Si no fuese por el soñar siempre…
Fernando Pessoa
No sé por qué pero siempre he asociado el Sorteo Extraordinario de la lotería de Navidad con la ilusión de los pobres, con la ilusión de aquellos españoles que esperaban con ansiedad que al fin les tocara el gordo, con el personaje de Luces de Bohemia, con Max Estrella en la calle, ciego, enfermo, abandonado en un portal mientras su amigo Latino le saqueaba el billete de lotería, en aquel Madrid hambriento.
Lo asocio con un rumor alegre, con un despertar diferente. Alrededor de la radio escuchando a los niños de San Ildefonso cantando números, cifras, entrando en la existencia de la gente, en los sueños oscuros, en la esperanza somnolienta.
En aquella España, no muy lejana en que ellas, amas de casa la mayoría soñaban con ganarse una suculenta cesta llena de felicidad. Soñaban con servir una mesa rebosante de vinos, de jamones y de esperanzas. Un Año mejor con las despensas llenas.
Ellos fantaseaban también con la fortuna. Todos junto al televisor, en trance, contemplábamos los nuevos millonarios y la alegría de los propietarios de la administración de la lotería diciendo que el premio había ido a parar a gente trabajadora. Eso consolaba.
El día transcurría y el sonido del canto de los niños se evaporaba junto con las ilusiones. La vida continuaba.
Pero lo que me costaba comprender es el porqué no le tocaba al mejor hombre que he conocido, a mi padre, que sin querer se ponía triste cuando no ganaba ni el reintegro, aunque no se desanimaba, todo lo contrario con voz convincente razonaba que hasta que no mirara la lista oficial, no había nada perdido.
Al final terminaba probando con el estímulo de los “Rascados” que es como se le llama a la lotería del Niño. Y me parece estarlo viendo, preso del hechizo, con sus gafas de carey, mirando una y otra vez los miles de números en aquella sábana impresa. Porque su ilusión, lo que verdaderamente le importaba era regalarle el décimo premiado a la parienta. Ese era uno de los sueños de su vida. Para dejarle unos ahorros, para que ella se pudiera comprar lo que quisiera, –y exclamaba por lo bajo-: un vestido bonito, un viaje, una buena casa…
Pasaban unos días y lo escuchaba hablar con mi madre. Aspiraba, contenía la respiración y al final decía:
-¡Ay Padrito! No me tocó por un número.
Pero a pesar de que el mundo se le caía encima, de que se sentía desgraciado, sonreía con tristeza. Sonreía.
FELIZ AÑO Y MI ABRAZO APRETADO