos; y lo que es más importante, no lo haremos nunca, aunque algunos sigan creyéndonos unos mercenarios que solo protestamos para pedir un vulgar aumento de sueldo y una disminución considerable de la carga de trabajo; aunque lleguemos a sentir en ocasiones que lo de Sísifo, comparado, no fue un castigo tan grave…

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La primera versión de este artículo se publicó en Moiras Chacaritas (ISBN 978-84-15148-20-3). Las Palmas de Gran Canaria : Anroart Ediciones, 2010. Págs. 68-73.

Foto de rick ligthelmhttp://www.flickr.com/photos/ligthelm/8219557029/