Los Cuentos de Bob_wide_color

Una noche cualquiera a finales de diciembre.

Lugar desconocido:

Llovía. Mis pies esquivaban de forma automática los pequeños charcos que se habían formado entre las irregulares losetas de la acera, torcidas y rotas por el empuje de las raíces de los grandes árboles, posiblemente tilos, que crecían en uno de sus lados. Todo era gris. Pero no el tono de gris característico de un día de lluvia en la ciudad. No; era un gris diferente, fuera de la escala, como de otro mundo.

Hacía ya varias semanas que no conseguía soñar bien. Si, dormía regularmente, pero los sueños ya no eran como antes. Los colores desaparecieron del paisaje onírico como si hubiesen sido lavados por la incesante lluvia que caía en casi todos ellos. Ahora todo era gris.  Un gris uniforme y alienígena que envolvía como un manto difuso la totalidad del país de Morfeo. Tampoco se oían muchos sonidos. Incluso la lluvia, caía ahora en silencio. Ya no habían olores de ningún tipo, ni tampoco sabores.

Seguía caminando hacia ningún lugar por la calle vacía, mirando los movimientos de mis pies al sortear los charcos de la acera. Era lo más interesante que había por ver. Mis sueños se habían reducido a largos paseos por lugares desolados. Pocas veces me encontraba con alguien o me pasaba algo. Es frustrante permanecer consciente dentro de tu propio sueño a sabiendas de que no te va a ocurrir nada.

Me aburro. Camino para pasar el rato hasta que el paisaje empiece a desintegrarse y abra los ojos de nuevo en mi cama. Cogeré mi diario onírico, miraré el reloj de pulsera y haré una nueva anotación: 6:00, caminando, gris, lluvia. O simplemente dejo la hoja en blanco. Total, qué más da, siempre es lo mismo.

Cuando empecé a escribir «Los Cuentos de Bob» todo era muy diferente. Disfrutaba cada noche con el mejor cine en casa, mis sueños eran películas cuyos guiones podrían haber sido perfectamente escritos por Quentin Tarantino o Jim Jarmusch. Sus paisajes tenían una nitidez impresionante y un amplísimo espectro de colores, todo parecía incluso más real que en la propia realidad. Era como tener una tele de 4K en la cabeza. Mi cerebro era capaz de generar las más increíbles aventuras en tiempo real con cientos de personajes, todos dotados de su propia personalidad, contadas a través de una trama tan enrevesada como espectacular. Tenía muchos sueños por noche, a veces más de 20, y al acabar uno, entraba enseguida en otra fase R.E.M. que me llevaba al siguiente.

Sabía que esto podría ocurrir, al regresar a Tenerife. Me fui de la Isla en una etapa de presión emocional que o no me dejaba dormir, o me provocaba constantes pesadillas. Tardé meses en recuperarme y volver a soñar, tal y como lo hacía antes. Sólo entonces me decidí a empezar este experimento. Le pregunté a Bob, el tabernero en uno se mis sueños, si me daba permiso para escribir sus historias nocturnas. Me contestó afirmativamente. A partir de esa noche me convertí en su escriba, apuntando en un bloc de notas las palabras que al día siguiente formarían la base para los cuentos. Funcionó muy bien los primeros meses, pero ya poco antes de mi vuelta, noté que se avecinaba la tormenta. Empecé de nuevo a tener pesadillas. Primero esporádicamente, después durante toda la noche. Comencé a perder lucidez y el poder de recordar lo que me pasaba en los sueños. Tenía cada vez menos, y eran más cortos. Una vez, empezó a llover y desde entonces, no ha parado.

Supongo que esto es normal, que tan sólo son etapas, que se me pasará de nuevo y una noche cualquiera volverá a salir el sol, los campos se teñirán de verde primavera y la gente saldrá a la calle. Me reencontraré con Bob, con el monstruito vomitador del arco iris, con mis amigos oníricos. Correré de nuevo grandes aventuras en naves espaciales, lucharé contra gigantes en epopeyas medievales, volveré a tener sueños eróticos con los que mojar mi cama. Pero hasta que esa noche llegue, me temo que tendré que seguir vagando solitariamente por los largos pasillos y calles del mundo más gris de Morfeo.

Sigo caminando y esquivando los charcos de la acera. No oigo como cae la lluvia, no siento que me moje, ya ni siquiera la huelo. Sus gotas resbalan por mi mejilla y ruedan hacia mis labios, pero no saben a nada. Miro hacia las borrosas franjas grises que se extienden hasta el horizonte, pero no logró enfocarlas. Me toco el pecho y ya no siento ningún latido. No siento nada. Un mecanismo de autoprotección, supongo. ¡Maldito tedio, que ha hibernado mis sueños!

Por fin el paisaje se empieza a desintegrar. Abriré los ojos de nuevo en mi cama, cogeré mi diario onírico, miraré el reloj de pulsera y haré una nueva anotación: 6:00, caminando, gris, lluvia. O simplemente dejo la hoja en blanco. Total, qué más da, siempre es lo mismo.

Oliver Behrmann

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