El ballet blanco_wide_color

…»el alma de la bailarina, tiene su morada en todo su cuerpo”,
Gibran Khalil Gibran, poeta. Líbano.

A la memoria de mis padres.

Para muchos el primer día del Año comienza con un baño en La Playa de Las Canteras, tomando un chocolate calentito con churros o escribiendo un poema. Pero para mí se inicia con el Concierto de Año Nuevo, con el Concierto de la Orquesta Filarmónica de Viena, que dicen que se creó en 1939, en plena época nazi, por iniciativa de Clemens Krauss, un amigo íntimo del ministro de Propaganda nazi Joseph Goebbels.

Un concierto, que transmite la Televisión para casi cien países, que nos regala sones de valses, minués, polcas, galops y marchas. Las imágenes de lo que es la perfección: Parejas de ballet en movimiento, el elegante baile de ritmo lento o la danza de rápidos balanceos. Figuras que con tutús o con maravillosos vestidos románticos expresan con el cuerpo y el alma pausas teatrales, las emociones de los compases.

Escenas que los técnicos de cámaras, el montaje, la iluminación consiguen ofrecernos el retrato de una sociedad, cuento de hadas que resaltan la belleza y el refinamiento. Danzarinas que, igual que maniquíes de alambres, flotan de puntitas sobre las escaleras en los salones del Palacio de Liechtenstein de Viena y en Salón de Musikverein. Hombres que con cuerpos perfectos dan vueltas y más vueltas junto a bailarinas que elevan cada vez más alto sus airosas piernas. Una sinfonía con olor a flores y a delicadeza.

Un concierto que gira y gira dentro de mi corazón, que me hace revivir recuerdos.

Este Año la representación daba la bienvenida al 2014 y conmemoraba el centenario de la Primera Guerra Mundial. Celebraba también los 150 años del nacimiento de Richard Strauss bajo la batuta de Daniel Baremboin, activista de los derechos humanos, quien desde la capital austriaca, marcaba el compás con tempo vivo y empuje en la Sala Dorada del Musikverein.

Pero todos los años me ocurre lo mismo, experimento una emoción evocadora, alegre y al mismo tiempo dolorosa. Porque casi sin darme cuenta los recuerdos comienzan a aflorar en mi memoria, a hacerse más vivos.

Vuelven a tomar cuerpo, aquellos Primeros de Año en que mis padres sentados uno al lado del otro en el cuarto de la tele, se preparaban para ver desfilar por la pequeña ventanita del televisor bosques y castillos, granjas y prados diseminados por doquier. Se preparaban para escuchar el murmullo de los lagos bañados de una luz tan palpitante que parecía irradiar toda la Tierra, para disfrutar del paisaje vienés, de los palacios imperiales, de los encantos ocultos de la ciudad, de un paisaje onírico que parece haber estado allí desde el principio de los tiempos. Se preparaban para disfrutar de las gradaciones de color, del baile particular de la orquesta, de los sonidos de un Concierto que estallaba en nuestros ánimos como si se tratara de la transición de una vida a otra.

Un concierto que casi finaliza con la interpretación del “Bello Danubio Azul» de Johan Strauss, donde la flautas, saxofones, trompetas, clarinetes…, junto con el acompañamiento corporal, hacía aflorar a mi padre lágrimas en los ojos. Quizás le hacía recordar otros amores, otras historias sentimentales, toques idealizados o reales, imaginativos o de ficción, acaso los muchos amores platónicos de su madurez. Se estremecía de placer.

Mientras mi madre entusiasmada volcaba por un instante todo lo que ocurría en su corazón, todo su entusiasmo fresco y juvenil, al mismo tiempo que comentaba su inocente deseo de viajar el próximo año a Viena para escuchar el Concierto en directo.

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Pero lo que más le excitaba a ella era la última obra que personificaban, la Marcha de Radetzky, de Johann Strauss (padre). Ese momento en que la alegría brota, describe ráfagas que se apagan en nuestro espíritu. El momento en que la audiencia aplaude con fuerza al compás del director que se vuelve para dirigir al público en lugar de hacerlo a la orquesta. Entonces, mi madre sentada sobre su sillón, con el alma a punto de estallar y en un desorden delirante, tatareaba la pieza vigorosa, cantaba, aplaudía con fuerza, casi daba saltos mortales. Perdía el sentido de la realidad.

Finalmente el director junto con los miembros de la Orquesta, todos al mismo tiempo pronuncian: Prosit Neujahr! Y entonces las dificultades, la soledad y las carencias que ella padecía, parecía que se desvanecían.

Y mi madre, creía por un momento, que aquel Concierto sería de nuevo el comienzo de Todo.

Foto de Rosario Valcárcel

Rosario Valcárcel

Blog-rosariovalcarcel.blogspot.com

*Imagen retocada: Fragmento del original. Obra de Everett Shinn ‘El ballet blanco’ (1904)